martes, diciembre 19, 2006

Noticias del cuervo sobre el busto de Palas

Del libro inédito Ejercicio de incertidumbre

Por Luis Chitarroni

No es justo empezar este recuento de mi carrera de 20 años de editor sin evocar algunos episodios de mi guerra de escritor contra los editores. Este oficio o género desmedido tiene que, a fin de cuentas, considerarse desde las dos posiciones en el tablero.
Agrupo a los más detestables en la categoría “editores adversos”. Los he simplificado en tres tipos, de acuerdo con mi poca habilidad para reducirlos y jibarizarlos , a la que no contribuye una siempre renovada sed de venganza. No voy a nombrarlos, claro, aunque por obtusos y negados que sean, leyendo se reconocerán.
El primero reúne con exquisita falta de delicadeza todos los requisitos o emblemas exteriores del editor profesional –pipa concienzuda, aire de distracción, foulard-, pero ni uno solo de los atributos. Tenía que escribir yo para el tribunal de su mirada un artículo sobre Marcel Schwob y me aconsejó que lo hiciera con esmero. “Como si escribiera sobre mi padre”, pidió. En mi memoria despótica quedó para siempre fijo el escenario de este pedido: la redacción ruidosa a nuestro alrededor, las manos blandas de suplicante de este jefe de redactores/editor, el aire de imperturbabilidad copiado de Mr Hulot, una mancha del almuerzo en su camisa impecable.
Como yo no conocía al padre del caballero, me tomé el pedido al pie de la letra. Escribí sobre Schwob de acuerdo con la recomendación lamborghiniana “como quisiera que nadie escribiera sobre mí”. Acataba, con una temeraria indiferencia y un alarde de falsa erudición, la orden/consejo, el error vocacional del siguiente lector de esa nota. La leyó ante mí en el mismo escenario ruidoso, con una especie de carraspera desaprobatoria que coreaba cada uno de mis renglones con ahogada mala fe. “Le dije que escribiera como si escribiera sobre mi padre..., y esto es un galimatías sin pie ni cabeza, con información parásita que nadie le pidió”. No quedé desolado. Tenía en mi poder una primera regla, que siempre respeté: “No imponer efusiones sentimentales propias al que escribe. Predispone, incluso en sujetos tímidos y sumisos, a la desobediencia diametral.”
El segundo tipo es más gravosos, porque gozaba –o todavía goza- de lo que se dice “una reputación”. En Buenos Aires, en la Capital Federal, una reputación nunca viene sola sino con anécdotas que en general poco tienen que ver con la reputación en sino con la enfermiza ignorancia de los sujetos que exaltan a estas nulidades, pero... Registro la propia. Como este editor sabía que yo escribo “difícil” (eran tiempos, Dios mío, en que estas taradeces parecían admisibles), supervisaría él mismo (se trataba también de un editor de redacción, no de libros) lo que yo le entregara. Supongo que su impostura tenía límites: sabía él bien que no era quien creía ser, pero a mí esa entelequia ontológica me dio un trabajo bárbaro. Cada mención, traducción o cita de algo se convertía de inmediato para él en el motivo de una competencia que le desordenaba la biblioteca proporcional, llena de libros inútiles. La mía suele permanecer impasible, porque las citas que no recuerdo de memoria, en caso de no estar haciendo un trabajo de rigurosa exactitud, las invento.
Pero lo que maltrataba con más celo eran mis alusiones. Cada renglón de intimidad con mi lector ideal era anulado fervorosamente por su sumisión a la musa del despiste. Cuando yo me refería a un poeta imaginado por un novelista –el John Shade de Pálido fuego, por ejemplo-, él creía que se trataba de Edgar Lee Masters (escritor más competente, me doy cuenta ahora, para redactar el epitafio de ambos, el de él y el mío, que para calificar nuestra miserable contienda por un fulgor verbal.
Supongo que, aparte de las anécdotas de los bobos, la reputación la había cimentado él mismo, porque se oía en éxtasis, casi no hacía otra cosa. Para eso había cultivado una de voz de bajo falsa, llena de ronroneos y vacilaciones que, si bien no describían el estado permanente de confusión mental, simulaban que su obstinada arrogancia se permitía algún ejercicio de incertidumbre. Había hecho la escuela de un editor oriental igualmente sobrevalorado (las leyendas orientales son un prodigio de exageración que se desliza de Alí Babá a Clemente Colling), pero el reglamento del viejo maestro, y las impugnaciones adheridas por añadidura, pertenecen exclusivamente al reino de la superstición tipográfica. Digamos que por hoy no cuenta.
El tercer tipo es penoso. Mi gusto por incluirlo no está exento de odio. Se trata de un sujeto cívica y moralmente inmundo, que todo quiere canjearlo o negociarlo. Ha trabajado de ghost writer (o de negro, como dicen españoles y franceses) durante años, y el hecho de ocupar ahora un lugar para el que nunca se preparó no es una ventaja. El agravio que tales ágrafos producen no se limita al repertorio bobalicón de prescripciones que les han inculcado (supresión de gerundios, adverbios y adjetivos “visibles”) sino a un concepto que invalida su desempeño profesional en cualquier disciplina que tenga que ver con la estética, puesto que una ortodoxia primitiva los ayuda a creer que hay una sola manera de hacer las cosas.
Vamos al grano. Este señor fofo e inmaduro del tercer tipo, mezcla de tonto característico y adiposo genital, censuró más de dos veces mis calculados esfuerzos por escribir un libro a pedido. Lo hizo con vaguedades, sin ningún rigor formal, con imprecisiones meteorológicas del tipo “me parece demasiado frío” y apelando a un comité de lectores de pareja –ya que superior es imposible- ineptitud intelectual.

Lo cierto es que esas tristes experiencias han sido, en mi caso, recompensadas con creces por editores generosos e inteligente. Esto incluye muchas mujeres, un harén de editoras sabias, cuyas insinuaciones implican siempre el grado justo en el que algún regodeo superfluo o la cargosa insistencia de una idea recurrente (en un mundo que los débiles llenamos de palabras) obliga a mostrar la hilacha. Son editores que saben, que nos cuidan, que ayudan.

Una vez instalado en el escritorio de editor, también es frecuente la queja. Creo que Javier Marías detectó una cantidad muy razonable de razones para no escribir novelas y salvó una –pero una inmejorable, que ya no recuerdo- para hacerlo. Lo cierto es que una pregunta se ha instalado hace tiempo en mi ceño, donde la ausencia de un tercer ojo es ostensible, y relumbra con intermitencias, haciéndome perder la calma. Es: ¿por qué tantas personas que no terminaron de leer una novela se obstinan en escribir una novela?
Sin ironía, perplejo, me repito esa pregunta. Ensayo respuestas insatisfactorias. El mandato sarmientino sobre escribir un libro no exige que el libro sea una novela. ¿Por qué, entonces, una novela? ¿Por qué no un libro en cualquiera de los géneros que el los géneros diversos ofrecen? ¿Por qué abogados, médicos, editores, ex modelos, modelos, niños prodigio, holgazanes de cualquier laya, más que ocupados empresarios, actrices, dobles de cuerpo y de riesgo, aprendices de cualquier oficio, orfebres quieren escribir una novela?
Tal vez la idea del escritor idealizado, decimonónico, persista en, como decían los locutores ascendidos a estudiantes, “nuestro imaginario” (a veces complementan las palabras con ese gesto que consiste en pellizcar el aire, como si los tecnicismos y las términos tomadas a préstamo estuvieran condenados a esta preventiva sospecha de inanidad o falta de asistencia verdadera). El escritor es, pues, sigue siendo, Dumas, Tolstoi, Dostoievski, Dickens, todos grandes novelistas. La idea de ese hombre con un mundo a cuestas es lo que nos gusta. Y es por eso que nos obstinamos en escribir una novela, aunque no las leamos. ¿Qué leemos? Porque a los editores argentinos nos consta desde hace más o menos veinte años que, con contadas excepciones, las novelas son un fracaso. Podemos enumerar un montón de razones –ficciones que la eficacia narrativa del cine cuenta mejor y más rápido, distanciamiento de los jóvenes del abecedario del teclado, reemplazo del teclado por la omnipotencia del mouse-, y una sola para persistir editando narrativa, una sola que apela a cierta nostalgia o remordimiento en nuestra relación con la cultura.
Pero la pregunta salta, arrasa los matorrales del argumento, vuelve a instalarse ante nuestros ojos como un felino hipnótico: ¿por qué incluso los virtuosos del mouse quieren escribir novelas?
Suficiente por hoy. Quedan las anécdotas para otra ocasión.

martes, diciembre 05, 2006

La cisura de Rolando - Cap. II

Vivíamos en un barrio humilde de las afueras, y a la mañana había que ir a la escuela pisando la escarcha. A mí no me gustaba romperla, caminaba esquivándola. El ruido de la escarcha me recordaba los acúfenos. Al colegio fui hasta cuarto grado. Después de perder la voz me llevaron a una escuela especial, pero no para resentidos. La "Escuela Especial", así la llamaban, iba con mayúsculas y era para especiales con problemas en la cabeza. A casi ninguno de mis compañeros se les notaba lo que tenían. Eran retrasados con aspecto normal. Lo que sí, pegaban. La mayoría tenía la costumbre de atacar por la espalda, dos o tres babeaban apenas y después estaba yo. A mí me habían prohibido anotar, me obligaban a pronunciar sonidos y los demás estaban obligados a entenderme. Algunos días me pasaban grabaciones y discos de música. Los lunes, miércoles y viernes tenía gabinete especial con una fonoaudióloga con medias caladas que buscaba excitarme. Se alzaba las polleras y se sentaba en una silla para enanitos para que yo pudiera advertir la posición de sus labios y la lengua. "Efe fricativa, efffeee", pronunciaba mientras me tomaba de los hombros y me apoyaba contra sus rodillas. Yo repetía chillidos de mono tití. Al final de la clase siempre me quedaba la duda. No sabia que las mujeres se echaban perfume detrás de las rodillas. Un día se lo pregunté a mi madre y me arrancó la hoja y la tiró al tacho de la basura. "Las putas", dijo.
En el barrio me decían primero "El mudito", después "El mudo" y un poco más tarde, cuando me puse los largos, "Mudo de mierda" o "Mudo hijo de puta". A mí me gustaba "Mudo hijo de puta", me hacía sentir poderoso. Las hermanas de mi madre, en cambio, me decían Roli, Rolo, Rolando, según. Eran seis, todas mujeres ásperas y de campo, con un carácter que mi padre había bautizado burlonamente como "el despotismo afectivo". A despotismo la pude ubicar. A cuál más insoportable, cada una de ellas tenía sus mañas sin embargo.
Después de mi madre, que era la mayor, venía Sonia, una mujer bella, alta, de facciones angulosas y presencia de trueno. Llevaba la voz cantante y, como no había querido tener hijos para no estropear su figura, cada tanto venía a casa para ver "cómo marchaban las cosas". Daba órdenes, matoneaba un poco, como decía mi padre, y luego se marchaba con la satisfacción del deber cumplido. Durante esos días yo era una especie de muñeco de ventrílocuo.
-Está flaco -le decía a mi madre-, ¿qué le das vos de comer? Porquerías, seguro, porque sino no estaría como está. Mirálo, parece una saraca.
Saraca fue una de las palabras que más me quedaron de la infancia. Nunca la encontré en el diccionario, pero para mí Saraca era una especie de larva o de planta anémica, sin ninguna posibilidad de sobrevivir. Desde el primer día la escribí con mayúsculas, como nombre propio. Para Sonia, yo era una Saraca por culpa de mis padres. En cuanto se enteró de mi problema, dijo: "Al principio hablaba y ahora no. Es mi culpa, yo tendría que haber venido más seguido a esta casa". Para mis tías, las culpas dominaban el cielo de la existencia: accidentes, catástrofes, desgracias, muertes, azar o carambola, todo se debía a las consecuencias de un mal obrar. Las culpas no nos perdían pisada.
Mi otra tía, Carmela, era la menor. No era tan linda, pero en las fotos salía bien. Mostraba fotos de sus hijos, de la familia de su marido, de los aniversarios, de las fiestas de Navidad, de los cumpleaños, de la casa. "Sos muy fotogénica", le decían las hermanas. Tenía un álbum enorme de cuero y luego colecciones que ordenaba por fechas en un bargueño donde también guardaba las muñecas de sus hijas mellizas a medida que iban creciendo y las abandonaban. Familias enteras dormían en ese mueble. En cuanto recibía visitas, la tía Carmela desplegaba las fotografías en abanico y había que repasar una por una. "Las estaciones del vía crucis familiar", así las llamaba mi padre, que siempre traía expresiones nuevas a casa. Lo peor eran los comentarios de la tía: "Esta la tomamos el día de la despedida de P."; "aquella la tomamos cuando vino H."; "esta otra fue para el bautismo de J.". Podía estar horas mirándose. Tenía en la cabeza un calendario y al dorso de las fotos, las fechas con el lugar y la hora en que habían sido tomadas. Mi padre se burlaba: "hogar y armonía", repetía, pero la verdad era que para la tía Carmela todo siempre se presentaba "maravilloso" o "mejor imposible". De todas mis tías, era la que condensaba mejor que ninguna la ignorancia de la familia. Yo la rechazaba porque me hacía sentir un incapaz.
-¿Todavía no habla? ¿Qué cosa, no? ¿Y no tiene solución el chico?
Me decía "el chico". Era hiriente y un poco despreciativa, sobre todo cuando me comparaba con el resto de su familia retratada. Pero algo le debo y tengo que reconocerlo: la abominación por las fotografías. Abominación es palabra pura y exclusiva de mi madre. Ella comparte ese sentimiento: "Detesto las fotografías", suele repetir, pero no sé por qué. Yo en cambio las odio por múltiples razones, pero primero y principal porque me recuerdan que esos que aparecen en el álbum son los que se van a ir muriendo. Con las palabras es distinto porque aunque uno las escriba no se dejan retratar. Y por más que se escriban, siempre se las puede tomar de cualquier manera. Las palabras se mueven, las fotos no.
Eugenia, la tía del medio, era bien distinta a Sonia y a Carmela. Ella jamás nos visitaba porque estaba casada con un diplomático de carrera. Nos miraba por encima de los hombros y hablaba con entonación nasal y desentendida. A nosotros nos consideraba inferiores. Un día le escuché decir que mi padre era un tirifilo, y desde ese día le tomé odio. Tampoco encontré tirifilo en el diccionario, pero jamás la escribí con mayúsculas. Eugenia era docente y madre y eso, para mí, resultaba atroz. Palabras de mi padre: "Nada más atroz que una madre ni nada más tenebroso que una docente". En Eugenia se reunían las dos virtudes. Una sola vez vino a casa y miró con asco las macetas del pasillo y el recibidor con los sillones de mimbre y la mesita de caña.
-¿Aquí no tienen living-room, Erminia?
Mi madre se puso colorada y contestó algo con medias palabras. Yo me sentí más insignificante que un diminutivo. Esa noche no pude dormir, dejé prendida la luz y me pasé toda la noche mirando las paredes descascaradas, el cielorraso estrecho, los muebles baratos que se amontonaban a los costados de mi cama. No dormía en un dormitorio, pero nunca antes había sentido vergüenza por mi lugar. Fue la primera vez que algo me acobardó. Creo que me duró varios días. Vivíamos en una casa chorizo modestísima que alquilábamos a un señor Kuruch que venía cada fin de mes a cobrarnos enfundado en un perramus color azul, lo mismo daba que lloviera o hubiera sol. Mi padre decía que Kuruch almorzaba y cenaba chukrut con ese impermeable para no ensuciarse, que era una orden de la esposa. Mi padre sabía de comidas raras, pero yo odié con la misma familiaridad a Kuruch, a mi tía Eugenia, a mi padre y a mi madre. Eso me hizo crecer. Aunque nunca, hasta el día de hoy, pude superar la vergüenza de la palabra living-room. Cada vez que me digo living-room siento odio y vacío. Esa noche hubo pelea y mi padre prohibió el ingreso de cualquier miembro de la familia de mi madre a casa. "Nadie es menos por el lugar en que vive", repetía.
El resto de mis tías no tenía casi incidencia porque vivía en el interior del país, y por las cartas que le enviaban a mi madre mucho no se hacían notar. Yo creo que la letra escrita nos hace más llevaderos. Pero lo de la tía Eugenia produjo sus efectos: a la semana siguiente mi madre entró en un ataque neurasténico -neurastenia es otra de las palabras que me quedó, la empleaba mi padre para referirse a mi madre-, y se le dió por colgar las perchas con la ropa de mi padre de los apliques, de los cables que colgaban con los foquitos de luz del techo y de los contramarcos altos de las puertas. La casa quedó convertida en una selva de pantalones, camisas, pijamas y calzoncillos, y para ir del baño a la cocina había que abrirse paso entre la espesura del algodón y el wash and wear. Era la época del wash and wear, de las camisas lavilisto y de la serie Jim de la Selva en el canal 7, y a mí el decorado me gustó porque se parecía a las lianas entre las que andaba Johnny Weismuller. Pero duró lo que duraba la serie: media hora. Esa noche hubo gritos y fajina. "Tu padre es un sarnoso -me explicó a la mañana siguiente mi madre, más serena-, a nosotros nos hace vivir en una covacha pero a la otra bien que la tiene con todos los lujos". Covacha es linda también.
Cada tanto mi madre le pegaba a mi padre, pero era para encarrilarlo según decía. Mi padre era un hombre de buen humor, un poco irónico y extravagante, pero inteligente. Había estudiado cuatro años de Medicina y había abandonado, y también había dejado inconclusas algunas obras de teatro porque, según afirmaba, a último momento había advertido que se las habían plagiado. Aplicaba inyecciones en el barrio y a la tarde se marchaba a trabajar en el Patronato del Leproso. Ya no se usa la palabra "patronato", pero a mí siempre me sonó bien. Cuando estaba de buen humor aullaba en el pasillo y recitaba de memoria pasajes del Eclesiastés, pero no creía en Dios. Luego se reía con convulsiones y terminaba tosiendo. No necesitaba de nadie para reírse, y eso a mí me gustaba mucho. Mi madre afirmaba que era un desequilibrado y un putañero. Y algo de razón tenía: una mañana vino a casa con una muchacha bastante más joven y me la presentó como su novia. Mi madre estaba pasando unos días en Río Negro, donde vivía Dorita, otra de sus hermanas. La mujer se agachó para darme un beso, pero yo le extendí la mano. Ella sonrió y me acarició el remolino. Mi padre seguía la escena con una mueca de orgullo y satisfacción. Yo ni gesticulé.
-Ella se llama Margarita -dijo mi padre-, es mi novia y es detective.
Margarita le dio un beso en la mejilla y se aferró a su brazo. El le susurró al oído que yo no hablaba.
-Hijo -prosiguió mientras se acomodaba el saco y tomaba compostura-, traje a Margarita a casa para que la conozcas y para que sepas que ella va a ser como una madre postiza para vos.
Luego aulló, tosió y continuó:
-Te la quise presentar porque uno de estos días te va a llegar la tarjeta de invitación.
-Nos vamos a casar -dijo la mujer detective con cara de idiota.
Yo no le hice caso: siempre que me decía "hijo" en un tono impostado era una burla, una burla a la solemnidad, como él decía.
A los dos días la que llegó fue mi madre y lo primero que hizo fue leer el cuaderno con mis apuntes. Cometí el error de haber sido demasiado fidedigno, como me reprochó después mi padre. Lo molió a palos y le tiró los sillones de mimbre por la cabeza. Él corría por el pasillo y reía como un chico. Pero a las dos semanas el asunto de la novia detective estaba olvidado.
A partir de ese episodio empecé a torcer los detalles de las cosas verdaderas. Si anotaba por ejemplo que me habían cambiado la medicación, exageraba y extendía los apuntes con la prescripción de una probable lobotomía o con una operación en la que me iban a levantar la tapa de los sesos para aplicarme corriente eléctrica a 220 voltios. Empecé a reírme de mis ocurrencias y a notar que no era tan diferente de mi padre, después de todo. Escribiendo disparates la mudez se me olvidaba.