martes, agosto 07, 2007

Espera la primavera, John Fante

Por Juan Terranova


Si hoy los lectores del español podemos acceder a la obra de John Fante, esto se debe a, en primer lugar, la insistencia con que Charles Bukowski lo citó como su referente ineludible y, en una segunda pero no menor instancia, al oído comercial de Jorge Herralde, mítico editor del sello catalán Anagrama. Bukowski y Fante fueron, de hecho, contemporáneos y afines en muchos sentidos. Uno murió en 1994, el otro en 1983, y ambos pasaron sus vidas en la Costa Oeste. Insistir en sus coincidencias es, entonces, ir con el viento. Por otra parte, la diferencia sustancial de sus mundos narrativos es menos frecuentada.
Si bien ambos contaron su propia existencia con o sin alter egos, narraron historias simples y potentes, y son paradigma de la fusión de vida y arte en la desgracia, mientras Bukowski había nacido en Alemania y fue rápidamente emigrado por sus padres a los Estados Unidos, Fante era hijo de italianos. En él, la religión católica persiste como una duda –¿existe Dios?– y es estigma de una minoría en una nación protestante. En Bukowski, todo se funde en un único rechazo capitalista que destroza a los que no quieren o no pueden integrarse. De allí que Fante narre los cimientos agrietados de un mundo en descomposición, mientras Bukowski vuelve una y otra vez a las escandalosas hilachas de la descomposición.
Italoamericano. Al oeste de Roma, compuesta por la novela breve Mi perro idiota y el cuento largo La orgía, es un claro ejemplo de esta diferencia. San Jenaro, el patrón de Nápoles, aparece, por caso, en las dos historias tanto o más que la ciudad eterna. En Mi perro idiota, Roma resuena en la cabeza de Henry Molise –al igual que Fante, un escritor y guionista con problemas de inserción– como una fantasía erótica lejana que no se extingue. El fracaso profesional es llevadero con la ayuda del gobierno: “(...) directores huraños y agresivos, actores de carácter impecablemente trajeados, todos avanzando en las tres colas entre ingenieros electrónicos, agricultores y científicos deseosos de contar que habían participado en el proyecto Apolo”. Pero la familia, parada en la bisagra generacional de los años 70, es algo que el protagonista no termina de entender. Por un lado, cambiaría a sus cuatro hijos por “un Porsche nuevo, incluso por un MG TC”; por otro, cuando finalmente abandonan la casa californiana de Point Dume, su vida se vuelve vacía y sólo la relación con un perro vagabundo bautizado Idiota parece fondearlo en el mundo. Lejos de los solitarios y ácidos borrachos de Bukowski o Carver, entonces, la familia disfuncional de Mi perro idiota está más cerca de los gregarios borrachines de Cheever.
Por su parte, La orgía es un crudo relato de iniciación. El narrador tiene diez años, su padre es albañil y trabaja con otro italiano que es ateo. Un día heredan una mina de oro. Su madre odia al ateo y la mina de oro resulta ser la excusa de algo mucho más complejo que la promesa de una vida mejor. Esta vez, Fante describe la clase trabajadora en forma directa, sin la sombra de la lucha de clases, y arma un fino retrato de los años 20 donde el trabajo manual era la sal de la vida y el revés de la trama incluía borracheras condimentadas con el despunte de alguna perversión menor. Y entre el hormigón y los ladrillos, el interlocutor es el Dios cristiano que pone pruebas y acepta desafíos. La practicidad residual católica aparece todo el tiempo: “Alguien habrá ahí arriba con ganas de echar una mano a vuestro padre”, dice el albañil cuando piden que recen por el oro.
Tetralogía. Si Bukowski tuvo a su Henry Chinaski, cartero, apostador y, por supuesto, guionista de cine, Fante confeccionó, en Arturo Bandini, su reflejo biográfico que había llegado a California desde los Abruzos y odiaba la nieve. La saga de sus novelas incluye Pregúntale al polvo, Camino a Los Angeles, Sueños de Bunker Hill y Espera la primavera, Bandini, un título con música italiana. En la Argentina, el platense Gabriel Bañez fue uno de los pocos escritores que entendieron a Bandini y en darse cuenta de que Fante no sólo resistía la traducción al español sino que se enriquecía con los equívocos del traslado, porque su esencia estaba en otra parte y no en los remilgos del lenguaje.
No sería difícil recorrer el rosario de los escritores y poetas de la Costa Oeste que recibieron su influencia y terminaron por aceptar el mote de “realismo sucio”. Pero ¿quién fue John Fante? ¿Por qué su obra merecería ser leída hoy? Su virtud principal fue la austeridad y la capacidad innegable para retratar la vitalidad de los marginados sin caer en miserabilismos excesivos. Un día se cuenta en una página. Un encuentro amoroso en dos. Una discusión, en media. No hay más información y no se necesita más. En junio de 1979, Bukowski escribió un sentido prólogo a Pregúntale al polvo. Ahí decía que Fante hacía que las palabras fluyeran y que, lejos de la tramposa prestidigitación de los que escriben sin tener nada que decir, mezclaba el humor y el sufrimiento con una sencillez soberbia. No se equivocaba.

lunes, junio 04, 2007

El país de novela

Por Omar Genovese

Cultura, de Gabriel Bánez

“Escriba, Ibánez, escriba”. Así se inicia esta novela, con una frase que proviene de todo pasado y futuro: Mortifica Gabriel Bánez a su i-Bañez, cifra imaginaria en que muta la voz del escritor mientras elabora un estilo. El autor es todas las voces (un yo de dos caras, funcionarios, compañeros de trabajo…), satirizando al espacio de la cultura como bien político, en que la discursividad globalizada ha dejado míseros a todos. Ni bien comenzamos a caer en el enredo de conversaciones y situaciones desmadradas, insólitas, confrontando teorías y dislates, es donde el relato nos hace cómplices, y leemos espiando la forma de escribir, por encima de su hombro, con él, disfrutando.
Lejos de construir una teoría, Báñez ejerce con firmeza y autoridad una crítica práctica, con aire de simulado descuido, observando el fenómeno cultural de los últimos veinte años. En el espacio de la novela todo se reduce a un Centro Cultural, ombligo imaginario de saberes, nutriente político y rédito de unos pocos, que se relaciona con la politica en la sigla utilitaria –el nombre-, con que las organizaciones agotan todo proyecto, abortando cualquier pensamiento creativo. No hay zapatillas y tampoco libros, solo especulación (como la financiera, que efectivamente pauperizó), en un recorrido de personajes, e intereses tan insólitos como hilarantes. Gabriel Bánez parece no tomarse en serio como escritor, burlarse de sí disociándose, pero tal artificio depara una sorpresa tras otra. En la pasión de su escritura sugiere cierta autodeterminación del autor político, por fuera del marketing desaforado, y por qué no, luchando contra los aculturados que detentan el poder. En las aguas de Cultura existen tanto la navegación curiosa como la respiración hipocondríaca. Sus treinta capítulos conforman una incisión feliz en el improvisado y manoseado cuerpo de la institución cultural argentina, velada por la sombra del desinterés social. La sensación honesta no es otra que Bánez ha escrito algo más que una novela, consumó un acto de sabiduría que emana exquisito humor e inteligencia.

viernes, abril 27, 2007

Sangre de utilería

A propósito de modas, raros y "tuttologos"

(para Yiye Di Carlo y Miguel Angel Muñoz)

Cuando a Italo Calvino le preguntaron qué autores él celebraba con más fervor, no dio una lista muy grande, ni siquiera dio una lista, apenas mencionó una categoría: "aquellos escritores irregulares", dijo. Para Calvino, "irregulares" significaba fuera del canon, inclasificables o raros, escritores que estaban al margen de las corrientes y las modas. Luego mencionó como inclasificable o raro a un autor rioplatense: Felisberto Hernández.Sin duda -como bien señala Alejandro Toledo en un ensayo sobre los "raros"-, en la historia de la literatura (si es que tal historia existe) siempre ha habido una estirpe de escritores dispuestos a no dejarse arrear por las modas o los tildes de la época y por completo ajenos a los reflectores, a las declaraciones y a las tendencias. Son autores que escapan a cualquier taxonomía académica y que, por ello, aparecen ante los ojos del resto como marginales o periféricos.Se ha creado otra cadena de sinónimos -sigo a Toledo-, y bien podríamos hablar de la palabra "cronopio" instalada por Julio Cortázar, o de la mismísima "raros", término usado por Rubén Darío para el título de un libro de 1896 (Los raros) que tenía nada menos que a Lautréamont y a Verlaine como ángeles tutelares. Ese libro -cito- tuvo una edición parisina de 1905, con un comentario de Camille Mauclair -él mismo un raro- titulado "El arte en silencio". Va un fragmento: "La rareza -dice- puede ir de la mano con el ejercicio de un arte silencioso, es decir, en contra de una normalidad estridente que habría que precisar o delimitar".En verdad que la oposición de un "raro" es el estridente. Pero los estridentes no son aquellos que gritan, sino que, sin gritar o vociferar, pueden arreglárselas muy bien para figurar en el ranking de los más citados o aludidos. Las industrias editoriales, bien lo sabemos, trabajan sin sobresaltos con los estridentes posicionados en este ranking del consumo, por tanto, además de aparecer regularmente en los medios, es de rigor y culturalmente correcto -por no decir políticamente-, que sean referenciados por la crítica a través de la presión publicitaria que ejercen las mismas empresas editoras. Aunque, por supuesto, hoy la palabra de un escritor -el que sea-, está devaluada ante cualquier declaración con plumas.Juan Emar, un notable "raro" chileno, señaló en su momento que el desinterés de su escritura era el motivo de su entusiasmo. A él no le importaba nada. Para Cortázar, había una oposición más tajante: de un lado los cronopios, del otro los "famas", individuos a los que les gusta mostrarse como escritores profesionales, dar entrevistas y conferencias, participar de cuanto evento se les cruce, aparecer como lúcidos especialistas de no importa qué con tal de hablar. Hay quienes de la nada de su obra han construido, en mérito a su habilidad social y a las aceitadas relaciones públicas y de pares, un prestigio. Prestigio es una palabra bizarra en las marquesinas de la literatura.Hoy sin embargo y en un peldaño más arriba que los estridentes están los "tuttologos", nombre que se le da en Italia a los opinadores profesionales. Escritores, periodistas, intelectuales (o no) que de la opinión han hecho un medio de figuración y hasta de vida. Pueden opinar del fundamentalismo religioso, del peligro de algunas dietas, del último libro de Ma Jian o W.G.Sebald, del cambio climático, del calendario Maya o de la actividad sexual de los ácaros. Da lo mismo. En Argentina se los conoce como opinólogos, y están en casi todas las agendas de los productores periodísticos por cuanto pueden opinar muy bien -y con aparente fundamento- sobre cualquier cosa. La profesión de opinólogo -ridiculum vitae de muchos- ya debería incluirse en el post grado de algunas carreras.En la orilla de los no estridentes los nombres abundan en silencio. Provisoriamente y junto a Felisberto uno podría citar a Macedonio Fernández, al propio Roberto Arlt, a Wilcock, Néstor Sánchez, Porchia, Levrero, Droguett, Lascano Tegui, Gombrowicz en su momento, incluso Filloy, el colombiano José Félix Fuenmayor, Manuel del Cabral, el peruano Harry Beleván, el mismísimo Rulfo, Monterroso y hasta el primer Arreola, etc. Se me olvidan demasiados: la lista sería tan inagotable y arbitraria como esperpéntica y subjetiva; los voy anotando al vuelo, errática y tendenciosamente, sin orden ni consenso, imposible consignarlos a todos. Tampoco debe pensarse, como acertadamente subraya Alejandro Toledo, que la oscuridad primera es el caldo de cultivo que garantiza la inmortalidad de un autor; o llegar a la peligrosa conclusión de que la ausencia de cualquier forma de éxito significaría la segunda gloria póstuma. No. En rigor, son los figurantes quienes construyen los altares canónicos, mal puede un no estridente estar pendiente de esta posibilidad. A propósito, un buen indiferente era el norteamericano Ring Lardner, también el genial Buzzati, Aub, la propia y exquisita Willa Cather, y hasta John Fante pese a la porfía de su genial Bandini. Son muchos en cada ámbito, legiones por cierto. Lo concreto es que asoman siempre como personajes permanentemente desclasificados de los mapas literarios y, más allá de la valoración de su obra, acaso ajenos a intereses de poder y de terceros. Claro que muchos "raros", con el paso del tiempo, son convalidados por el resto y dejan de serlo; por lo general, cuando su vitalidad creadora ya ha dado lo que tenía que dar.Pero nada puede generalizarse, todo es relativo, y tampoco faltan los ejemplares de "indiferentes" que premeditadamente intentan parecerlo para fabricar su marketing al revés, algunos de ellos esforzados "autores de culto", pynchonianos de segunda mano. Vocación inversa a la del tuttologo, aunque con fines más o menos parecidos. Es extraño: en el mundo del arte nadie es lo que parece ni, menos, lo que cree ser. Sangre de utilería, precisó Mishima, y me quedo con esa magistral definición. Al fin de cuentas, vuelvo a citar: "parece inverosímil el autor al que no le interese el busto en el parque para comodidad de las palomas".

viernes, abril 06, 2007

Cristóbal Colón era negro

A propósito de la polémica con ciertas palabras en el Congreso de la Lengua

Una maestra contaba hace un par de meses lo que para ella fue una anécdota inolvidable en el aula: puestos a dibujar y colorear a Colón con las tres carabelas en su llegada a América, uno de los alumnos dibujó un Colón negro. Ni mulato ni morocho, el Colón del pibe era negro carbón. La maestra lo llama y le pregunta por qué lo había dibujado de ese color. El chico, muy sensatamente, le responde: "Porque Colón era negro". La mujer vuelve a la carga para saber de dónde había sacado semejante disparate y el pibe, muy suelto de cuerpo, le contesta que del libro de texto. "No puede ser", dice ella. El chico saca el libro, busca la página, y le lee: "Cristóbal Colón, ese oscuro navegante genovés..."A veces las anécdotas se imponen con tanta fuerza como los propios usos del lenguaje. No hace falta que el diccionario convalide o no el empleo de una palabra, de una expresión o de un neologismo para que el lenguaje, orgánico y cambiante como un organismo vivo, lo acepte y adapte al uso. Son los hablantes quienes confirman o no la vitalidad de un vocablo o una voz. Las recientes polémicas desatadas en el Congreso de la Lengua revelan hasta que punto, a veces, el rigorismo a ultranza (no los académicos) intenta sobreponerse al uso común. Aunque la palabra "negro" haya estado objetada, hay que decir que sexo y raza, por citar sólo dos condiciones, no siempre vienen acotados por la estricta acepción que se le confiere al término. Un gesto mínimo puede cargar peyorativamente un vocablo que en el diccionario aparece como neutral. Una interpretación diferente (¿y cuál no lo es?), lo mismo. El chico que interpretó a Cristóbal Colón negro leyó "oscuro navegante" en función de la piel del descubridor y no de sus orígenes. Pulverizó el supuesto eufemismo y fue directamente a la palabra. Como sea, intentar una normativa en este terreno es inútil. Decían los hermanos Ortega y Gasset -y en esto coincidían ambos- que la función hace al órgano y que son los diccionarios los que corren detrás de las palabras, nunca al revés. Por lo mismo, pretender como pretenden algunos que se empleen a pie juntillas los géneros correspondientes es, además de trabajoso, inocuo. "Los hombres del mundo han rechazado la carrera armamentista de las grandes naciones" es un enunciado que contiene tanto a hombres como a mujeres. Como decir "los individuos de tal nación no aceptan la discriminación". No parece necesario aclarar los tantos. Sería absurdo recurrir a "los individuos y las individuas de tal nación no aceptan la discriminación". En rigor, el feminismo como movimiento tiene muchas causas valiosas aun por las que luchar como para prestarle atención a los lugares que van detrás de la coma, por decirlo en sentido figurado. Caso contrario, y aunque suene ridículo, terminaremos aludiendo al feminisma. Tampoco estaría de más recordar que el nazismo cuidó escrupulosamente los modos y usos del lenguaje y terminó "depurando" personas de todo género. Lo que muchos ignoran: también produjo un "holocausto idiomático" sin precedentes.Don Víctor García de la Concha, el director de la Real Academia Española, se la debe ver en figurillas ante las polémicas y los recientes reclamos de cambio. Con buen criterio, el hombre estará pensando que se le viene la noche de color. Es lógico, primero se la agarran con el "negro", luego vienen por el género, más tarde vendrán por mí, se habrá dicho. No es tema menor el de este ilustrísimo académico, no aquí al menos en donde Don Víctor García debe responder a sus más profundas e incuestionables raíces de etimología hispánica.

Rubias no tan tontas

A propósito de "Rubias peligrosas", de Jean Echenoz

Parece que existe en las rubias peligrosas una profunda conciencia de su particularidad. Esta sensación de ser especiales, de constituir el producto de una mutación, un fenómeno genético y hasta una catástrofe natural, puede incitar a una puesta en escena de sí mismas". La observación corre por cuenta de Salvador, uno de los personajes de Rubias peligrosas (Anagrama), la novela de Jean Echenoz (1948) que pone en escena las convenciones de la novela policial y del cine de suspenso (homenaje a Hitchcock incluido), para darle brillo intenso a una historia que combina elementos bizarros con cómic, algo de vaudevil y humor con toques negros. Pero la combinación de Echenoz sólo se pone en marcha cuando incorpora un último y valioso elemento: el imprevisto, imprevisto que tanto puede surgir del cambio inesperado de las acciones como de un detalle tan categórico como inútil; por ejemplo, los cinco mil hectolitros contenidos en las cisternas de ese edificio negro y blanco por donde camina el propio personaje, dato oculto y aleatorio que nada añade pero que opera como factor de irritabilidad para espolear la lectura. Nada nuevo, pero sí efectivo. Echenoz conoce todas las técnicas de la narración y las despliega desembozadamente para que el lector las observe, elija y se sienta halagado. No hago trucos –parece insinuar-, muestro lo que otros ocultan, ya no hay magia.En Rubias peligrosas, en efecto, el recurso consiste en desmontar el truco y enseñarlo. La puesta en escena de sí mismas que denuncia Salvador con respecto a las rubias, la hace Echenoz con el escritor que escribe esta historia plagada de rubias cinematográficas, de clisés que se autodestruyen y de diálogos certeros, inesperados y muy imaginativos. El argumento es un recurso de maquillaje que el novelista expone para que lo sigan un rato: una productora televisiva tiene en carpeta montar un programa con retazos de películas célebres de rubias más célebres aún para despertar a la adormilada audiencia. Jean Harlow, la Bardot, Doris Day, Kim Novak, Marilyn, Marlene Dietrich, íconos y estereotipos a los que se suma Gloire S., una francesa ignota pero rubicunda en sus amores, cuyos amantes, sin excepción, terminan más trágica que dramáticamente, por lo que luego de una muy breve estancia entre rejas, la muchacha retorna a la vida pop y varios detectives comienzan a seguirla. La persecución de Gloire es otro de los recursos que Echenoz mejor trabaja técnicamente a través de la tensión y la peripecia, ese enrarecimiento de la trama que parece próximo a ordenarse pero que jamás se ordena. La promesa de aclaración del enigma –como en todo policial- resulta atractiva, pero aquí la parodia al thriller consiste en ver cómo aparecen los imponderables y cómo se suceden, siempre o casi siempre por la vía del absurdo, aunque jamás del imposible. En una sola obra (Al piano) Jean Echenoz empleó el recurso fantástico y no le funcionó, al menos de un modo tan efectivo. Aquí en cambio, como en Me voy, los guiños tienen el blanco de la cultura pop y el homenaje irónico a sus heroínas (¡ay ese dato fatalmente cursi en el color del pelo!). La dosis de azar que el francés interpone en sus textos, aunque no lo dice ni lo insinúa, es clave para salir de los hoy ya remanidos "cruces" narrativos y para releer a un colega suyo, verdadero maestro de escritores, F. Durrenmatt, autor que sin duda el francés ha leído hasta el hartazgo pero cuyos trucos, al menos por el momento, no tiene interés en develar. Al menos no en público. Es que algunas tinturas -como las imitaciones- son peligrosas.

La trinchera de Teresa en Malvinas

Con la madre que todavía espera a su hijo "muerto en combate"A 25 años de Malvinas, mientras en Londres se llevan a cabo los actos de conmemoración a los caídos en la guerra y la memorabilia de los ingleses se anuncia en forma de monedas y merchadising, en Abasto, una pequeña localidad semi rural cercana a La Plata, Teresa Gamalero de Hornos guarda una secreta e íntima convicción: que Carlos Alberto Hornos, su hijo, regrese con vida del frente. Un cuarto de siglo después, la crónica de Teresa en la trinchera.

Teresa Cristina Gamalero de Hornos, madre del soldado Carlos Alberto Hornos, guarda todo lo de su hijo: pantalones, medias, calzado, fotos, cartas y camisas limpias y planchadas. Cada cosa la acomoda escrupulosamente en un placard, en bolsas de nylon, debajo de su propia ropa. A los tantos meses repite el procedimiento: saca, lava, plancha y ordena con secreta prolijidad. Luego vuelve a guardar. Es una ceremonia tan íntima como prevenida. Su hijo cayó en combate el 13 de junio de 1982, pero el telegrama le llegó tres días después, el 16 de junio. Las pertenencias de Carlos Alberto son para persistir, no se desprende de ellas por nada del mundo. Pero no las atesora como si fueran parte de un recordatorio, tampoco para tenerlo más cercano y presente. Al contrario. "Las guardo para cuando él vuelva", dice con serena convicción.Carlos Alberto había nacido el 28 de diciembre de 1962, en La Plata, y su madre registra cada fecha con la misma precisión con que ha ordenado sus objetos para cuando él regrese a la casa de Abasto. "Lo reincorporaron el 9 de abril de 1982 -cuenta-, porque le habían dado la baja por casamiento, estaba en el Regimiento 7, así que el 8 de ese mes llegó el telegrama, el 9 se presentó y el 12 se lo llevaron para reincorporarlo. Fue la última vez que lo ví, apoyado contra el portón del Regimiento, ése que todavía está". Hace una pausa y agrega: "El nene, el hijito, tenía 4 meses cuando él se fue, hoy tiene 25 años, se llama como él, Carlos, pero Carlos Héctor". Luego aclara, por si quedara alguna duda: "Tengo además dos hijos y los quiero con el mismo amor, Julio César Hornos y Pedro Oscar Burgos, mi hijo del corazón".Teresa tiene 68 años y una mirada digna, fuerte. Desde hace años trabaja en el Instituto Gambier de Abasto. Cuando recuerda a Carlos lo hace con la precisión y naturalidad de una semana atrás. Pero han pasado veinticinco años : "Esa noche cuando llegó el telegrama estaba jugando a las cartas, no necesitó abrirlo, como que lo esperaba. Cuando lo leyó, dijo: `vamos a matar monos´. Fue un chiste, para que yo no me preocupara. Era un muchacho muy alegre, trabajador, hacía turnos en una carnicería despostando, también le gustaba mucho la carpintería, arreglar muebles, mi hermana todavía tiene la cama que él le arregló, le cambió una pata". La hermana de Teresa, Irma, escucha el relato y asiente. Su marido, Juan Carlos Jara, hace lo propio: "Carlos era un chico buenísimo, muy serio, formal, si él decía a tal hora vuelvo, él volvía, yo era su padrino y ella, mi mujer, la madrina". Teresa los escucha en silencio, parece ordenar y llevar el flujo del relato: "Me dejaba todo escrito, en cartitas, `Mamá, estoy en tal lado´, ponía; o `Ya vuelvo´. Era muy apegado a mí -recuerda-, muy cariñoso, cómo sería que a veces yo le mentía y le decía tal o cual cosa para poder irme, sino él se preocupaba, vivía cuidándome, protegiéndome. Y siempre papelitos, cartitas, los dejaba por todos lados para que yo supiera y me quedara tranquila", repite, mientras con la mirada recorre el contorno de la mesa como buscando alguno de esos mensajes invisibles. La carta más visible, sin embargo, sigue doblada en su dormitorio. En un cuarto de siglo casi no ha vuelto a leerla. Allí, muy escuetamente, le anuncian que Carlos Alberto ha muerto en combate.Se queda unos segundos en blanco, luego se levanta y acerca a la mesa fotos. Están sueltas pero en estricto orden: algunas son de la escuela, de cuando estudiaba en el colegio de Romero; otras de San Miguel del Monte, en plena campaña, cuando del Regimiento 7 lo llevaron para la instrucción militar; en una está firmando en el registro civil, es el día del casamiento; en otra aparece con la que fue su mujer, Hilda Pezzolano, junto a una prima. Se casó a los 19, Hilda tenía 15. "Una nena", dice Teresa, mientras despliega las fotos en abanico y abre las cartas de su hijo en el centro, bajo ese paragüas imaginario. Abre todas menos una. "Ellos dicen eso, que murió combatiendo, pero es lo que ellos dicen", se convence con un gesto de incredulidad. Aquel Carlos de 19 años hoy ya tiene dos nietos y la que fue su mujer, Hilda, seis hijos. Pero la joven nunca se volvió a casar. Teresa continúa: "Un día yo iba caminando por Romero y lo vi en un puesto de diarios, estaba en la foto de la revista `Diez´, de fajina, con otros compañeros, en las islas". La familia y los vecinos compraron varios ejemplares, pero ella no llegó a leer la nota, no quiso. Su hermana, la tía de Carlos, tampoco.El día que Carlos recibió la citación para reincorporarse, Teresa tuvo un mal presentimiento. Pero no lo pudo poner en palabras. Su madre, la abuela de Carlos en aquel entonces, fue en cambio categórica: "Que no vaya, dijo mi madre, yo me quedo con él, yo lo escondo, y a él lo miró fijo y le dijo `Yo te voy a esconder, Tin´. Todos le decíamos Tin. Pero a él no se le ocurrió ni por asomo no presentarse, ve lo que son las cosas, otros no se presentaron y no les pasó nada, él cumplió con la Patria y pasó lo que pasó, no está". Teresa es de pocas palabras, pero las emplea con cuidado: no dice `murió´, dice `pasó lo que pasó´. Los Jara recuerdan perfectamente el día infausto del telegrama. "Teresa estaba trabajando en la Cocina del hospital de Melchor Romero y con mi marido no nos animábamos a avisarle -cuenta Irma-, fue durísimo, un golpe terrible, todavía la estoy viendo, no sé cómo sacamos fuerzas para poder decirle; para la abuela fue peor, ella tenía 82, después de ese día ya nada fue igual". Teresa interrumpe a su hermana: "El día 13, para mí, es un día maldito". Lo dice con serena impotencia, pero también con un destello de bronca de la que nunca, bien lo sabe, se va a desligar: "No me entregaron nada de él, nada, ni una ropa o una carta o sus cositas, nada de nada, ni siquiera el anillo de recién casado que se llevó escondido porque no podía cargar con cosas de valor, nada recuperé, esos milicos inmundos...Yo fui y pedí, rogué y nada, lo único que me dieron fueron siempre las mismas palabras: `Murió en combate´.Si hay un calvario más allá de la muerte, ese calvario tiene forma de ausencia en la incertidumbre. ¿Qué es morir en combate cuando nada lo confirma?. A Teresa jamás la convencieron esas lacónicas palabras que decían, siguen diciendo, muerto en combate, al contrario, la animaron aún más para preguntar, investigar, viajar incluso y hablar con ex compañeros de su hijo, Carlos "Tin" Hornos, un pibe flaquito, clase 62, nacido justo en el Día de los Inocentes y a quien, como en un mal sueño o en una burla de las fechas, ella aún espera verlo aparecer por el frente de esa casa prolija y de entrada baja de la calle 517, en Abasto, para escucharle decir: `Soy yo´. ¿Delirio de cumpleaños o una broma del destino para los inocentes que murieron combatiendo? ¿Es la inocencia entonces la que debe hacerse valer, o, en todo caso, la angustia, el dolor y ese imposible de tantos años de espera convertidos en imposible milagro? Lo más doloroso: ¿quién puede negarle algo si ella, aun hoy, continúa aferrada a esa única y remota posibilidad ? Sin golpes bajos, la historia es sencilla, contundente: Teresa, la madre de Carlos Alberto Hornos, clase 62, muerto en combate el 13 de junio de 1982, en Malvinas, todavía espera a su hijo. "Va a volver", dice, y lo dice tan de adentro que uno debe callar y mirar para otro lado.Lo que los entrevistados narraron a continuación es el relato secreto de un caso jamás aparecido en los medios pero que a Teresa -¿y a cuántas otras madres en su misma o similar condición?-, acaso le haya servido o le siga sirviendo de argumento para mantener en pie eso llamado fe, esperanza o resignación que nunca termina de resignarse del todo, como en este caso. Es la historia negra de toda tragedia, la historia oscura de una guerra que el tiempo va deformando, amparando y haciendo crecer en forma de relatos, leyendas, versiones urbanas o de suburbio, para luego convertirse en razón fidedigna de vida. No circulan gratuitamente, quienes las repiten las repiten como en oración y letanía para aferrarse y poder continuar. ¿Salvavidas de plomo? Es más que probable, pero tanto Teresa como su hermana Irma y su esposo Juan Carlos dan fe de que en 1990, ocho años después de concluida la guerra, en la vecina localidad de Lisandro Olmos, apareció un joven, un ex soldado que había sido dado por muerto y desaparecido en uno de los combates en las islas. "Se tapó todo, no se dejó que los medios se enteraran -afirma Juan Carlos-, porque el padre, al verlo con vida, se pegó un tiro, se suicidó". Tal cual. Puede ser desconcertante el argumento, pero resulta tan austero y fascinante como ese jugador de Chéjov que va al casino de Montecarlo, gana una suma millonaria en la ruleta, luego se retira a su casa y va y se pega un tiro. "No, no y no -insisten los tíos de Carlos-, el caso es bien conocido aquí, es cierto, ese muchacho estuvo internado durante muchos años en un neuropsiquiátrico en Chile y nadie sabía nada; después de ocho años de dado por muerto, volvió". Esa es la historia, la presunta actitud del padre suicidándose es un iceberg que reflota, cada tanto, la versión del soldado aparecido en la localidad de Olmos. "No es el único caso -agrega Teresa-, también aquí, en Abasto, hubo uno muy comentado. Pero fue de un pibe que estuvo desaparecido menos tiempo, no fue tanto", señala. "Como a los dos años apareció, dicen", acota Irma.Durante semanas que fueron meses Teresa se iba sola en su bicicleta a espiar por los alrededores del Neuropsiquiátrico de Romero. Se acercaba al cerco perimetral, hablaba con alguno de los internos y luego volvía. A los dos o tres días repetía la rutina con la misma firmeza. Después dejaba pasar un par de semanas e insistía, pero por otra zona del hospital. Deambulaba por los fondos, más allá de la vía, por Urquiza. Melchor Romero es como una ciudad. Irma lo cuenta así: "Se iba sin decirnos nada, pero es cierto, durante mucho tiempo en Romero había tiendas de ex combatientes, ella lo buscaba, hablaba con uno, con otro. Los soldaditos estaban tan mal que ni se querían sacar la ropa, seguían con las pilchas de combate..." Hace una pausa, mira a su hermana, y prosigue: "Otra vez sin decirnos nada se fue al Borda, se metió en los pabellones y empezó a buscarlo como desesperada. Pasa que le dijeron que en el Borda también había ex combatientes, chicos que quedaron mal y que ni sabían cómo se llamaban". Teresa la interrumpe: "Va a volver, estoy segura". Juan Carlos mira al cronista y añade: "No se crea, no es que esté mal, para nada, pasa que ella no se quiere convencer".El vía crucis de la madre de Carlos Hornos no se detiene allí. Cada tanto, ante la mínima versión, sale de su casa furtivamente y corre al encuentro de esa infinita posibilidad. Jamás desatendió su trabajo en el Instituto Gambier, sin embargo. "No nos avisa -dice su hermana-, se escapa sin avisarnos". Teresa viajó dos veces a Malvinas para dar con el cuerpo de Carlos, en una ocasión no pudo llegar. En el siguiente viaje logró desembarcar y revisar palmo a palmo las tumbas del cementerio. "No estaba Carlos, no había ninguna cruz con su nombre", admite. Cuando se le recuerda que muchos cuerpos están enterrados sin nombre, replica: "Sí, claro, eso ya lo sé. Pero yo hablé con muchos soldados y a uno que fue su compañero, de apellido Méndez, le pregunté y me dijo que lo que ocurrió fue que Carlos y otros tres un día salieron de la trinchera para buscar comida y nunca volvieron porque habían pisado una mina. Tenían hambre, por eso salieron. Ese día uno de los que murió se llamaba Boscovich. A la tumba de él la encontré en el cementerio -reconoce-, pero de Carlos nada y Méndez me dijo que en el lugar de la explosión no se encontró nada tampoco, ningún resto, y eso que él volvió al lugar y estuvo como dos días buscando...Y Méndez bien que lo conocía, dormían espalda con espalda para soportar el frío, sabía hasta lo que llevaba puesto, pero no, no encontró nada..."Versiones de versiones: hoy y como desde hace veinticinco años atrás Teresa relee una de las cartas de su hijo enviada desde el frente, todavía tiene marcas del barro malvinense en el papel y la suma de las prevenciones para su madre y su esposa en letra muy clara y levemente inclinada hacia la derecha: " (...)estamos con frío, hace mucho frío, pero yo te pido que esto no se los digas porque tienen que estar tranquilas, para que no se preocupen vos deciles que todo está bien..." (el fragmento es de una carta enviada a su tío Coco). Otra carta, dirigida a Hilda, su mujer, empieza así: "Esta carta es para mi muñeca..." Teresa toma las cartas y las dobla. Las sabe de memoria. Podría decirlas de corrido, pero en su fuero más íntimo y aunque parezca una locura ella entiende que algún día no muy lejano,quién sabe, las va a volver a leer junto a su hijo. "Yo lo espero", repite. Hay noches en las que lo ve en sueños. "Muy clarito lo veo -asegura-, en uno de esos sueños lo descubrí con un brazo lastimado, sangrando, entraba por la puerta del frente y me sonreía. En otro sueño lo ví como enojado, de la mano de una chica, no sé..." El calvario de esta mujer de 68 años no se detiene; no se va a detener nunca, en realidad. Ha ido a consultar tarotistas y videntes. Una de las últimas le aseguró con alevosía que estaba con vida, pero lejos, viviendo con una familia de viejitos. "Eso fue antes -explica con calma-, ahora a esas cosas ya no les llevo el apunte". Sin embargo, la porfía es mayor. "Usted no se imagina -interviene la hermana- ha ido a todos los neuropsiquiátricos de acá y de Buenos Aires y más, hasta a Trelew se fue porque nos enteramos que allá tenían a uno de los chicos con la cara toda desfigurada, nos dijeron que estaba internado y ella se fue". Teresa hace un gesto con las manos: "Me dijeron lo de siempre, que no lo buscara más, que había caído en combate". Pero la hermana agrega: "Sí, y el oficial con el que habló fue una porquería, le contó que encontraron un pie y un bota, pero no, son mentiras, ni encontraron ni dijeron nada cierto..."Por momentos el presente se mezcla en el relato de las hermanas y es como si Malvinas fuera un tiempo verbal estático, tan congelado en el dolor como en la impotencia. Cuando en 1983, se restituyó la democracia y el Dr. Alfonsín asumió la presidencia, la angustia de la familia Hornos no sólo subsistió, sino que se hizo más honda aun. "Desmalvinizar" es una palabra que les produce rechazo, un insulto. "Ni me diga", dice Irma. Teresa luego termina de ordenar las fotos, separa algunas para acompañar la nota, y comenta: "La placita de Abasto lleva su nombre, Carlos Alberto Hornos -repite orgullosa-, tenía una placa, pero se la robaron, ¿Puede usted creer? ". Cómo no creerle. Durante la guerra el país estaba disociado entre la patología social de espectáculos culturales y deportivos por un lado; y, por otro, de Bahía Blanca hacia abajo, en la sangría de un país que al Sur sufría la suerte de miles de adolescentes embarcados en una guerra extraña, alabada y enferma. "Vamos ganando". ¿Por mucho? La consigna deportiva acompañó el retorno de los soldados y, como genuinos derrotados, sufrieron las consecuencias de la iniquidad, el desprecio y el olvido. Los intelectuales no hablaron de Malvinas, estaba mal. Mal visto. Territorio de la hipocresía más inconmensurable, hoy, a veinticinco años de una guerra absurda propiciada por una recua ignorante y golpista, la épica de Malvinas sigue en pie, sin embargo: en sus soldados muertos, en los suboficiales y oficiales caídos en batalla, en los ex combatientes y en sus peregrinajes infamantes a que también los sometió una sociedad civil que, aunque duela reconocerlo, prefirió el rechazo antes que admitir su propia condición ante la "deshonra" de la derrota.Quizá por todo esto y por mucho más, la madre de Carlos Hornos hoy no tiene ninguna duda, está consciente y bien lúcida cuando insiste: "Va a volver, estoy segura". Lo repite en voz baja, para sus adentros. Inútil insistirle sobre los 700 muertos argentinos y, de ellos, sobre los más de 120 que no han podido ser identificados en el Cementerio Argentino de Puerto Darwin. "Sólo conocidos por Dios", rezan las cruces, en inglés. El Estado nacional abandonó tanto a unos como a otros, hoy el camposanto es ruinas y desolación. Por eso, las cosas no han cambiado mucho en un cuarto de siglo. Lo que ella no permitió que se escribiera para la posteridad en la placa robada de la plaza de Abasto y jamás repuesta -"Murió en combate"-, es precisamente lo que se va a permitir en estos días, cuando los discursos sobre los veinticinco años de Malvinas decaigan y la retórica de la inconsecuencia retome el lugar del olvido: volver a buscarlo. Es una cruzada personal impenitente, digna. Obsesión, dirán algunos. Quizá. En todo caso pujar de madre. "Después de que pase todo esto voy a ir a Luján, tengo que ir a Luján", se convence con algo de fervor y emoción contenida. No a rezarle a la Virgen. O sí, hay un milagro pendiente. Pero primero lo primero: dirigir sus pasos hacia Open Door. Sucede que semanas atrás le llegaron versiones de que en el instituto neuropsiquiátrico de la zona podría estar internado Carlos; por supuesto, bajo otro nombre, muy cambiado, sin tener conciencia de su pasado y en completo estado de enajenación. ¿Un imposible o desatino? Es lo de menos, ella va a intentarlo. No sabe cómo, pero una vez más, como tantas otras veces, va a ingresar en los pabellones y va a recorrer uno a uno los rostros de los internos hasta dar con el de ese chico flaco, chistoso y responsable, que le dejaba por todos los rincones de la casa papelitos con mensajes: `Má, fui a Malvinas, no te preocupes que ya vuelvo'. Es la trinchera de Teresa. No la quiere -no la puede- abandonar y está en todo su derecho.

domingo, marzo 04, 2007

La cisura de Rolando - Cap. III

No hablar fue toda una novedad y una ventaja. Entre mis amigos del barrio pasé a ser más importante incluso, y como las cosas que tenía que decir empecé a anotarlas, primero en papelitos y luego en la libreta, la mayoría estaba pendiente de mis mensajes. Comencé a tener cierto poder a través de ellos, como si la palabra escrita fuera más importante. Los pibes me rodeaban y esperaban con ansiedad el final de cada frase. "El Chuso es un hijo de puta, hay que cagarlo a palos", escribía. Más que comunicarme, dictaba sentencias que los demás corrían a ejecutar. Era lindo. Aunque más de una vez alguna madre golpeó la puerta de casa con su hijo apedreado o lastimado para acusarme. Los demás podían hacer barrabasadas, como decía mi madre, yo en cambio no tenía escapatoria: la letra me delataba. Así fue como con los más amigos ideamos un sistema para nombrar las cosas importantes sin tener que nombrarlas. El código nos daba impunidad, que era una de la cosas más emocionantes en aquel entonces. Si yo escribía "remontar el barrilete", eso quería significar que había que "reventar a alguien", porque reventar y remontar hacían la misma música. Cuando el "barrilete" era "rojo", el designado para recibir la golpiza tenía nombre que empezaba con la sílaba ro. Robertito, por ejemplo. Si escribía "patear al arco", era que había que "apedrear alguna casa", cuando la casa tenía determinado color, eso la diferenciaba del resto por la sílaba del nombre del pibe. Para robar alguna bicicleta, escribía "dar una vuelta a la manzana". Cuando las órdenes eran más complicadas partía las palabras, las mezclaba y le ponía números para su lectura. "Remontar la manzana verde porque J. 8 descubrió el arco dado vuelta". Luego quemaba los papeles. En líneas generales me hacía entender sin dificultad. No existían en aquellos años cosas demasiado complicadas. El mundo era ese barrio chato con casas a medio construir y la cancha en el descampado para jugar al fútbol o escaparnos a la hora de la siesta. Todo se podía. Nadie usaba la palabra discriminar. No existía.
En los fondos de la iglesia organizábamos campeonatos para ver quién se quedaba con la hermana mogólica del Coco Garibaldi. El que llegaba más lejos tenía derecho a toquetearla y a llevársela atrás de la casa parroquial y metérsela entre las piernas. Ella babeaba y se divertía como si estuviera saltando con la soga. Cuando ganaba el Coco -casi siempre, porque tenía un pito largo y finito de anguila-, le tocaba al Coco. Como era mogólica, no era una hermana. Mi padre algo sospechaba, porque a veces bromeaba con que yo y mis amigos tendríamos que estar denunciados por infancia. Pero nunca se metía en serio en mis asuntos.
Una de las cosas que más me apasionaban eran sus libros de Medicina. Buscaba detalles y enfermedades relacionadas con mi problema, pero jamás llegaba a comprender gran cosa. Estaban escritos en un lenguaje muy difícil y todo lo que lograba era leer por aproximación, ubicando el área de Broca y la cisura de rolando como si fueran las placas de una falla geológica que me atravesaba uno de los hemisferios cerebrales. Escribía cisura y me figuraba una grieta, en el diccionario decía algo así. También descubrí que había otra cisura, la de silvio, pero como el médico no la había mencionado yo la anotaba con minúscula. Y descubrí incluso que la fisiología de esa zona tenía que ver con la química del cerebro o con lo que los libros llamaban la neurotransmisión y los impulsos cerebrales. A los doce años creí entender que mi falta de voz no sólo se debía a un problema en el área de Broca, sino que la falla se originaba en alguna interferencia del sistema que impedía la transmisión. A tientas iba siguiendo esas pistas, como un juego del tesoro pero en la cabeza. Claro que a esa altura Rolando iba en mayúsculas.
A los cuatro meses dejé de tomar la medicación. Entendí que no la necesitaba y que había otros caminos para volvera hablar. Los genes que heredé de mi padre hicieron el resto. Eso sumado a lo que tanto él como mi madre me reprochaban en tono cariñoso. "Es muy ingenuo", decían. Constantemente me lo marcaban, pero con dulzura, sin reproches. Ser ingenuo está lejos de ser idiota. Mi tía Sonía afirmaba en cambio que era mejor ser ingenuo que mal hablado, pero yo era peor: ingenuo y mal escrito.
Un poco antes de quedarme mudo habían llegado al barrio las primeras antenas de televisión. Fue todo un acontecimiento. Es algo que tengo muy grabado porque lo primero que se me ocurrió fue aprovechar el sistema invisible de las imágenes para recuperar la voz. Cosas de ingenuo: como las ondas que viajaban por el éter llegaban con sonido, me dije que si lograba captarlas en el cerebro yo también tendría la posibilidad de hablar. Éter era otra de las palabras de moda. Estaba tan entusiasmado que no se me ocurrió pensar que si el experimento tenía éxito, lo único que podría repetir sería la programación entera del canal 7, con publicidad y todo. En aquel tiempo había una propaganda de la Chica Trineo. La Chica Trineo soplaba por el agujero de una pastilla de menta y salían pelusas. "Pica pica Picanola", decía. La plata de los vueltos se me iba entera en las pastillas Picanola, las compraba por docenas. El cerebro me funcionaba como una pantalla, veía a la Chica Trineo hasta en sueños; también me imaginaba submarinos raros y los dibujaba, con planos y medidas; a veces se me daba por inventar armas atómicas o trampas subterráneas para cazar mujeres imposibles como la Chica Trineo y experimentar con sus cuerpos. "Tiene una imaginación frondosa", decía mi padre con algo de orgullo. Pero la verdad es que a las ideas más científicas las sacaba de las "Mecánica popular" del ingeniero Behrenz, que vivía a dos cuadras de casa. Fue el primero en armar televisores y colocar antenas de televisión en el barrio. Él me las prestaba.
El asunto de las ondas electromagnéticas lo consulté con él. Behrenz andaba siempre con un amperímetro en el bolsillo y tenía teorías raras acerca de las ondas electromagnéticas que, afirmaba, partían del núcleo terrestre y nos atravesaban cada cuatro o cinco metros. Nadie podía esquivarlas. Él me había dibujado un globo terráqueo con las ondas invisibles que alteraban nuestra personalidad. Era como una rayuela, pero más inteligente y complicada. Cosa de hombres. Cuando se me ocurrió la idea, la escribí en un papel de astrasa del almacén y le hice pregunta: "¿Sirven las ondas electromagnéticas para hablar?". La leyó muy interesado. Al final, dijo:
-Puede ser, pibe, a lo mejor, quién te dice- y rió con una risita corta. Pero enseguida, bastante más serio, repuso-: los grandes inventos nacen de ideas locas.
Las palabras de Behrenz me animaron. A los dos días estaba colgado del cable de la antena de la casa de los dueños de los helados Laponia, unos italianos que dormían en un chalet enorme a dos cuadras de casa. La mujer del dueño de los helados Laponia tenía las tetas en punta de Gina Lollobrigida, pero yo me concentré nada más que en recibir las ondas electromagnéticos del canal 7 para lograr sonido. Corté los dos polos del cable de la antena que bajaba de la parrilla y a uno lo abrí y estiré hasta conectarlo y pegármelo con cinta adhesiva al cuero cabelludo del remolino de la cabeza, que era donde mejor conectaba. Al otro polo lo pelé y lo retuve en la boca, apoyado en la punta de la lengua. No sentí nada, salvo el riesgo de quedar calvo antes que mi padre. Lo pensé, pero no me importó. Estuve así cerca de dos horas, hasta que en el patio de la casa de los dueños del helado Laponia apareció el italiano y me empezó a insultar y a tirar piedras. Los chillidos de mono lo asustaron, porque salió corriendo y volvió con una escopeta.
Cuando al otro día el matrimonio se apareció en casa, mi padre los recibió con una sonrisa tranquilizadora:
-El chico es mudo -dijo-, pero tiene iniciativa.
No sé cómo hizo, pero al poco tiempo yo recibía baldes de helado de chocolate y vainilla de regalo. Ese era el don de mi padre. Mi madre en cambio los tiraba a la basura, decía que mi padre andaba con la italiana de las tetas despampanantes y que el dueño de los Laponia era un cornudo. Mi padre reía y aullaba como un condenado al final del pasillo. "Hijo -decía en medio de algunas frases robadas al Eclesiastés-, tu madre es buena pero un poco descentrada". En las noches de verano nos sentábamos en la puerta de casa a mirar las estrellas y a comer helado hasta el fondo del tarro. Cada tanto pasaba un tranvía y yo sentía el rumor sordo de las vías durante las curvas o los chisporroteos de la vara del troley cuando se desprendía y estallaba en destellos de luz. Entonces no me daba cuenta de lo lindos que eran esos momentos. Mi padre mentía, inventaba nombres de constelaciones que sólo él veía y que yo confirmaba. "Aquel grupo de estrellas se llama Rolando -decía señalándolas-, y son potentes y nunca van a declinar". Yo buscaba formas parecidas a la mía, pero sin suerte. Él afirmaba que el universo guardaba un secreto mudo que la expansión constante iba descifrando muy paulatinamente, pero que aún no estábamos en condiciones de interpretar. Yo lo entendía a la perfección.
A las pocas semanas de que me detectaran la mancha en algún lugar del área de Broca me llevaron a un centro neurológico en la capital para sacarme radiografías y hacer estudios más complejos que incluían mapeos y cortes cerebrales. El médico era un profesor que le habían recomendado a mi padre en el Patronato del Leproso. "Una eminencia", me susurraba cada tanto, para darme ánimo. Después de los estudios, el hombre les explicó a él y a mi madre que lo que habían encontrado en el área de Broca probablemente no fuera suficiente para explicar mi afasia. "Podría haber una lesión -dijo-, pero es tan ínfima e imperceptible que ni yo me animo a llamarla así". Luego dijo que los estudios no eran concluyentes y mencionó la nitidez con que se advierten algunas equimosis en la corteza cerebral, a diferencia de la mía. Y agregó: "Probablemente sea una afasia transitoria". Cuando mi padre quiso indagar en el probablemente, el médico miró al techo y dijo: "Tampoco hay que descartar los factores psicológicos". De aquella entrevista aprendí más cosas: la palabra afasia, el uso de los adverbios relativos como probablemente, y que había una sustancia gelatinosa de Rolando que yo imaginaba un flan Ravana por donde crecía un tubérculo ceniciento llamado de Rolando también. Al tubérculo lo clasifiqué en la variedad de las papas. Pero ceniciento era un color médico.
Volvimos a casa en silencio. Durante el viaje en tren mi madre había llorado contra la ventanilla. Mi padre en cambio insultaba en voz baja y hablaba de hechiceros y cosas que yo no entendía. A la noche, cuando discutieron, fue menos claro: "Un psicólogo no me parece conveniente, son puro blef". Busqué blef por todos lados y no la encontré. Lo que más cercano me sonaba era el libro del Cordon Bleu, pero era de cocina. A la mañana, cuando le pregunté qué quería decir blef, me sacó el lápiz , tachó blef y escribió "bluff". Y agregó: "puro grupo, hijo, una mentira". Pero el criterio de mi madre se imponía por sobre cualquier juicio de mi padre.

sábado, febrero 10, 2007

John Fante y Karl Kraus

Hilvanes y costuras pifiados

En una vieja Selecciones del Reader's Digest volví a la buena escritura. Digo escritura por lectura; digo escritura, no literatura. Es decir, la errónea, imperfecta y anárquica mueca que el lenguaje le dedica a la letra escrita, a esa norma de la imprenta consagrada por terceros. Raro: leyendo ese relato perdido de John Fante, recordé frases sueltas y aforismos de Karl Kraus ("La palabra tiene un enemigo: la imprenta. Le es a la idea orgánico no resultar comprensible a un lector de hoy. Si tampoco es comprensible para un lector de mañana, tendrá la culpa una falsa manera de leer...) El relato de Fante tiene más de 50 años, una traducción improbable (no se consigna traductor, ¿hace falta?) y, para mejor, es una condensación que la propia revista ha hecho de Full of life, relato desconocido del creador de Bandini. Algo así como el resumen Lerú de una ficción inhallable en castellano. Bien lejos del canon. La otra falla virtuosa asoma desde el título: el Reader's Digest tradujo Full of life con el encanto de la época: Rebosante de vida. Vuelvo a Kraus: "...También habría que pensar que las erratas, cualesquiera sean, son molestias nada importantes que no impiden la información del lector. Ni agujerean el tema, ni quiebran la tendencia..." La versión de Selecciones tiene la precaria belleza de las costuras rápidas y comienza con un agujero también, pero nada metafórico: cuando John Fante, escritor y autor de guiones, encuentra que a las 9.27 de la mañana del 18 de marzo, su mujer, Emilia, ha caído en un agujero gigante que se ha abierto en la cocina de su casa en Hollywood. El inmenso hueco lo han abierto las termitas. Que son termitas y nada más que termitas, eso. El escritor llama a su padre, Nicolás, que vive en San Juan, localidad del Valle del Sacramento, para que intervenga a fin de arreglar el desastre. Nicolás es el mejor albañil de toda California. El padre llega, jamás arregla el agujero, pero construye una tan imponente como inútil chimenea a leña en el hogar de John y Emilia. Mientras leía, Kraus seguía filtrándose al bies en algunos pasajes ("no hay original, si es mejor la copia") y tenía la sensación de estar leyendo un genuino Fante, de segunda o tercera mano quiero decir, tan vertiginoso como el guionista a sueldo que supo ser. Por los remiendos y costuras respiraba el mejor JF, superior incluso al de Sueños de Bunker Hill, tan fallido como intenso. El relato autobiográfico no cuenta gran cosa. O sí, pero el lenguaje va construyendo a través de la sostenida acción lo que decimos pensamiento porque, como advierte Kraus, "el lenguaje es la madre del pensamiento": el vínculo padre-hijo, el embarazo de Emilia, la felicidad de las cosas mal construidas o defectuosas, como la propia escritura. Retomando a Kraus: "Las termitas son las palabras, lo tienen que devorar todo". No hay duda: esta doble mención amorosa a Fante y a Kraus es una falla, un capricho personal o, mejor, una impostación. Pero hay demasiados engendros que no funcionan. ¿Con los zurcidos pifiados empieza algo distinto?. Ojalá. ¿Se notan los hilvanes?. Mejor. Es un despropósito zurcir Fante con Kraus. Termino con éste último: "A veces doy importancia a que una palabra me interpele como una boca abierta; y pongo entonces dos puntos. Me harto luego de esa mueca, y vuelvo a cerrar con punto final".(El relato de Fante lo obtuve de Soledad Franco, quien lo recibió de su padre, quien lo recibió de su abuelo Gabriel, vulgata de vulgatas inmejorable)

Kosinski y los fractales

Una anécdota irracional de mi padre

Casi tres semanas antes de suicidarse, Jerzy Kosinski le envió en respuesta a mi padre una carta de página y media en la que rechazaba de plano su teoría de los fractales aplicada a algunos de sus libros. Mi padre era ingeniero matemático y devoto de los fractales ya que, según él, reproducían matemáticamente "las hermosas anomalías del universo con certidumbre específica". Mi padre hablaba inglés correctamente y algo de alemán, pero su pasión eran los números, los conjuntos y aquellos símbolos matemáticos que permitían establecer secuencias dentro del caos. Los fractales eran un verdadero pasatiempo para él. "Las nubes son fractales, las montañas, los ríos", repetía, como si con ello pudiera dar una versión mensurable a una noción tan compleja. Después de su muerte -la de mi padre-, me interesé por los fractales. Fue entonces cuando llegué a corregir el término. Yo hablaba de fractales como si fueran números. No lo eran. En realidad, la dimensión de un fractal no es un número entero sino un número generalmente irracional, algo así como un ente geométrico infinito. Un Monstruo, en una palabra, nacido de iteraciones de funciones complejas. Eso que se repite, pero idéntico a sí mismo. No llegué a interpretar gran cosa, apenas que la geometría fractal brinda descripciones matemáticas adecuadas para fenómenos naturales.Mi padre había leído con mucho esmero un par de obras de Kosinski, en especial Pasos y El pájaro pintado, y por un inmigrante polaco radicado primero en Argentina y luego en Estados Unidos, logró vincularse con el escritor nacido en Lodz. El amigo de mi padre y Kosinski eran vecinos, ambos vivían en Manhattan. El asunto fue que por intermedio de este hombre, mi padre mantuvo un breve intercambio epistolar con el autor de Desde el jardín, breve pero intenso, ya que fueron tres cartas las enviadas y tres las respondidas. Con mucha cordialidad, mi padre le expuso al escritor su excéntrica teoría: según él, tanto Pasos como El pájaro pintado reproducían de forma sutil y convincente la noción de los fractales; es decir, la de modelos infinitos comprimidos de alguna manera en un espacio finito. En la primera, mi padre le subrayaba pasajes de Pasos en los que el modelo "bellísimo y matemático" se condecía con la estructura narrativa de la obra, "fragmentada, es decir, fractal", según le hacía ver. De las tres enviadas, dos cartas, casi idénticas, alcancé a leer. Del novelista llegué a leer sólo la tercera y última. En la segunda, relativa a El pájaro pintado, mi padre le reiteraba su hallazgo con estas palabras: "Los episodios del personaje en medio de los horrores de la Guerra constituyen y se replican infinitamente en un espacio topológicamente definido". Luego le planteaba su criterio exponencial del término "Guerra"y se extendía sobre su concepción matemática del Monstruo y de la mención que la novela hace de Jerome Bosch (Hyeronimus Bosch), en cuyo tríptico de "El juicio final" el pintor le dedica un fragmento al Monstruo con un cesto. A continuación hacía hincapié en consideraciones específicas de los modelos en la dimensión de Hanssdorf-Besucovic. Jamás alcancé a leer las respuestas a esas dos primeras cartas, pero sí la última, fechada el 12 de abril, del escritor. En ella Kosinski hablaba de la geometría fractal y del empleo del modelo matemático para ser aplicado tanto a complicadas formas de la naturaleza como a cuestiones más complejas, incluso. Rechazaba de plano que sus libros tuvieran alguna aproximación a esa geometría, pero, como al pasar, mencionaba en cambio la noción del suicidio, insoluble a nivel filosófico, según decía, aunque quizá derivada de una iteración de funciones que "puede gozar de autosimilitud a cualquier escala". Fue una alusión que me llamó la atención. Jamás alcancé a leer la tercera carta de mi padre, ¿había hablado en ella del tema del suicidio? Me pareció raro. Unos pocos días después Jerzy Kosinski se suicidaba. Eso fue el 3 de mayo de 1991. Mi padre murió tres meses más tarde, acaso replicando o reproduciendo el modelo empleado por el escritor para alejarse de esta teoría de conjunto llamada mundo. Fue una duda que siempre me quedó.En aquellos años seguí leyendo a Kosinski. Busqué en otras obras suyas -El árbol del diablo, Cita a ciegas, Cockpit y Pinball (la más floja, sin duda)- similitudes con la probablemente descabellada teoría de mi padre. Nada. Tampoco las encontré en las novelas en las que él decía basar el modelo fractal. Acaso el Chance de Desde el jardín, trivializado de tantas maneras comparativas, se acercaba módicamente a la idea paterna: la del Monstruo que se replica infinitamente con sus limitaciones terrestres a través de la pantalla. Pero era un poco tirada de los pelos.Los conjuntos matemáticos, tanto como la impostación, fueron las otras grandes pasiones de Jerzy Kosinski. También el polo. Se había graduado en la facultad de Lodz cursando estudios en Física y Matemáticas. Muchas y contradictorias versiones han circulado acerca de su vida y de su obra. Algunas oscuras. Ninguna tan irracional como la de mi padre.

El museo de los esfuerzos inútiles

A propósito de publicar, leer y trascender

En uno de sus más logrados textos, el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid habla sobre Los demasiados libros. Con este sencillo título el escritor alude tanto a la inutilidad del libro como objeto de exhibición del saber (del enciclopedismo a los Círculos de Lectores), como al concepto libro en tanto ícono de prestigio cultural. Pero Zaid va un poco más allá. Se toma algunos tramos del ensayo para hablarnos de un hecho sintomático de estos tiempos: la pasión expositiva de muchos por convertirse en escritores antes que en lectores. Ecuación de la modernidad que expresa un desplazamiento histórico: de refugiarse en la lectura al muy actual encanto de mostrarse, ser leído. Se prefiere escribir cualquier cosa antes que la tarea y el placer intelectual de leer a otros. Zaid menciona de paso la falta de autocrítica por las cantidades desbordantes de títulos que aparecen en el mercado sin la más mínima exigencia de calidad. De todos modos, bien sabemos que ni es ardua ni es pasiva la lectura, sino algo peor e imperdonable en este mundo de hoy: anónima.Se trata de una inversión de términos, de un salto. ¿Cuantitativo o cualitativo? Muchas son las razones por las cuales parece preferible escribir a leer. Una de ellas, acaso la más extendida en el lugar común del inconsciente colectivo, nos advierte que no dejaremos huella de nuestro paso por estas tierras si antes no hemos convalidado el aserto estúpido de haber plantado un hijo, escrito un árbol, tenido un libro. No importan las cláusulas ni el orden: en cualquiera es imbécil. Zaid ve en esta tendencia de "los muchos libros para nada" un síntoma compulsivo de la época de la imagen: necesidad de figurar, ansiedad por el protagonismo, etc.Recientemente, en Barcelona, el crítico Diego Gándara me acercó vía mail un magistral sustituto expresivo acuñado por su mujer para estos publicadores sin juicio demasiado exigente: "los tala árboles", les llama ella. La industria editorial vuelca millones de toneladas anuales en papel de celulosa que, convertido en libro, finalmente los propios autores terminan distribuyendo o regalando entre amigos y conocidos. Productos que no han pasado por ningún filtro de selección editorial o de asesoría crítica pero que cumplen con el ominoso encanto de satisfacer el ego de sus autores. Tan sólo eso. En la imagen de la mujer de mi amigo la compulsión resulta directamente proporcional: "A más árboles talados, más vanidad".Hace ya muchos años Etiemble publicaba registros de la cantidad de libros que se editaban sólo en Francia y traducía esos números en árboles hachados. Las cifras eran estremecedoras. El libro del pensador luego hacía hincapié en la depredación que "en nombre de la cultura" se estaba llevando a cabo en todo el mundo. Libros, decía Etiemble, que en cuestión de pocos meses pasan al olvido. Mientras el planeta se degradaba, las cifras de la producción y del consumo cultural revelaban -y revelan- un creciente y a veces falaz optimismo. Suicidio feliz que expresa la altiva singularidad de la cultura libresca, aunque son detalles que casi nadie se ocupa en registrar. ¿Objeción? Etiemble hacía su objeción desde las páginas de un libro.Por evolución tecnológica y no por suerte, la computadora y los sistemas digitales han abierto un panorama alentador. Ya no es necesario papel para imprimir libros horribles, malos, innecesarios. Tampoco para imprimir los buenos, excelentes y necesarios. Aunque las áreas destinadas a la producción de papel son hoy por hoy producto de la reforestación y no de la tala indiscriminada, las variedades rápidas que se emplean en reforestar -bien que se sabe-, acidifican los suelos y lo degradan a ritmo vertiginoso. Igual o peor que desmontar. Claro que en contra del maravilloso soporte informático y de la impresión virtual aun persisten quienes se aferran al objeto libro con romántica nostalgia. Seres sensibles y posesivos, anclados en la peor expresión Gutenberg: "Al libro tengo que tocarlo". ¿Las ideas son inasibles? El sentido del tacto dice que no.En una inteligente nota de contratapa de "Perfil", semanas atrás Damián Tabarovsky mencionaba a quienes sueñan con la posteridad y terminan olvidados entre los anaqueles de perdidas librerías. "Los escritores sueñan con la posteridad, es casi un lugar común. Pero la posteridad es fantaseada como un éxito, una relectura masiva de su obra, una influencia decisiva sobre las siguientes generaciones (...)". La nota culminaba con aleccionadora ironía: mencionando ese instante mágico, eterno, en que se produce no tanto el hallazgo del objeto libro en un anaquel oscuro, sino cuando se establece el diálogo entre dos escritores que hablan de ese libro olvidado en el anaquel oscuro. Instante sublime y fugaz que dura lo que la conversación: cuando los escritores pasan a hablar de otro tema, el libro desaparece.Luis Chitarroni, en uno de los capítulos de su libro inédito Ejercicio de Incertidumbre, cita a propósito una experiencia personal. "Cada vez con mayor asiduidad debo fruncir el ceño -dice-, ante la abundancia de gente que presenta originales de novelas". Y se pregunta si ese ejercicio superfluo de posteridad no tendrá que ver con el género novelístico. Es lo que sugiere la tendencia: de la enorme cantidad de libros que se escriben, el género novela -acaso el más arduo por extensión y tiempo de escritura- parece ser el preferido. El concepto del marketing novelesco abriga los sueños de trascender de muchos. Suponen, con probada ignorancia, que una novela es más importante que un libro de cuentos o que un solo poema; que doscientas páginas son más valiosas que una imagen exacta, que un buen parlamento o que una acertada definición. La cantidad y el formato rigen los ideales estéticos de algunos, como si una conciencia del packaging, no de Zeno, obrara sobre su escritura. ¿Absurdo?. "Publique usted su libro". No importa qué, publique. También en cuotas se puede ingresar al mundo de las letras. Lo que no está mal.Hoy -decía el mexicano Gabriel Zaid en tono de burla- es más la gente que escribe que la gente que lee. El placer de la lectura ya ha dejado de ser placentero: todos quieren demostrar aptitud, casi nadie está dispuesto a recibir conocimiento. ¿Es tan ardua la lectura de un solo y buen libro o es que han cambiado los modos de leer? ¿O será sencillamente que el hábito de la lectura no promete fama ni éxito? En todo caso, ¿a quién le importa expandir o corregir la experiencia personal cuando el mundo, a la vuelta de la esquina, nos ofrece la autoría, salir del anonimato?Todos sabemos las diferencias: una cosa son los publicadores, otra los autores y una muy distinta los escritores. En un ensayo de Pamela Paul aparecido semanas atrás en el Book Review del NYT, la autora hacía referencia a "la creciente fragilidad de ego" de la mayoría de los escritores jóvenes, más pendientes del "qué dirán de mí" que del "cómo he escrito mi libro". Y, aparte de los libros, hacía alusión a los blogs como el medio más eficaz y tentador para caer en la trampa del yo. Como sea, caben más preguntas. O una última: ¿se leen entre sí los escritores o únicamente lo hacen cuando alguien, otro escritor o crítico acaso, ha escrito sobre ellos en algún medio? Parafraseando un título de Cristina Peri Rossi: en el museo de los esfuerzos inútiles la necesidad de figurar ocupa un espacio relevante, de privilegio. A los costados de ese inevitable museo, los pasillos con las bibliotecas de los libros que jamás leeremos. La entrada es libre.

Depresión en espejo de tinta

A propósito de Esa visible oscuridad, de William Styron (1925-2006)

Hace un par de días, mientras andaba por nacionapache, me asomé a la ventana que Piro había abierto sobre la depresión. A la tarde de ese mismo día me enteré que William Styron (1925-2006) había muerto en Martha's Vineyard. Hice el vínculo de inmediato: Esa visible oscuridad. Es el texto menos conocido y difundido del norteamericano, célebre por La decisión de Sophie, La larga marcha y, en menor medida, por Tendidos en la oscuridad y Pabellón especial. Sin embargo, cuando lo leí a comienzos de los noventa, me impactó doblemente. Primero porque lo había encontrado en la biblioteca que había sido de mi padre en una casa abandonada. Segundo porque mi padre lo había marcado en aquellos párrafos con los que él creía identificarse. La creencia es marca de parentesco. Como fuera, hacía apenas unos meses que yo me había reencontrado con él -después de casi dieciocho años de no saber nada de su existencia o inexistencia-, y pasados esos pocos meses, nueve o diez, él ya había vuelto a desaparecer. Entonces definitivamente. Cuando me avisaron que había muerto, sentí al revés: que ya tenía padre para siempre. Al tiempo me enteré que durante esos dieciocho años en blanco había padecido de depresión. No una, sino muchas veces, aunque el animal interior de la depresión es siempre el mismo. Vuelve o vive agazapado.Buscándolo entre los libros encontré Esa visible oscuridad, con sus marcas y anotaciones. Lo leí de un tirón. Lo seguí leyendo al cabo de los años, lo releo cada tanto. Es brevísimo. Styron lo escribió después de padecer una profunda depresión que se le despertó a mediados de los ochenta. Estaba en París cuando empezó a sentir los síntomas: certidumbre por la enfermedad y extrañeza por un recuerdo que volvía a hacérsele presente mientras caminaba frente a un edificio de fachada gris. Lo que refiere luego es la crónica de una agonía, la despiadada y lúcida descripción de la patología en sus detalles más ínfimos: temor, inseguridad, dependencia. De los insomnios iniciales a la disgregación, Styron traza un arco hacia la caída de lo que él llama "el vórtice del sufrimiento". Estuvo a un paso del suicidio. Así cuenta su experiencia:"La depresión que a mí me postró no fue del género maníaco -la acompañada de cúspides de euforia-, que con toda probabilidad se habría presentado en una época anterior de mi vida. Contaba sesenta años cuando la enfermedad me atacó por primera vez, en la forma unipolar, que lleva directamente al derrumbamiento. Jamás sabré lo que causó mi depresión, como nadie sabrá nunca nada acerca de la suya. Es probable que el llegar a saberlo resulte siempre una imposibilidad, tan complejos son los entremezclados factores de química anormal, comportamiento y genética. En suma, intervienen componentes múltiples -quizá tres o cuatro, muy probablemente más-, en insondables permutaciones. Por eso la mayor falacia en lo que respecta al suicidio está en la creencia de que hay una respuesta única inmediata -o tal vez respuestas combinadas- en cuanto a la causa de su perpetración. La inevitable pregunta de ¿por qué lo hizo? conduce por lo general a extrañas especulaciones, en su mayor parte falacias también".Este párrafo lo había marcado mi padre y, al costado, un signo de admiración. Otro que había subrayado dice así: "No cabe duda que cuando uno se aproxima a las penúltimas profundidades de la depresión -que es cuando se comienza a poner en obra el suicidio-, el intenso sentimiento de pérdida se relaciona con una clara noción de que la vida se escapa de las manos a paso acelerado". Esa visible oscuridad lleva por subtítulo "Memoria de la locura". El testimonio del escritor es tan despiadado como magistral. Pocos libros deben dar cuenta de la enfermedad con la percepción y sensiblidad con que lo hace éste. Styron no se suicidó, lo sabemos, pero entre los autores que menciona en el texto cita a Camus, para quien el suicidio es el único tema trascendente que la Filosofía jamás logró resolver. Una llave acompaña la siguiente frase del capítulo seis, y al lado dos signos de admiración: "Un fenómeno que ha observado cierto número de personas al pasar por estados de depresión profunda es la sensación de hallarse uno acompañado por un segundo yo: un observador fantasmal que, no comprendiendo la demencia de su doble, es capaz de mirar con desapasionada curiosidad mientras su compañero lucha contra el desastre que se le avecina o decide asumirlo".Dos días antes de morir, mi padre me llama por teléfono y después de algunas trivialidades se despide teatralmente, parafraseando el título de otro libro, uno que jamás encontré en aquella biblioteca: "Es la ceremonia del adiós", dice, y larga una carcajada.La verdad, nunca terminé de creerle: siempre fue un tipo demasiado irónico mi padre. El libro de Styron lo editó Grijalbo hace ya más de quince años. La colección es "El espejo de tinta".

Viejitas bomba

Muchos se asombraron con el caso de la mujer de 80 años que se ofreció en Gualeguaychú como abuela-bomba para interceder en el conflicto de las papeleras con el Uruguay. No es el primer caso. La historia de la humanidad registra varios episodios relacionados con la actividad de ancianas-bomba, la mayoría de ellos prácticamente desconocidos. El primero del que se tienen algunos antecedentes es el de Anna Van Oreth, de 78, que se inmoló durante la guerra anglo-boer al pie del monumento a la Confraternidad en Church Square, Pretoria. Van Oreth era de Egoli (Ciudad del oro), hoy Johannesburgo, y su acción tuvo como objeto llamar la atención de las autoridades por el comercio ilegal de oro y la trata de blancas que tenía lugar en el puerto de Vredenburg-Saldanha. Con esos dineros se financiaba el militarismo creciente y la guerra que entonces desangraba al país. Anna Van Oreth se suicidó haciendo explotar varias cargas de dinamita cosidas a su falda. Hoy una pequeña placa en Church Square recuerda a la dinamitera con la leyenda: "Por la paz". En sus memorias, Alfred Nobel le rinde tributo.Otra de las ancianas que se hizo volar por entero fue Mèlitova Ajmárina, anciana estonia de 86 que llevó a cabo su cometido en disidencia con el "gobierno-títere" de su país ante las exigencias y restricciones que imponían a la población los representantes del gobierno sueco en Tallinn, la capital de Estonia. Mèlitova se estrelló contra la sede parlamentaria de la ciudad de Pärnu en un accidente que costó la vida de 4 personas. Al igual que Anna Van Oreth, la octogenaria también empleó dinamita, pero Nobel -probablemente por desconocimiento, no por desinterés- nunca la consignó en sus memorias. En Pärnu, la "ciudad amable" de Estonia, una de sus principales avenidas hoy lleva su nombre.La actividad de las abuelas-bomba casi no ha sido tenido en cuenta por sus semejantes, a no ser por las volátiles crónicas policiales de la época. Y aún, pese a ello, pronto han pasado al olvido. Incluso en sus respectivos países de acción ¿Por qué? Acaso por lo avanzado de su edad, quizá por prejuicio, ignorancia, o tal vez porque muchos consideran que inmolarse a una determinada altura de la vida no es tanto un hecho heroico o de entrega, sino un acto de lisa y pura senilidad. Nada más erróneo ni tendencioso. En Tirana, capital de Albania, Zelma Tolek, con 96 años, se convirtió en antorcha humana frente a un nutrido grupo de turistas japoneses en abril del 94 para protestar contra los últimos resabios del sistema comunista en su país. Zelma se roció con fueloil en la bella plaza Skandenber y al sofocado grito de "Albania libre" se prendió fuego abrazada al monolito fundacional de Tirana. Tardó en consumirse por el combustible empleado, pero en la ciudad de Vöre, en el distrito central del país, de donde Zelma Torek era oriunda, hoy su ejemplo es recordado a cien metros de la Torre del Reloj con una leyenda que reza: "Z.T., al calor de la libertad". Sus últimas contorsiones fueron captadas por las Minolta de los turistas japoneses.No son los únicos casos conocidos. Una gran variedad de viejas-bomba, en lugar de tejer mañanitas o de adormilarse frente a la televisión, ha optado por entregarse a la causa autoexplosiva con total esmero y dedicación. Muchas, por la edad, han fallado a último momento. Eso es sabido. O han demorado el trámite o se les ha confundido el color de los cables o, es comprensible, por el temblor no han podido activar el detonante. Cosas de la edad. En nuestro país, por cierto, casi no hay antecedentes. Casi, porque si uno rasca un poco enseguida llega la duda: ¿no hubo un jubilado allá por los noventa que protestó por sus condiciones de vida ahorcándose a la vista de todos? ¿En una plaza? ¿Y fue uno o más de uno? La memoria falla cuando se aplica a la tercera edad. De todos modos, nadie o muy pocos los recuerdan. Son casos aislados. Senilidad, por supuesto. Es lo que pasa con los más viejos. Como sea, dicen que la vocación bomba en el sector pasivo de nuestro país está cayendo en desuso. Mejor. Nadie quiere eso para los abuelos. Para peor, Pami jamás llegaría a cubrir los gastos.

Fenomenito

Dieciséis años después de su muerte, la obra del cubano Reinaldo Arenas continúa creciendo en prestigio. Recientemente, el director cinematográfico Manuel Zayas realizó "Seres extravagantes", un documental sobre la vida del escritor tomando como eje del film la voz del propio Arenas. "Mi nombre es Reinaldo Arenas. La primera novela que yo escribí se llama Celestino antes del alba..." Así comienza esta biografía fílmica del creador de El mundo alucinante, Antes que anochezca, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar, El color del verano, El portero, acaso su obra menos conocida, y otras. Hay aspectos difundidos de la vida del escritor que la película retoma con el agregado de nuevos testimonios, como cuando tuvo que huir de Cuba como un "marielito" o cuando fue encarcelado por el régimen castrista en "El Morro" por sus ilícitas "actividades inmorales y contrarrevolucionarias" . En el documental lo recuerda su tío, Carlos Fuentes, homónimo del hollywoodense aunque campesino él, un hombre sencillo que frente a cámara admite que su sobrino "siempre tuvo inclinación sexual distinta". Fuentes señala también que "Reinaldo ya de chiquito tenía la costumbre de escribir en los árboles, ésa era una manía en él" (muestra un árbol, pero desde la lectura se pueden ver todavía las marcas en Celestino antes del alba, también las hachas en abismo tumbando esos mismos árboles), aunque su gran búsqueda fue la de su padre. "Un hombre apuesto, alto, trigueño", a quien Reinaldo sólo vio una vez en su vida y a quien finalmente localizan en la película. La madre del escritor, Oneida Fuentes, brinda por cierto un testimonio tan sincero como parcial al confesar: "Yo nunca lo comprendí a él ni él logró comprenderme a mí", y añade: "En la familia no hay nadie que haya leído sus libros, no les gustan sus libros, no es lo que ellos esperaban que escribiera". Según la mujer su hijo llevó una vida muy amargada y "no fue capaz de entender la revolución, que lo ayudó mucho". La ayuda que le brindó la revolución fue encarcelarlo por su orientación sexual, instándolo a "reeducarse moralmente" y obligándolo a convertirse, como ha dicho Arenas en más de una oportunidad, en "una no persona".El documental nos recuerda la inicial adhesión del novelista a la causa revolucionaria y su casi inmediato desengaño. Reproduce en este sentido un discurso de Castro en el que habla de "cierto fenomenito extraño que se está dando en La Habana, sus protagonistas son elementos que atentan contra la obra del pueblo ya que hacen ostentación de sus desvergüenzas y son seres extravagantes...Que no digan luego que no estaban advertidos". La amonestación en tono de amenaza le sirve a Zayas para titular el film. Algunos de estos "extravagantes" participan en la película, como los escritores Antón Arrufat y Delfín Prats. Una intervención final de Prats, señala: "Para Oneida, la madre de Reinaldo, fue más duro leer su autobiografía que recibir la noticia de su muerte". En Antes que anochezca, por cierto, mejor que las anécdotas se leen el dolor filial y la segregación sexual que Arenas padeció toda su vida. Lo más significativo es que ambas cicatrices responden a una misma herida.Cuando Arenas fue expulsado de Cuba llegó a Miami. El régimen se liberaba de un grueso contingente de indeseables. Sus vínculos, sin embargo, estaban en Caracas. Por ese entonces La editorial Monte Avila, orientada por Juan Liscano, le publicaba alguno de sus textos, entre ellos el muy transparente y anárquico Celestino antes del alba. El sello también le brindaba ayuda económica. Arenas escribía febrilmente, en una letra caótica y desmembrada. En una de sus tantas cartas (hoy conservadas y fechadas en Princeton), dice: "Son tantas mis furias, que a veces se me vuelven en contra, son tantas mis furias que tengo que desplegarlas". El ímpetu para la bronca fue otro de sus acompañantes. Con sus inclinaciones sexuales el progresismo moralizante hizo una leyenda: la palabra políticamente correcta con la que lo designo fue "promiscuo". De Miami, Arenas fue a Nueva York, donde terminó sus días, suicidándose en 1990. En El portero retrata a modo de fábula sus sentimientos y rechazos hacia la gran ciudad. Algunos de los habitantes de ese edificio donde Juan, el cubano exiliado, hace de portero, sintetizan sus rechazos: cafiolos impotentes, seudo científicos, propagandistas marxistas desde las comodidades del capitalismo, etc. La fábula -suerte de revolución en la granja-, la encarnan los animales. Son las mascotas las que llevan la voz contante de la novela. Hay sin embargo una obra en la que Reinaldo Arenas depositó enorme intensidad y ternura, Arturo, la estrella más brillante (Montesinos) nouvelle prácticamente no distribuida en nuestro país en la que desde los elefantes regios a los que apela en sus primeros movimientos hasta las últimas imágenes, traza la parábola de la escritura y el lenguaje trópico para ahuyentar los temores y encierros en una prisión que convierte la promiscuidad sexual en cláusula liberadora. Es uno de los libros más bellos de Arenas, uno de los más sentidos de este "fenomenito" que brilló y pasó fugazmente entre nosotros. Había nacido en Holguín, Cuba, en 1943.

La memoria nos vuelve pasión

Las cosas verdaderas no se suelen recordar hasta que han pasado varios años. "Transcurren varias décadas hasta que pasamos por una habitación a oscuras donde alguien murió, y entonces oímos el sonido del mar, las palabras de antaño". ¿Cuánto ha pasado desde que el capitán se marchó de ese coto de caza y castillo en Hungría, al pie de los Cárpatos, para volver a oír las palabras de antaño? Relativamente poco para la reacción del recuerdo del general, su ex amigo: cuarenta y un años y cuarenta y tres días. ¿Y qué los reúne después de ese espacio de tiempo? El sesgado recuerdo de una mujer, Krisztina, y el nunca emancipado enigma de una traición amorosa atravesado por un crimen que jamás se cometió.
Dos hombres -el general en su castillo, el capitán que regresa del extremo Oriente a ese castillo- se reencuentran en el escenario verbal de lo que fue un vínculo amoroso, Krisztina, para evocar palabras y las claves de una relación en sombras. El engaño y la duda lo mueven al general; el desarraigo y la convicción, en cambio, animan al capitán para volver a esa escena de caza que en mil ochocientos noventa y nueve no se produjo. ¿Quién debía matar a quién por amor? El capitán al general. Pero la presa siguió viva y ahora, cazador y presunta víctima engañada, se vuelven a encontrar en un duelo de confesiones cuya recompensa es existencial. Krisztina ya ha muerto y los dos hombres, en este último encuentro, libran la batalla coloquial de un instinto, un secreto, y, por cierto, ninguna posesión. ¿Hace falta? Más que Krisztina, el sentido último de sus vidas cobra relieve gracias a nombrarla en términos de una pasión. O de un fervor de memoriosos. Ese fervor puede ser un nombre femenino, un amor casi olvidado, o un instinto último y decisivo para la sobrevivencia. "No conocías esa extraña pasión, la más secreta de todas las pasiones de la vida de un hombre, la que se esconde más allá de los papeles, disfraces y enseñanzas en los nervios de cada hombre, en lo más recóndito, como se esconde el fuego eterno en las profundidades de la tierra. Es la pasión por matar. Somos humanos, para nosotros es ley de vida el matar. No podemos evitarlo...Matamos para defender, matamos para conseguir, matamos para vengarnos...¿Te ríes? ¿Te ríes con desprecio?...¿Te has convertido en un artista y se han refinado en tu alma todos estos instintos bajos y brutales?...¿Crees que nunca has matado a ningún ser vivo? No estés tan seguro (...)"
Cuarenta y un años y cuarenta y tres días atrás, quien habla, el general, estuvo bajo la mira del arma del capitán, amante de Krisztina, mujer del general. Por qué no disparó es parte del enigma que acucia al hombre para reunirse en una última cena con su ex amigo y rival. La otra parte del enigma, el secreto que se devela en los últimos tramos de la novela, es la misma evidencia del secreto: de haberse producido el disparo, no hubiera existido tal pasión. ¿Pero qué es lo que anima a toda pasión? Antes que nada, lo no formulado, el misterio. No una mujer o un hombre, no Krisztina en este caso, ni siquiera una voluntad o una convicción: el deseo, ese misterio irrefrenable, es lo que finalmente nos mantiene vivos, en estado de alerta y espera. Como en la ceremonia de una "cacería a la aguada", los rivales se han estado esperando y acechando durante más de cuarenta años para emboscarse en la ronda final de diálogos que estructuran la historia. El final provoca en el mundo concreto de ese castillo en decadencia al pie de los Cárpatos un único e imperceptible movimiento: volver un cuadro a su lugar. El general da la orden. Nini, la nodriza, obedece. "Ya no tiene ninguna importancia", dice el general. No hace falta saber de quién es ese cuadro.
Sándor Márai (1900-1989) nació en Kassa (ex Hungría, hoy Eslovaquia) y murió en San Diego, en los Estados Unidos. Vivió un tiempo breve en Alemania y Francia y en 1948, con la llegada del comunismo a su país, se radicó definitivamente en los Estados Unidos. Su obra estuvo prohibida en Hungría durante décadas. Eso hasta que a un sello editor italiano, Adelphi, casi cincuenta años después se le ocurre volver a colgar un cuadro en su lugar: fin del secreto, aunque póstumo. En Italia El último encuentro trepó a las listas de más vendidos y Márai fue reconsiderado mundialmente. Si la busca de la verdad es la causa eficiente de esta historia, mucho más lo es el pacto con el lenguaje, que hace que estos dos hombres se despidan con un apretón de manos después de haber dirimido palabras, frases, conceptos y vacíos de información acerca de un crucial instante en sus vidas. En la obra de Márai, los sucesos desconcertantes del pasado son motivo para que la memoria, principio y final, ejerza su tracción existencial. Sólo así se dimensiona, recuperando. Como si el presente fuera, antes que otra cosa, un eterno espacio sin olvido. Es aquí, sólo aquí, donde el pasado se dirime y se torna expresión. Pueden ser nimios esos sucesos, pero trascienden y se acrecientan en la estación del demorado reencuentro final. Algo similar ocurre en La herencia de Eszter y en La mujer justa. No son los triángulos amorosos del húngaro planteos emocionales sino, en todo caso, esquemas argumentales propicios para que diferentes versiones confronten. Nada más. En El último encuentro no demasiado ocurre después de la confrontación. O sí: el misterio de una pasión se ha consumido, como una señal, como un gesto mínimo sobre la frente del anciano. Ya no queda pasado, difícil proseguir.
La precisión es la riqueza idiomática de Márai, exquisitamente contenido y perturbador, probando, como buen narrador, que puede herir y revelar con lo justo, sin esfuerzos estilísticos, descubriendo los pormenores que entraman y dan sentido a una historia. "El lenguaje peculiar y simbólico de la vida nos habla de mil maneras distintas, todo sucede para llamar nuestra atención, lo único que falta es comprender cada señal y cada imagen", dice el general. Márai lo hace, es un descifrador avezado. Aunque se imponga la tarea con cierto énfasis grave, de afectación.

lunes, enero 22, 2007

Simulacros de Cultura

Nota de Fernando Molle aparecida en Eñe (Clarín)

Potente e irónica, Cultura, de Gabriel Báñez, es una historia donde los funcionarios utilizan su puesto como una coartada para figurar, malversar y atornillarse a su puesto. Cultura es una novela que retrata con temible comicidad el mundo de la burocracia cultural. Cultura tiene un protagonista: los dos se llaman Ibáñez, pequeño funcionario, escritor de cabotaje y editor municipal: "Por aquellos días tanto él como yo veníamos en franco descenso, con la oscura certeza de ya no tener nada que esperar y con la secreta convicción del fracaso en la pista. Ni él había logrado mucho como escritor y editor, ni yo había logrado mucho como escritor y editor".
Cultura es también la historia de una guerra entre funcionarios culturales, una caterva desopilante de pequeñas miserias humanas. "La Cultura", aquí, es una coartada para figurar, malversar, atornillarse al puestito. Es una función, una actividad de y para funcionarios y, sobre todo, un código. Rebajada a una jerguita miserable, los ingredientes de "La Cultura" son: un poco de chamuyo marketinero, algo de corrección "educacional" y una pizca de la psicología conductista más ramplona. Lo demás son estrategias, serruchadas de piso, reagrupamientos y trapisondas. Dice un funcionario: "Nos van a cortar la cabeza, Ibáñez, hay que organizar algo (...) Cualquier cosa, lo que sea, algo que tenga que ver con la cultura..."
La novela, en las anotaciones del alter ego del autor, opone posmodernidad a autenticidad. Se es uno en el ámbito de la realidad laboral, y otro en el de los excluidos que mantienen sus convicciones. La "locura", la escisión de Ibáñez, sería la única forma de salvaguardar algún resquicio de dignidad. Como si el signo de los tiempos posmodernos y globalizados habilitara casi exclusivamente para el cinismo, el oportunismo, el simulacro y la oligofrenia. Idea esta última de trazo grueso y por demás subrayada a lo largo de todo el relato.
Aún bajo el peso de estos supuestos un poco simplistas (a menos que se los imputemos al pobre Ibáñez), Cultura es una novela potente, que tiene algo para decir y que lo dice con un muy experimentado manejo de los planos narrativos. Escenas enloquecidas de un relato astillado -apuntes de un medicado-, y un circo ambulante de funcionarios bufos. Como Arcángeles Cepeda -la Gorda Globalizada-, insufrible mandamás municipal, para quien todo era "dinámico, integrador y movilizante"; la orgánica Poetisa Madre, versificadora vitalicia del municipio; el temperamental Rupestre Pérez Gil, artista plástico regresado del exilio, fundador del MUCLACO, Museo Clasista Contemporáneo, y el Anarquista Estatal, activista de escritorio. Las instituciones que los agrupan tienen el peso específico de un sello de goma y remiten a siglas risibles: "La batalla cultural quedó reducida entonces a las siguientes siglas. Por un lado el MUPIPA junto a la COMAPLA, la PIA y la ACAMUMU; por el otro, el MUCLACO en alianza con el MOGUTU y la SAE".
Gabriel Báñez, autor de Virgen, Paredón paredón y otras novelas que no conocieron aún demasiada circulación, muerde fhasta el hueso de un micromundo no muy transitado en la narrativa reciente. Con algunas excepciones: En otro orden de cosas,. de Fogwill -que casi nadie leyó y es una de las mejores novelas argentinas de esta década-, explora este tema, si bien de modo tangencial. Siguiendo con Fogwill (otra de sus novelas es Vivir afuera) y volviendo a Báñez, ¿es posible "vivir afuera" de los simulacros de "La Cultura"? El sufrido Ibáñez, en el amargo final, parece responder que no.

domingo, enero 07, 2007

Enfiestadas

Aportes científicos para una patología de origen viral


Acaba de ser distribuido en nuestro medio un texto de indudable rigor científico que aporta nuevos elementos de juicio y valor para la comprensión de un tema espinoso, sin duda tan polémico como permanentemente menoscabado: la infidelidad femenina. El libro pertenece al género divulgación y lleva por título Paradigmas y pulsiones en la mujer enfiestada. Su autor es el psiquiatra e investigador Murney Cáceres, quien lo elaboró luego de meses de trabajo apoyándose en los descubrimientos de laboratorio que hace un par de años se efectuaron en la Universidad de Maryland sobre el comportamiento del agente LP-S-14, más conocido como "virus de la enfiestada". En el libro, Murney Cáceres no sólo efectúa una minuciosa descripción del citado virus sino que incluye un anexo con los últimos avances de la comunidad científica en la materia así como testimonios de mujeres afectadas viralmente, fruto de un trabajo de campo llevado a cabo durante el año 2005 en ciudad de Panamá, de donde el profesional es oriundo.
Una de las primeras cuestiones que llaman la atención del virus LP-S-14 son sus características bioquímicas de comportamiento. "El virus de la enfiestada -señala Cáceres-, puede permanecer aletargado durante años, generando en la portadora la inequívoca convicción de que su sistema inmunológico lo ha rechazado. Nada más falso -subraya el autor-, el LP-S-14 posee en sus enzimas un productor molecular activo conocido como RTF (uno de los cientos de supresores neuronales que se encuentran en la región límbica de la corteza cerebral), cuya misión a nivel sináptico es crear la llamada inversión conductual de la afectada. En un rango de estima social -aclara-, a las mujeres que alojan el LP-S-14 en su organismo se las exalta atributivamente con un sinnúmero de virtudes y bondades, lo que es tan erróneo como comprensible: al incidir sobre la actividad neuronal de sus víctimas, el agente inhibe la resistencia de los anticuerpos (MT1) generando la llamada conducta asintomática o ejemplar. Mujeres más bien tímidas, hacendosas y modositas que apenas si llaman la atención o tienen vida social mediocre o nula, bien podrían estar enfiestadas hasta la médula", señala el Dr. Cáceres. "El virus -precisa el especialista- debe su resistencia a las biomoléculas (bm-2) que lo componen, y no existen hasta la fecha evidencias científicas que permitan inferir por qué o cuándo se torna activo".
Paradigmas y pulsiones en la mujer enfiestada es un texto riguroso que se abre asimismo a la doble perspectiva del historicismo psicoanalítico, aportando ejemplos múltiples y documentados de mujeres enfiestadas a lo largo de la Historia. Las referencias psicoanalíticas de casos célebres no se pueden obviar. Destaca Murney Cáceres en este aspecto: "Son harto conocidos los ejemplos clínicos de Freud, casos reverenciales de la literatura psicoanalítica tan célebres como El Hombre de los Lobos o Dora. Sin embargo, pocos han hecho hincapié en el caso Vera la Mosquita Muerta, primer antecedente objetivo de una paciente enfiestada cuyos síntomas precipitaron un abordaje equívoco". Cáceres nos recuerda que el propio Sigmund Freud admitió epistolarmente su pifia: "Le erré feo -admite con total honestidad intelectual en una de sus cartas a Lou Andreas-Salomé-, confundí histeria con algo probablemente orgánico aun no descubierto, no sé, para mí que es bacteria o virus...". Aunque sus presunciones estaban bien encaminadas, la historia del pensamiento moderno demuestra palmariamente que se han cometido numerosos errores con relación al invasor recientemente detectado. Acaso el equívoco más extendido haya llegado hasta nosotros por la vía del lenguaje caprichoso: al LP-S-14 se lo denominaba hasta no hace mucho fiebre uterina, luego ninfomanía y, más reciente y eufemísticamente, trastorno de la conducta sexual. En el capítulo "Lexicografía del enfiestamiento", Murney Cáceres incluye una larga lista de bajezas idiomáticas, producto todas de la ignorancia. No hace falta consignarlas.
El tramo más concluyente es no obstante aquel que el investigador panameño reserva a su trabajo de relevamiento testimonial. Más de un centenar de entrevistas le permiten formular algunas consideraciones de base: "Lo primero a tener en cuenta -dice-, es que el enfiestamiento se puede producir a cualquier edad. Sin embargo -advierte-, no es lo mismo una mujer de 30 que una de 50". Para Murney Cáceres, cuando el LP-S-14 ataca a las de 50 produce daños irreparables, de difícil acceso terapéutico, puesto que el virus ha desarrollado anticuerpos y es autoinmune en sus cíclicas mutaciones, presentando variaciones morfológicas del enfiestamiento social, profesional, deportivo, laboral, religioso, cultural, etc." Cita a continuación una evidencia contundente: M. L., anciana de Belice de 102 años, enfiestada hasta que murió. Pero no aclara la fecha de su deceso. Luego señala que estos casos son "rarezas de la bibliografía clínica". También nos recuerda que el ritmo de vida moderno propende a la proliferación del virus, creando las condiciones necesarias para su desarrollo y expansión. Una de las dificultades que presenta el microorganismo agresor es su alta resistencia a ser aislado. Comenta al respecto el Dr. Murney Cáceres: "Los métodos de la bioquímica molecular empleados para su aislamiento aun no han dado los resultados previstos, ello es así porque el virus enfiesta todo lo que toca; de todos modos, los investigadores continúan trabajando".
El capítulo central del ensayo ("Detección y etiología") está dedicado a la difusión y toma de conciencia del mal, ya que uno de los primeros aliados de este agente no es patógeno sino cultural. "Cuanto más sepamos del LP-S-14, más comprometida será su expansión y sus días estarán contados". A continuación, se hace una pregunta clave: "¿Cómo reconocer a una enfiestada?" Es crucial entender que aunque el virus tiende a enmascararse, hay rasgos que los íntimos y familiares de las infectadas deben aprender a interpretar. Murney Cáceres los expone según dos etapas o fases, como él las denomina. La fase 1 incluye: ansiedad, cambios de humor, vida social muy activa, tendencia a gastar dinero, cuidado excesivo del cuerpo, pantalla solar, tenis, cirugías estéticas, reuniones con amigas o ex compañeras de colegio y muchos mensajes de texto en el celular. Luego -señala-, en la fase 2 aparecen los rasgos del comportamiento degenerativo más profundo: amabilidad, buen humor, inclinación a las tareas del hogar, sentido del ahorro, súbita aptitud para las artes culinarias (el autor aquí también incluye lavado, planchado y jardinería), criterio comprensivo en una amplia variedad de temas y, fundamentalmente, menor emisión de palabras y obediencia ciega al criterio del cónyugue o compañero. "Lo más temible de esta fase 2 -advierte el profesional panameño-, es la rotunda constatación del ideal de mujer perfecta. Cuando ellas lo alcanzan, ya es muy tarde para nosotros". El capítulo siguiente está dedicado a las Madres ejemplares, paradigmas, subraya, del "enfiestamiento negro o perverso". El tramo posterior se ocupa de las auto-enfiestadas o mujeres invertidas que se adosan a las de su mismo sexo: "No son lesbianas como antiguamente se creía -explica-, son pacientes bajo los efectos del retrovirus 41-S-PL".
Las palabras finales de su exhaustivo y esclarecedor trabajo están dedicadas, no podía ser de otra manera, al género masculino: "Deseo que mi humilde aporte científico sirva de sustento moral y espiritual a la inclaudicable legión de cornudos que pulula en el planeta Tierra, esa masa anónima e infinita en constante expansión, siempre pujante y renovada. El objetivo central de mi libro no ha sido otro que el de sepultar prejuicios e ignorancia, arrojando luz sobre un tema siempre latente pero pocas veces asumido y discutido con la seriedad y el rigor profesional que merece. Gracias al descubrimiento del LP-S-14, y a la ímproba y silenciosa tarea de los científicos de Maryland, hoy los cornudos de toda índole podemos quedar en paz con nuestras atribuladas conciencias. Está claro entonces -concluye- que no éramos nosotros los culpables: el virus asintomático las había enfiestado. Tengamos esperanza, no está lejano el día en que lo podamos derrotar".
El Dr. Murney Cáceres dedica Paradigmas y pulsiones en la mujer enfiestada a su amada esposa Jennifer: "A quien con desvelo y constante amor inspiró mi vida e hizo posible durante todos estos años mi vocación de entrega a la labor médica y profesional".