domingo, marzo 04, 2007

La cisura de Rolando - Cap. III

No hablar fue toda una novedad y una ventaja. Entre mis amigos del barrio pasé a ser más importante incluso, y como las cosas que tenía que decir empecé a anotarlas, primero en papelitos y luego en la libreta, la mayoría estaba pendiente de mis mensajes. Comencé a tener cierto poder a través de ellos, como si la palabra escrita fuera más importante. Los pibes me rodeaban y esperaban con ansiedad el final de cada frase. "El Chuso es un hijo de puta, hay que cagarlo a palos", escribía. Más que comunicarme, dictaba sentencias que los demás corrían a ejecutar. Era lindo. Aunque más de una vez alguna madre golpeó la puerta de casa con su hijo apedreado o lastimado para acusarme. Los demás podían hacer barrabasadas, como decía mi madre, yo en cambio no tenía escapatoria: la letra me delataba. Así fue como con los más amigos ideamos un sistema para nombrar las cosas importantes sin tener que nombrarlas. El código nos daba impunidad, que era una de la cosas más emocionantes en aquel entonces. Si yo escribía "remontar el barrilete", eso quería significar que había que "reventar a alguien", porque reventar y remontar hacían la misma música. Cuando el "barrilete" era "rojo", el designado para recibir la golpiza tenía nombre que empezaba con la sílaba ro. Robertito, por ejemplo. Si escribía "patear al arco", era que había que "apedrear alguna casa", cuando la casa tenía determinado color, eso la diferenciaba del resto por la sílaba del nombre del pibe. Para robar alguna bicicleta, escribía "dar una vuelta a la manzana". Cuando las órdenes eran más complicadas partía las palabras, las mezclaba y le ponía números para su lectura. "Remontar la manzana verde porque J. 8 descubrió el arco dado vuelta". Luego quemaba los papeles. En líneas generales me hacía entender sin dificultad. No existían en aquellos años cosas demasiado complicadas. El mundo era ese barrio chato con casas a medio construir y la cancha en el descampado para jugar al fútbol o escaparnos a la hora de la siesta. Todo se podía. Nadie usaba la palabra discriminar. No existía.
En los fondos de la iglesia organizábamos campeonatos para ver quién se quedaba con la hermana mogólica del Coco Garibaldi. El que llegaba más lejos tenía derecho a toquetearla y a llevársela atrás de la casa parroquial y metérsela entre las piernas. Ella babeaba y se divertía como si estuviera saltando con la soga. Cuando ganaba el Coco -casi siempre, porque tenía un pito largo y finito de anguila-, le tocaba al Coco. Como era mogólica, no era una hermana. Mi padre algo sospechaba, porque a veces bromeaba con que yo y mis amigos tendríamos que estar denunciados por infancia. Pero nunca se metía en serio en mis asuntos.
Una de las cosas que más me apasionaban eran sus libros de Medicina. Buscaba detalles y enfermedades relacionadas con mi problema, pero jamás llegaba a comprender gran cosa. Estaban escritos en un lenguaje muy difícil y todo lo que lograba era leer por aproximación, ubicando el área de Broca y la cisura de rolando como si fueran las placas de una falla geológica que me atravesaba uno de los hemisferios cerebrales. Escribía cisura y me figuraba una grieta, en el diccionario decía algo así. También descubrí que había otra cisura, la de silvio, pero como el médico no la había mencionado yo la anotaba con minúscula. Y descubrí incluso que la fisiología de esa zona tenía que ver con la química del cerebro o con lo que los libros llamaban la neurotransmisión y los impulsos cerebrales. A los doce años creí entender que mi falta de voz no sólo se debía a un problema en el área de Broca, sino que la falla se originaba en alguna interferencia del sistema que impedía la transmisión. A tientas iba siguiendo esas pistas, como un juego del tesoro pero en la cabeza. Claro que a esa altura Rolando iba en mayúsculas.
A los cuatro meses dejé de tomar la medicación. Entendí que no la necesitaba y que había otros caminos para volvera hablar. Los genes que heredé de mi padre hicieron el resto. Eso sumado a lo que tanto él como mi madre me reprochaban en tono cariñoso. "Es muy ingenuo", decían. Constantemente me lo marcaban, pero con dulzura, sin reproches. Ser ingenuo está lejos de ser idiota. Mi tía Sonía afirmaba en cambio que era mejor ser ingenuo que mal hablado, pero yo era peor: ingenuo y mal escrito.
Un poco antes de quedarme mudo habían llegado al barrio las primeras antenas de televisión. Fue todo un acontecimiento. Es algo que tengo muy grabado porque lo primero que se me ocurrió fue aprovechar el sistema invisible de las imágenes para recuperar la voz. Cosas de ingenuo: como las ondas que viajaban por el éter llegaban con sonido, me dije que si lograba captarlas en el cerebro yo también tendría la posibilidad de hablar. Éter era otra de las palabras de moda. Estaba tan entusiasmado que no se me ocurrió pensar que si el experimento tenía éxito, lo único que podría repetir sería la programación entera del canal 7, con publicidad y todo. En aquel tiempo había una propaganda de la Chica Trineo. La Chica Trineo soplaba por el agujero de una pastilla de menta y salían pelusas. "Pica pica Picanola", decía. La plata de los vueltos se me iba entera en las pastillas Picanola, las compraba por docenas. El cerebro me funcionaba como una pantalla, veía a la Chica Trineo hasta en sueños; también me imaginaba submarinos raros y los dibujaba, con planos y medidas; a veces se me daba por inventar armas atómicas o trampas subterráneas para cazar mujeres imposibles como la Chica Trineo y experimentar con sus cuerpos. "Tiene una imaginación frondosa", decía mi padre con algo de orgullo. Pero la verdad es que a las ideas más científicas las sacaba de las "Mecánica popular" del ingeniero Behrenz, que vivía a dos cuadras de casa. Fue el primero en armar televisores y colocar antenas de televisión en el barrio. Él me las prestaba.
El asunto de las ondas electromagnéticas lo consulté con él. Behrenz andaba siempre con un amperímetro en el bolsillo y tenía teorías raras acerca de las ondas electromagnéticas que, afirmaba, partían del núcleo terrestre y nos atravesaban cada cuatro o cinco metros. Nadie podía esquivarlas. Él me había dibujado un globo terráqueo con las ondas invisibles que alteraban nuestra personalidad. Era como una rayuela, pero más inteligente y complicada. Cosa de hombres. Cuando se me ocurrió la idea, la escribí en un papel de astrasa del almacén y le hice pregunta: "¿Sirven las ondas electromagnéticas para hablar?". La leyó muy interesado. Al final, dijo:
-Puede ser, pibe, a lo mejor, quién te dice- y rió con una risita corta. Pero enseguida, bastante más serio, repuso-: los grandes inventos nacen de ideas locas.
Las palabras de Behrenz me animaron. A los dos días estaba colgado del cable de la antena de la casa de los dueños de los helados Laponia, unos italianos que dormían en un chalet enorme a dos cuadras de casa. La mujer del dueño de los helados Laponia tenía las tetas en punta de Gina Lollobrigida, pero yo me concentré nada más que en recibir las ondas electromagnéticos del canal 7 para lograr sonido. Corté los dos polos del cable de la antena que bajaba de la parrilla y a uno lo abrí y estiré hasta conectarlo y pegármelo con cinta adhesiva al cuero cabelludo del remolino de la cabeza, que era donde mejor conectaba. Al otro polo lo pelé y lo retuve en la boca, apoyado en la punta de la lengua. No sentí nada, salvo el riesgo de quedar calvo antes que mi padre. Lo pensé, pero no me importó. Estuve así cerca de dos horas, hasta que en el patio de la casa de los dueños del helado Laponia apareció el italiano y me empezó a insultar y a tirar piedras. Los chillidos de mono lo asustaron, porque salió corriendo y volvió con una escopeta.
Cuando al otro día el matrimonio se apareció en casa, mi padre los recibió con una sonrisa tranquilizadora:
-El chico es mudo -dijo-, pero tiene iniciativa.
No sé cómo hizo, pero al poco tiempo yo recibía baldes de helado de chocolate y vainilla de regalo. Ese era el don de mi padre. Mi madre en cambio los tiraba a la basura, decía que mi padre andaba con la italiana de las tetas despampanantes y que el dueño de los Laponia era un cornudo. Mi padre reía y aullaba como un condenado al final del pasillo. "Hijo -decía en medio de algunas frases robadas al Eclesiastés-, tu madre es buena pero un poco descentrada". En las noches de verano nos sentábamos en la puerta de casa a mirar las estrellas y a comer helado hasta el fondo del tarro. Cada tanto pasaba un tranvía y yo sentía el rumor sordo de las vías durante las curvas o los chisporroteos de la vara del troley cuando se desprendía y estallaba en destellos de luz. Entonces no me daba cuenta de lo lindos que eran esos momentos. Mi padre mentía, inventaba nombres de constelaciones que sólo él veía y que yo confirmaba. "Aquel grupo de estrellas se llama Rolando -decía señalándolas-, y son potentes y nunca van a declinar". Yo buscaba formas parecidas a la mía, pero sin suerte. Él afirmaba que el universo guardaba un secreto mudo que la expansión constante iba descifrando muy paulatinamente, pero que aún no estábamos en condiciones de interpretar. Yo lo entendía a la perfección.
A las pocas semanas de que me detectaran la mancha en algún lugar del área de Broca me llevaron a un centro neurológico en la capital para sacarme radiografías y hacer estudios más complejos que incluían mapeos y cortes cerebrales. El médico era un profesor que le habían recomendado a mi padre en el Patronato del Leproso. "Una eminencia", me susurraba cada tanto, para darme ánimo. Después de los estudios, el hombre les explicó a él y a mi madre que lo que habían encontrado en el área de Broca probablemente no fuera suficiente para explicar mi afasia. "Podría haber una lesión -dijo-, pero es tan ínfima e imperceptible que ni yo me animo a llamarla así". Luego dijo que los estudios no eran concluyentes y mencionó la nitidez con que se advierten algunas equimosis en la corteza cerebral, a diferencia de la mía. Y agregó: "Probablemente sea una afasia transitoria". Cuando mi padre quiso indagar en el probablemente, el médico miró al techo y dijo: "Tampoco hay que descartar los factores psicológicos". De aquella entrevista aprendí más cosas: la palabra afasia, el uso de los adverbios relativos como probablemente, y que había una sustancia gelatinosa de Rolando que yo imaginaba un flan Ravana por donde crecía un tubérculo ceniciento llamado de Rolando también. Al tubérculo lo clasifiqué en la variedad de las papas. Pero ceniciento era un color médico.
Volvimos a casa en silencio. Durante el viaje en tren mi madre había llorado contra la ventanilla. Mi padre en cambio insultaba en voz baja y hablaba de hechiceros y cosas que yo no entendía. A la noche, cuando discutieron, fue menos claro: "Un psicólogo no me parece conveniente, son puro blef". Busqué blef por todos lados y no la encontré. Lo que más cercano me sonaba era el libro del Cordon Bleu, pero era de cocina. A la mañana, cuando le pregunté qué quería decir blef, me sacó el lápiz , tachó blef y escribió "bluff". Y agregó: "puro grupo, hijo, una mentira". Pero el criterio de mi madre se imponía por sobre cualquier juicio de mi padre.