martes, octubre 31, 2006

El gran marxista

Leer a Groucho Marx sigue siendo un placer del que se privan muchas casas de estudios y de enseñanza media. No puede ser de otra manera: ni el gag ni el absurdo o el disparate derivado del juego con el lenguaje entran en la currícula, en los módulos o -más modestamente-, en los programas. Y si entran, lo hacen por supuesto sin el autor. Es decir, de la mano de investigadores tan serios como canonizados y por la puerta de la solemnidad, a través de ensayos adustos que interpretan tal o cual enunciado en el marco de tal o cual modelo teórico. Las excepciones son rarísimas, o se dan por la vía del doble absurdo, como el de esa muchacha que analizaba la obra de Boris Vian a la luz de los ensayos del nonsense y de los planteos existenciales en la literatura francesa de posguerra, pero del autor nada. No había leído ni el Rompecorazones, ni La espuma de los días y ni un mísero poema. Es lógico: el humor no tiene planes de estudio porque, sencillamente, no se sabe qué hacer con él.
Groucho, más que un comediante, fue un adelantado a su tiempo. La clave para interpretarlo académicamente podría comenzar -ya que de él se trata-, por una irreverencia: la de su innato marxismo. "Quiero aclarar de entrada que no soy candidato a nada. Me gusta hablar claro. Esa campaña de Marx vicepresidente nunca contó con mi apoyo, ni ha llegado muy lejos". La burla política es la de un perdedor. En "Plumas de caballo" (Time, 31 de agosto de 1932), la inexacta biografía lo pinta así: "Si los miembros de administración de Princeton o de cualquier otra universidad en busca de decano se hubieran reunido el pasado mes para elegir a un nuevo director, con seguridad no habrían elegido a Groucho Marx. Le falta el estilo, el aspecto y la erudición que el puesto exige". Cierto, nunca dio el tipo. En "La filosofía marxista según Groucho" (Memorias de un amante sarnoso, Tusquets), una de las reediciones más cercanas junto con el ABC de Groucho, de Stefan Kanfer (Del Nuevo Extremo y RBA), el hombre, efectivamente, hace un repaso de sus postulados más serios: el no ser candidato a nada; la miserabilidad como arte divino (tan divino como la limpieza); la suerte como paradoja del éxito; el talento como una destreza de la ignorancia y la poligamia como un fin en sí mismo.
El modernismo retrasado de los tiempos le da a alguno de estos postulados una vigencia irreprochable, por ejemplo cuando cita a Schopenauer sin haberlo jamás leído. "No hay ni una sola palabra de verdad en la frase de Schopenauer, pero mencionarlo me da mucha más seguridad". En el último punto de su decálogo, sin embargo, se acerca peligrosamente a estos días. Allí se ocupa del cuerpo, punto central de su filosofía marxista. Y comienza por reconstruirlo en autopartes, como si se tratara de un vehículo de la industria de Detroit. De los dientes a los pies, del pecho a los brazos y de allí al pelo, la estética que propone su ideología es absolutamente actual. "Podría seguir enumerando indefinidamente los monstruosos errores de la naturaleza, pero tengo poco tiempo y, si mis lectores me examinan con honradez, podrán ver que me he quedado corto".
Aunque ha tenido y sigue teniendo un capital en sketches, el juego de las paradojas es el que más le gusta a este ideólogo, son tantas como inclasificables. Pero fue en la ironía donde jugó el mejor partido. Hablando de la cultura letrada, dijo muy sensatamente: "Fuera de los límites de la raza canina el mejor amigo del hombre es el libro; dentro de los límites del perro no hay suficiente luz para leer". El gag, el verdadero gag en Groucho, nace de su punto de vista. Jamás oteó desde un plano superior, siempre lo hizo desde abajo: el perfecto perdedor, el amante despechado y mal entrazado, el memorioso sin memoria o el artista sin ningún don. En sus cartas revela en profundidad esta perspectiva, poniendo al descubierto su verdadero sitio, el del artista de variedades eternamente ninguneado por productores. "Quieren que haga de clown, no los entiendo, me quieren sin máscara para que me presente ante el público y no haga nada, ¿puede alguien pagarme por lo que sencillamente soy?". Pero es en las cartas a los hermanos Warner donde se revela su mejor sentido del sin sentido, su humor como recurso ante la desesperación. En ellas no sólo y descarnadamente habla del dolor de ser un chiste caminando, sino de la condición del artista, siempre sometido a equívocos, constantemente perdidoso en un mundo material y nada transigente con la burla. Muy pocos interpretaron el arte de la entrevista, que Groucho estilizó como pocos; menos los dardos que sensiblemente le lanzaba a la industria. "Los Marx somos un grupo de desfachatados dispuestos a que nos utilicen, pero antes debemos firmar". Uno de sus tormentos, sin embargo, fue el lastre del humor: "Hay quienes imaginan que debo hacer reír de forma constante, no saben lo que supone acarrear con este chiste".
La obra de Groucho -sostenida tanto por Gummo, Harpo, Zeppo y Chico- debería leerse menos como una improvisación y bastante más como una teoría del arte contemporáneo: cruel, doloroso, perdedor, brillante y cercano siempre a ese mundo circense donde las máscaras son máscaras y no pretenden imponerse como un recurso actoral. Lo que escribía afloraba en sus gestos, nada de lecturas ni de subtextualizar. El dominio magistral de la escena fue su campo de atracción, el que lo hizo célebre; el otro, acaso el más intenso, anida en sus obras, en sus breves ensayos radiofónicos, en el tenor de algunos artículos y en el desorbitado enfoque de sus postulados. No es una ideología como para tomársela en pasatiempo. Es demasiado seria y profunda, nacida en tiempos de la gran depresión.
"Confío en que mi artículo estará lo suficientemente plagado de inexactitudes como para que lo publiques en tu pasquín".

lunes, octubre 30, 2006

Islas -Acerca de Jardín de cemento de Ian McEwan-

Una isla estaba esperando a Robinson Crusoe para permitirle el pacto de la sobrevivencia. Parece claro que ella lo encontró a él. En el principio, la soledad del personaje gobierna cada uno de sus actos. Hasta que la isla náufraga es restituida por Crusoe debido a un montón de recursos: el territorio se torna habitable. William Golding hace otro tanto en El señor de las moscas, sólo que el número de personajes que reciben al pedazo de tierra en medio del mar ahora ha crecido: son varios. Y son jóvenes. No es que las islas tengan hélice, como la de Verne, es que el mundo se ha ido poblando. Las islas náufragas no se multiplican tanto como los hombres. Es una percepción extraordinaria: siendo idéntico, el mundo parece achicarse. Cada vez menos hay que salir: la aventura está adentro de nosotros mismos. En el Jardín de cemento, de Ian McEwan, el mundo ya es un suburbio, y las islas son tan inmóviles y limitadas que ocupan un pequeño espacio de tierra en el fondo de la casa. Cementarlas parece casi obligado. Esa acción fundacional la emprende el jefe de la tribu. Sin embargo, apenas se abre el texto, el padre muere. No mucho que lamentar: el clan sobrevive al moderno Crusoe. A su manera, como en anteriores naufragios. Lo que significa que el territorio insular de la familia podrá andar a la deriva, pero no se extingue. Asume nuevos rituales, privados, cada vez más restringidos. Los robinsones de McEwan están ahora tan emparentados que son hermanos. En este modelo de organización juvenil el territorio familiar reformula algunos códigos. Son otros, no podía ser de otra manera. Lo que sí queda claro es que a pesar de la muerte del jefe, eso llamado familia ni cede ni muere. Persevera bajo otras formas. La de Crusoe fue una familia insular; la de Golding, más nutrida y numerosa, también. La de McEwan no podía estar lejos de este concepto. Claro que para salvarse los jóvenes debieron construirla. Esta vez con cemento. De las mutas a los clanes, de los clanes a las tribus y de éstas a los centros urbanos, el principio de territorialidad no cede. Cambian las huellas, el espacio es otro. "Cuando agarré la tabla y me puse a alisar con cuidado la huella de mi padre en el cemento blando y fresco, mi impresión se había desvanecido". Es la última señal del paso por este mundo del padre de Jack, el joven de quince años que cuenta la historia de Jardín de cemento, la primera novela de Ian McEwan, la más desconocida del excepcional narrador inglés y, felizmente, con reedición bastante reciente entre nosotros. Los obreros acaban de descargar quince bolsas de cemento en esa casa de los suburbios londinenses, el padre las recibe, pero el proyecto de refaccionar el jardín queda trunco. Con la tragedia, el resabio de culpa parece hacerse presente en Jack: "Yo no maté a mi padre, pero a veces me he sentido como si hubiera contribuido a ello", confiesa el joven en la apertura del libro. Resabio temporal, sin embargo.El ritmo cotidiano de la casa prosigue. Hasta que enferma la madre y queda postrada en cama, escaleras arriba. La patrona no baja, y los cuatro hijos -Julie, Jack, Sue y Tom- deben afrontar tanto las obligaciones escolares como la realidad de la vida exterior y las situaciones que a diario se les presentan. El desafío parece intenso. Ya no hay protección en la isla, aunque tampoco límites ni restricciones. Los códigos del mundo infantil y adolescente invaden el territorio tradicional de la institución flia y la recién estrenada organización establece otros códigos, por ejemplo: el juego ya no representa un espacio de expansión temporal en la vida de los cuatro adolescentes, sino que se impone como un ritual común de sobrevivencia. Con el sexo ocurre otro tanto: descomprime restricciones y tabúes y se manifiesta sin estridencias ni sanciones. Pero esta otra forma de resistencia conoce sin embargo las reglas insulares y para desarrollarse y no decaer debe simular. No sólo chico es el mundo, sino estándar. Y, si se percibe un ambiente oclusivo, éste lo es por limitación argumental, no por clima espiritual. Hay momentos de intensa felicidad en medio del drama, lo que corrige invariablemente la experiencia del lector. No hay tampoco demasiados rituales en este modelo de organización, lo que sí se reflejaba en el clásico de de Golding. La sobrecogedora estructura de clan urbano que traza el autor de Amsterdam y Amor perdurable, traduce sin hipocresías lo más doloroso del mundo adulto: sus máscaras. Y algo más también: que en este mundo moderno quedan cada vez menos islas que nos rescaten.

La mano que mece la tumba

En pleno siglo XXI, como tantos otros revivals, retorna Drácula, la gran novela gótica del XIX. En España, además de un proyecto teatral y uno fílmico, La historiadora, la novela de Elizabeth Kostova, es suceso de ventas y traducciones. El libro cuenta la historia de Vlad III, y de la búsqueda de la tumba del viejo vampiro en la Europa del Este. Pero es más un argumento de búsqueda filial y amorosa que un encuentro con lo espeluznante. Muy poco es lo que se conoce de Bram Stoker, el creador del personaje que terminó preso de una sola obra, siendo que había escrito más de diez. Su Drácula no sólo empañó su vida sino también, y acaso, sus más oscuros temores.



De chico tenía dos superhéroes: Frankestein y Drácula, quizá porque mi viejo trabajaba aplicando inyecciones y haciendo transfusiones de sangre en el Patronato del Leproso. De aquella época me quedó la palabra Patronato, que ya no se usa. Luego, con los años, entendí que la clave de mis dos amores estaba en la literatura freudiana, porque con una sola pero crucial pregunta (“¿Dónde están las madres?”), Mary Shelley había creado en 1818, su obra más celebrada: “Frankestein o el moderno Prometeo”. Aunque tanto los orígenes como los afectos son siempre ilusorios, hay que decir que para Bram Stoker esa misma pregunta fue innecesaria: su madre resultaba una presencia tan sofocante como omnipresente. Es que todas las mañanas, tardes y noches la mujer permanecía al borde de su cama, leyéndole cuentos fantásticos y de terror para que el pequeño superara una larga convalecencia que lo mantuvo postrado hasta los 8 años. Tuvo 7 hijos la señora, pero se ensañó afectivamente con Abraham (“Bram”, la voz maternal), el tercero, al que no sólo sobreprotegía sino que además le evitaba todo contacto exterior. Curioso, porque ella era una feminista tan recalcitrante como enérgica. Pero tenía sus neurosis, que su tercer hijo se contagiara era la más conspicua. La mujer se llamaba Charlotte Thornley, y de ella dijo alguna vez Bram a un compañero del Trinity College, donde se graduó en Ciencias Matemáticas: “me dio la vida, todo su amor incondicional, pero también me extrajo la sangre”. Por las vías elementales del parentesco cosanguíneo, es razonable: una sola hay madre.
El creador de Drácula había nacido en un suburbio de Dublín, Clontarf, en 1847, pero no haría mundialmente célebre su ciudad como Joyce, sino que, al contrario, padecería hasta su muerte, en 1912, el estigma del anonimato, la miseria y las erróneas interpretaciones. El tiempo, sin embargo, le daría a su personaje un lugar preponderante en el gusto masivo de los lectores y espectadores modernos, exactamente al revés de lo ocurrido con Joyce, más prolijamente citado que leído. Stoker tenía 64 años y estaba enfermo de sífilis cuando dejó este mundo, pero la noticia de su muerte apenas si apareció en los obituarios de la época. Algo más bien lógico, una catástrofe mayor ocupaba las planas de los diarios: el hundimiento del Titanic.
Drácula no fue la única obra que escribió el matemático irlandés, ni acaso el gótico el género que mejor le cupo. En 1878, se casó con Florence Balcombe, con quien tuvo un hijo llamado Noel y una sola pero ferviente recomendación para la joven madre: “Que no se entere en demasía de tu excesivo amor”. El lastre de la sobreprotección que él mismo había padecido de niño tuvo una expresión en su obra: “el más dulce y pernicioso de los venenos”. Después de casado, en Londres, escribiría “La dama del sudario”, “El desfiladero de la serpiente”, “Miss Betty”, “La joya de las siete estrellas” y “La madriguera del gusano blanco”, de 1911, su última, más ignorada y quizá más significativa obra. Algunos historiadores señalan que la escribió bajo los efectos de los narcóticos, a los que el escritor se volcó en los últimos años de su vida, pero su argumento bien podría valer un cursillo de posgrado freudiano: en unas grutas cercanas a Gales, cavadas por antiguos romanos, habita una serpiente gigantesca que seduce, paraliza y domina a sus víctimas. Esta enorme serpiente tiene la extraña particularidad de convertirse a voluntad en “una mujer demasiado hermosa, voluptuosa e irresistible”. Algunos críticos la consideran superior a Drácula. Pero no más intensa. En la castración el hechicero de Viena tendría consuelo.
¿Qué tiene este personaje que ha captado el gusto de tantas generaciones? ¿Por qué se ha convertido en mito, resistiendo tanto el paso del tiempo como las limitaciones expresivas de los géneros artísticos? El tema del vampiro, como su atavismo con la sangre o los temores del colectivo inconsciente no parecen alcanzar para explicar tanta persistencia y predicamento. Francis Ford Coppola, a raíz de su film, dijo una verdad tan irrefutable como zonza: “Drácula pertenece a la cultura popular”.
Stoker lo creó en 1897, a partir de cartas y documentos apócrifos. Se basó para ello en la historia real de Vlad Tepes, “el empalador”, un voivoda rumano del siglo XV, con castillo y anexos en Transilvania, inspirado sin duda en los relatos de terror gaélicos que le susurraba su madre en su lecho de enfermo. Hasta allí lo evidente. Lo que parece sin embargo menos visible es la recóndita historia de amor que anima a este personaje; la perfecta y estricta impotencia amorosa que, desde el vamos a la eternidad, deberá soportar el vulnerable conde en aislamiento. ¿Cuestión de sangre? ¿De lectura psicoanalítica? ¿O de cláusula ideal? A la luz del sol, y más allá de pulsiones o de pecaminosos deseos, Drácula es sin duda la más perfecta y sublime historia de amor prohibido jamás contada: la que nunca podrá concretarse. En términos edípicos, la moraleja del incesto nos dicta una eternidad congruente: la mano que mece la cuna es la misma que mece la tumba.

martes, octubre 10, 2006

Ningún boludo

Tras el escándalo de plagio, Jorge Bucay ganó 360.000 euros en el 5º Premio de Novela Ciudad Torrevieja con la obra “El candidato”. En “Noticias”, Juan Terranova analiza el fenómeno del gurú de la autoayuda ahora devenido en novelista.



Cuando ponés “Jorge Bucay” en el Google lo primero que sale es “Médico argentino especialista en enfermedades mentales, psicodrama y psicoterapia”. Ahora habría que agregar que hizo una torta de plata escribiendo libros. Algo difícil dentro de las cosas difíciles que se puede proponer un latinoamericano.
Personalmente, me quedo con Paulo Coelho que, se sabe, en una época le dio a las drogas duro y parejo, fue satanista y escribió letras para las canciones de los primeros roqueros de Brasil. Coelho es un pastor electrónico de Río, tiene un castillo en Suiza, pero podría estar en Plaza Once con un megáfono leyendo la Biblia a los gritos: odiarlo es complicado. En cambio Bucay se sienta en un bar de Libertador, pide un cortado y te habla de las limitaciones propias y de lo positivo que es entregarse, cada tanto, a uno mismo.
Claro que como todo plagiario sin vergüenza despierta cierta simpatía. Pero ese aire de psiquiatra masturbatorio y comprensivo no se puede pasar por alto así nomás. Uno lo ve en las fotos y se lo imagina babeando, desnudo, durmiendo la siesta un día de calor, o firmando un cheque robado sin que le tiemble el pulso. En la tele, les agarraba libidinalmente las manos a las mujeres de su panel. Las gordas y las divorciadas deliraban. Un asco. Después de que lo descubrieran afanando y le levantaran su columna dominical, todos pensamos que se replegaría en Recoleta, su área de influencia, como mucho, Zona Norte. Pero el tipo doblé la apuesta y volvió con todo. Bucay puede ser el peor prosista del mundo, un presentador de fantasmas, el analista mediático del fiasco, todo lo que ustedes quieran. Pero, viejo, tendríamos que ir admitiendo que no es un gordo boludo.

martes, octubre 03, 2006

UN HOUDINI DEL CORAZON

Una magra versión fílmica y dos biografías recientes han coincidido en su interés histórico por rescatar la personalidad de Giacomo Casanova. Cada tanto, este contradictorio y fascinante personaje veneciano atrae la atención generacional de públicos y lectores de toda condición. Pero la leyenda del libertino, del amante a tiempo completo, a veces condiciona y empaña la verdadera identidad del intelectual. A los 11 años tradujo un pentámetro latino y a los 15 escribió un par de tesis sobre derecho canónico y civil. El favorito de Luis XV y de su amante, la marquesa de Pompadour, también elaboró un ensayo sobre la violencia política, entre otros libros.



Acaso la confusión se deba a que Giovanni Giacomo Girolamo Casanova (Venecia, 1725-Dux, 1798), fue un exquisito precursor en eso de construir el marketing de su propia imagen. Y lo construyó póstumamente a través de sus Memorias, escritas entre 1790 y 1798, en el castillo del conde Waldstein, en Dux, Bohemia (hoy República Checa), donde se recluyó para trabajar hasta su muerte como bibliotecario del noble. Después de tantos combates amatorios, llegaba el reposo para el guerrero. Y merecido. Pero es curioso: ni la racionalidad de nuestro contemporáneo W.G. Sebald, escritor y viajero también, logró escapar al embrujo de este arquetipo de la seducción. En Austerlitz, lo retrata así: "En mis sueños vi al envejecido roué, reducido al tamaño de un muchacho, rodeado de las hileras de oro de la biblioteca, escribiendo sus memorias, numerosos tratados matemáticos y esotéricos y la novela futurista Icosameron, totalmente solo, en una desolada tarde de noviembre. Había dejado a un lado la peluca empolvada, y su propio cabello ralo, como un signo de la caducidad de su cuerpo, flotaba como una nubecita blanca en torno a su cabeza".
Eran los últimos días de Casanova y sin duda estaba cercado: un poco por los 40.000 volúmenes de la biblioteca y otro mucho por el recuerdo de sus andanzas turbulentas. Claro que nada más ficticio ni tendencioso que el género autobiográfico para la memoria, y él conocía a la perfección las tiranías de un discurso en el que el rigor y la subjetividad conviven sin ninguna transición detrás del maquillaje de la primera persona. Ese libro de memorias que concretó son varios tomos y más de mil páginas dedicadas a perpetuar anécdotas, desventuras y aventuras de una figura que el tiempo y el propio autor convirtieron en prototipo de amante y aventurero. Pero, sobre todo, es una larga crónica que se lee como un fidedigno retrato mundano de las cortes europeas del siglo XVIII, del andamiaje social, político y cultural de un sistema convalidado por la ambivalencia del poder y sus relaciones. En ese punto, lo que más llama la atención es la modernidad apabullante del documento; y dentro de esa modernidad, lo primero que surge es la dinámica de las relaciones (imaginen a un cronista de Nazarena Vélez, de Florenciade la V, de Gerardo Sofovich, pero también de los Fernández, la señora ka y las firmas siguen). Nada ni nadie en ese mundo de interacción social es demasiado confiable. Todo cambia a ritmo de videdoclip. La inestabilidad, a pesar de lo concentrado del poder, es el signo de la época. Hay escasos amigos, sobreabundan las relaciones, y quienes hoy son adversarios, mañana son temporales aliados. Como corresponde. Exagerando y con superficialidad extrema, las Memorias son algo así como un palimpsesto de las indiscreciones del peor Tom Wolfe, del más enervante. Aunque la pluma meticulosa de Casanova, la cadencia estilística de una prosa a veces intrigante y siempre confesional, lo imponen como un clásico testimonial y un friso de época. Hay críticos que han observado que su lectura a veces apabulla. Cierto: la creciente de sucesos y peripecias arrastra nombres, vínculos y parentescos de manera tan incesante como obsesiva y por tramos alcanza a tapar al dueño del relato. Mejor. Allí reaparece Casanova y marca el terreno. Esa es su estrategia. Puede ser una una frase, una provocación retórica. Casi siempre son definiciones, marcas contundentes: "una vez apagada la lámpara, todas las mujeres son iguales". El latín le sienta mejor.
Las Memorias se abren con una convicción confesional, con un auto de fe que Casanova -como buen asesor de imagen-, cada tanto se encarga de recordar al lector, así que después de eximirse de culpas o responsabilidades, se reafirma "monoteísta y cristiano fortificado por la filosofía". Entre su apego a un "Dios inmaterial" y su cacareada fortaleza filosófica, resplandece su mejor vertiente: el vitalismo. Casanova fue eso, un vitalista empedernido. Lo que significa ir un poco más allá de la corriente. Fue su ímpetu social el que lo transformó en militar, seminarista, violinista, en gerente de un casino, en creador de una lotería (la Nacional de Francia), en fullero profesional y mucho más. También practicó la cábala, el oscurantismo, y hasta tuvo tiempo para desenmascarar a un chanta profesional de la época: el conde de Saint Germain, uno al que hasta el día de hoy algunos trémulos siguen por su llamita piloto color violeta. También divagó como filósofo, fue duelista y en Polonia mató al conde Branicki, arrojó al mundo varios hijos naturales y gozó de la amistad de dos Papas. De sus abyectas y modernísimas acciones fuera de las sábanas (entre éstas fue un gozador divino), cabría mencionar sus contribuciones a la Inquisición veneciana como delator profesional. Jamás padeció de cargos de conciencia, acaso porque era demasiado sensible y solía llorar de emoción mientras redactaba. A estos atributos habría que añadirle el de impostor profesional, contradictorio, arbitrario, arribista y vividor magistral. Sin embargo, por encima de todo, fue el primer escapista emocional que registra la historia. Un Houdini del corazón. Así como escapó de los calabozos de Los Plomos, en Venecia, así huía magistralmente de ellas.
Algunos exégetas llegaron a contabilizarle alrededor de 125 amoríos. Otros, más modestos y puntillosos, anotan 116. Son cifras de contadores públicos, cuentapolvos de cuentaganado que nada dicen del maravilloso Casanova y de su genuina épica del amor. Es probable que sean menos. O más. No importa. Lo verdaderamente deslumbrante de este epicúreo universal es que a ninguna mujer hizo sufrir. A todas las abandonó, es cierto, ese fue su innato don de escapista sentimental, pero ni una sola terminó con histeria o manía de confesionario. Al contrario. Siempre según su cautelosa versión de los hechos, claro. Fue democrático "en el trabajo de la carne", como bien define al sexo, y se movió siempre bajo un dogma de acero: "Por lo que toca a las mujeres, se trata de engaños recíprocos, porque cuando el amor se mete por medio, es cosa común que los unos se engañen a los otros".
Uno de los errores más extendidos en relación a su conducta es el de asignarle características donjuanescas. Nada que ver. Casanova ha sido lo opuesto a Don Juan, quien sí lastimaba afectivamente. Él no. Se enamoraba para poder amar con el goce de todos los sentidos y trabajaba fervorosamente en pos de ese ideal: "un enjundioso procedimiento el enamorarse", sostiene. En sus Memorias de España (Emecé) los amores con doña Ignacia le acarrean ingentes esfuerzos sentimentales. ¿Puede alguien enamorarse de prepo? Casanova demuestra que sí: todo es cuestión de perseverancia, galantería y compostura. Por supuesto que en su derrotero afectivo hay santas partuzas, pero su cruzada amorosa fue el biombo histórico con el que se confundió al donante de felicidad con aquel otro Casanova, el más frustrado y secreto. En el prólogo de estas memorias por la península, apunta Guillermo Piro en el prólogo: "Doblemente mal interpretado, el fantasma del pobre veneciano deambula sobre nuestras cabezas con las vestiduras del amante más sofisticado y perfecto, cuando lo que él pretendía, por sobre todas las cosas, era ser un filósofo de la altura de su amado Voltaire". Tel quel.
El amante más profundo y huidizo de todos los tiempos, no pudo conjurar jamás su sueño verdadero: ser aceptado y visto como filósofo. Algunas de sus teorías son tan cínicas como deslumbrantes, y hasta las hay innovadoras. A cambio, la Historia tomó su versión de sí mismo e hizo de él un panfleto, el del encarnizado mujeriego. La paradoja cuenta que el escapista no pudo escapar de su propia imagen. Sin embargo, en tributo a su colosal obra literaria, quedan sus textos. Unicamente, ya que Venecia no le guardó ni una sola estatua, monumento o museo que lo recuerde. A él, un hijo pródigo. Pero él lo predijo con mejores palabras: "nunca quedará mayor alimento para la posteridad que el de las mentiras piadosas".