martes, diciembre 19, 2006

Noticias del cuervo sobre el busto de Palas

Del libro inédito Ejercicio de incertidumbre

Por Luis Chitarroni

No es justo empezar este recuento de mi carrera de 20 años de editor sin evocar algunos episodios de mi guerra de escritor contra los editores. Este oficio o género desmedido tiene que, a fin de cuentas, considerarse desde las dos posiciones en el tablero.
Agrupo a los más detestables en la categoría “editores adversos”. Los he simplificado en tres tipos, de acuerdo con mi poca habilidad para reducirlos y jibarizarlos , a la que no contribuye una siempre renovada sed de venganza. No voy a nombrarlos, claro, aunque por obtusos y negados que sean, leyendo se reconocerán.
El primero reúne con exquisita falta de delicadeza todos los requisitos o emblemas exteriores del editor profesional –pipa concienzuda, aire de distracción, foulard-, pero ni uno solo de los atributos. Tenía que escribir yo para el tribunal de su mirada un artículo sobre Marcel Schwob y me aconsejó que lo hiciera con esmero. “Como si escribiera sobre mi padre”, pidió. En mi memoria despótica quedó para siempre fijo el escenario de este pedido: la redacción ruidosa a nuestro alrededor, las manos blandas de suplicante de este jefe de redactores/editor, el aire de imperturbabilidad copiado de Mr Hulot, una mancha del almuerzo en su camisa impecable.
Como yo no conocía al padre del caballero, me tomé el pedido al pie de la letra. Escribí sobre Schwob de acuerdo con la recomendación lamborghiniana “como quisiera que nadie escribiera sobre mí”. Acataba, con una temeraria indiferencia y un alarde de falsa erudición, la orden/consejo, el error vocacional del siguiente lector de esa nota. La leyó ante mí en el mismo escenario ruidoso, con una especie de carraspera desaprobatoria que coreaba cada uno de mis renglones con ahogada mala fe. “Le dije que escribiera como si escribiera sobre mi padre..., y esto es un galimatías sin pie ni cabeza, con información parásita que nadie le pidió”. No quedé desolado. Tenía en mi poder una primera regla, que siempre respeté: “No imponer efusiones sentimentales propias al que escribe. Predispone, incluso en sujetos tímidos y sumisos, a la desobediencia diametral.”
El segundo tipo es más gravosos, porque gozaba –o todavía goza- de lo que se dice “una reputación”. En Buenos Aires, en la Capital Federal, una reputación nunca viene sola sino con anécdotas que en general poco tienen que ver con la reputación en sino con la enfermiza ignorancia de los sujetos que exaltan a estas nulidades, pero... Registro la propia. Como este editor sabía que yo escribo “difícil” (eran tiempos, Dios mío, en que estas taradeces parecían admisibles), supervisaría él mismo (se trataba también de un editor de redacción, no de libros) lo que yo le entregara. Supongo que su impostura tenía límites: sabía él bien que no era quien creía ser, pero a mí esa entelequia ontológica me dio un trabajo bárbaro. Cada mención, traducción o cita de algo se convertía de inmediato para él en el motivo de una competencia que le desordenaba la biblioteca proporcional, llena de libros inútiles. La mía suele permanecer impasible, porque las citas que no recuerdo de memoria, en caso de no estar haciendo un trabajo de rigurosa exactitud, las invento.
Pero lo que maltrataba con más celo eran mis alusiones. Cada renglón de intimidad con mi lector ideal era anulado fervorosamente por su sumisión a la musa del despiste. Cuando yo me refería a un poeta imaginado por un novelista –el John Shade de Pálido fuego, por ejemplo-, él creía que se trataba de Edgar Lee Masters (escritor más competente, me doy cuenta ahora, para redactar el epitafio de ambos, el de él y el mío, que para calificar nuestra miserable contienda por un fulgor verbal.
Supongo que, aparte de las anécdotas de los bobos, la reputación la había cimentado él mismo, porque se oía en éxtasis, casi no hacía otra cosa. Para eso había cultivado una de voz de bajo falsa, llena de ronroneos y vacilaciones que, si bien no describían el estado permanente de confusión mental, simulaban que su obstinada arrogancia se permitía algún ejercicio de incertidumbre. Había hecho la escuela de un editor oriental igualmente sobrevalorado (las leyendas orientales son un prodigio de exageración que se desliza de Alí Babá a Clemente Colling), pero el reglamento del viejo maestro, y las impugnaciones adheridas por añadidura, pertenecen exclusivamente al reino de la superstición tipográfica. Digamos que por hoy no cuenta.
El tercer tipo es penoso. Mi gusto por incluirlo no está exento de odio. Se trata de un sujeto cívica y moralmente inmundo, que todo quiere canjearlo o negociarlo. Ha trabajado de ghost writer (o de negro, como dicen españoles y franceses) durante años, y el hecho de ocupar ahora un lugar para el que nunca se preparó no es una ventaja. El agravio que tales ágrafos producen no se limita al repertorio bobalicón de prescripciones que les han inculcado (supresión de gerundios, adverbios y adjetivos “visibles”) sino a un concepto que invalida su desempeño profesional en cualquier disciplina que tenga que ver con la estética, puesto que una ortodoxia primitiva los ayuda a creer que hay una sola manera de hacer las cosas.
Vamos al grano. Este señor fofo e inmaduro del tercer tipo, mezcla de tonto característico y adiposo genital, censuró más de dos veces mis calculados esfuerzos por escribir un libro a pedido. Lo hizo con vaguedades, sin ningún rigor formal, con imprecisiones meteorológicas del tipo “me parece demasiado frío” y apelando a un comité de lectores de pareja –ya que superior es imposible- ineptitud intelectual.

Lo cierto es que esas tristes experiencias han sido, en mi caso, recompensadas con creces por editores generosos e inteligente. Esto incluye muchas mujeres, un harén de editoras sabias, cuyas insinuaciones implican siempre el grado justo en el que algún regodeo superfluo o la cargosa insistencia de una idea recurrente (en un mundo que los débiles llenamos de palabras) obliga a mostrar la hilacha. Son editores que saben, que nos cuidan, que ayudan.

Una vez instalado en el escritorio de editor, también es frecuente la queja. Creo que Javier Marías detectó una cantidad muy razonable de razones para no escribir novelas y salvó una –pero una inmejorable, que ya no recuerdo- para hacerlo. Lo cierto es que una pregunta se ha instalado hace tiempo en mi ceño, donde la ausencia de un tercer ojo es ostensible, y relumbra con intermitencias, haciéndome perder la calma. Es: ¿por qué tantas personas que no terminaron de leer una novela se obstinan en escribir una novela?
Sin ironía, perplejo, me repito esa pregunta. Ensayo respuestas insatisfactorias. El mandato sarmientino sobre escribir un libro no exige que el libro sea una novela. ¿Por qué, entonces, una novela? ¿Por qué no un libro en cualquiera de los géneros que el los géneros diversos ofrecen? ¿Por qué abogados, médicos, editores, ex modelos, modelos, niños prodigio, holgazanes de cualquier laya, más que ocupados empresarios, actrices, dobles de cuerpo y de riesgo, aprendices de cualquier oficio, orfebres quieren escribir una novela?
Tal vez la idea del escritor idealizado, decimonónico, persista en, como decían los locutores ascendidos a estudiantes, “nuestro imaginario” (a veces complementan las palabras con ese gesto que consiste en pellizcar el aire, como si los tecnicismos y las términos tomadas a préstamo estuvieran condenados a esta preventiva sospecha de inanidad o falta de asistencia verdadera). El escritor es, pues, sigue siendo, Dumas, Tolstoi, Dostoievski, Dickens, todos grandes novelistas. La idea de ese hombre con un mundo a cuestas es lo que nos gusta. Y es por eso que nos obstinamos en escribir una novela, aunque no las leamos. ¿Qué leemos? Porque a los editores argentinos nos consta desde hace más o menos veinte años que, con contadas excepciones, las novelas son un fracaso. Podemos enumerar un montón de razones –ficciones que la eficacia narrativa del cine cuenta mejor y más rápido, distanciamiento de los jóvenes del abecedario del teclado, reemplazo del teclado por la omnipotencia del mouse-, y una sola para persistir editando narrativa, una sola que apela a cierta nostalgia o remordimiento en nuestra relación con la cultura.
Pero la pregunta salta, arrasa los matorrales del argumento, vuelve a instalarse ante nuestros ojos como un felino hipnótico: ¿por qué incluso los virtuosos del mouse quieren escribir novelas?
Suficiente por hoy. Quedan las anécdotas para otra ocasión.

martes, diciembre 05, 2006

La cisura de Rolando - Cap. II

Vivíamos en un barrio humilde de las afueras, y a la mañana había que ir a la escuela pisando la escarcha. A mí no me gustaba romperla, caminaba esquivándola. El ruido de la escarcha me recordaba los acúfenos. Al colegio fui hasta cuarto grado. Después de perder la voz me llevaron a una escuela especial, pero no para resentidos. La "Escuela Especial", así la llamaban, iba con mayúsculas y era para especiales con problemas en la cabeza. A casi ninguno de mis compañeros se les notaba lo que tenían. Eran retrasados con aspecto normal. Lo que sí, pegaban. La mayoría tenía la costumbre de atacar por la espalda, dos o tres babeaban apenas y después estaba yo. A mí me habían prohibido anotar, me obligaban a pronunciar sonidos y los demás estaban obligados a entenderme. Algunos días me pasaban grabaciones y discos de música. Los lunes, miércoles y viernes tenía gabinete especial con una fonoaudióloga con medias caladas que buscaba excitarme. Se alzaba las polleras y se sentaba en una silla para enanitos para que yo pudiera advertir la posición de sus labios y la lengua. "Efe fricativa, efffeee", pronunciaba mientras me tomaba de los hombros y me apoyaba contra sus rodillas. Yo repetía chillidos de mono tití. Al final de la clase siempre me quedaba la duda. No sabia que las mujeres se echaban perfume detrás de las rodillas. Un día se lo pregunté a mi madre y me arrancó la hoja y la tiró al tacho de la basura. "Las putas", dijo.
En el barrio me decían primero "El mudito", después "El mudo" y un poco más tarde, cuando me puse los largos, "Mudo de mierda" o "Mudo hijo de puta". A mí me gustaba "Mudo hijo de puta", me hacía sentir poderoso. Las hermanas de mi madre, en cambio, me decían Roli, Rolo, Rolando, según. Eran seis, todas mujeres ásperas y de campo, con un carácter que mi padre había bautizado burlonamente como "el despotismo afectivo". A despotismo la pude ubicar. A cuál más insoportable, cada una de ellas tenía sus mañas sin embargo.
Después de mi madre, que era la mayor, venía Sonia, una mujer bella, alta, de facciones angulosas y presencia de trueno. Llevaba la voz cantante y, como no había querido tener hijos para no estropear su figura, cada tanto venía a casa para ver "cómo marchaban las cosas". Daba órdenes, matoneaba un poco, como decía mi padre, y luego se marchaba con la satisfacción del deber cumplido. Durante esos días yo era una especie de muñeco de ventrílocuo.
-Está flaco -le decía a mi madre-, ¿qué le das vos de comer? Porquerías, seguro, porque sino no estaría como está. Mirálo, parece una saraca.
Saraca fue una de las palabras que más me quedaron de la infancia. Nunca la encontré en el diccionario, pero para mí Saraca era una especie de larva o de planta anémica, sin ninguna posibilidad de sobrevivir. Desde el primer día la escribí con mayúsculas, como nombre propio. Para Sonia, yo era una Saraca por culpa de mis padres. En cuanto se enteró de mi problema, dijo: "Al principio hablaba y ahora no. Es mi culpa, yo tendría que haber venido más seguido a esta casa". Para mis tías, las culpas dominaban el cielo de la existencia: accidentes, catástrofes, desgracias, muertes, azar o carambola, todo se debía a las consecuencias de un mal obrar. Las culpas no nos perdían pisada.
Mi otra tía, Carmela, era la menor. No era tan linda, pero en las fotos salía bien. Mostraba fotos de sus hijos, de la familia de su marido, de los aniversarios, de las fiestas de Navidad, de los cumpleaños, de la casa. "Sos muy fotogénica", le decían las hermanas. Tenía un álbum enorme de cuero y luego colecciones que ordenaba por fechas en un bargueño donde también guardaba las muñecas de sus hijas mellizas a medida que iban creciendo y las abandonaban. Familias enteras dormían en ese mueble. En cuanto recibía visitas, la tía Carmela desplegaba las fotografías en abanico y había que repasar una por una. "Las estaciones del vía crucis familiar", así las llamaba mi padre, que siempre traía expresiones nuevas a casa. Lo peor eran los comentarios de la tía: "Esta la tomamos el día de la despedida de P."; "aquella la tomamos cuando vino H."; "esta otra fue para el bautismo de J.". Podía estar horas mirándose. Tenía en la cabeza un calendario y al dorso de las fotos, las fechas con el lugar y la hora en que habían sido tomadas. Mi padre se burlaba: "hogar y armonía", repetía, pero la verdad era que para la tía Carmela todo siempre se presentaba "maravilloso" o "mejor imposible". De todas mis tías, era la que condensaba mejor que ninguna la ignorancia de la familia. Yo la rechazaba porque me hacía sentir un incapaz.
-¿Todavía no habla? ¿Qué cosa, no? ¿Y no tiene solución el chico?
Me decía "el chico". Era hiriente y un poco despreciativa, sobre todo cuando me comparaba con el resto de su familia retratada. Pero algo le debo y tengo que reconocerlo: la abominación por las fotografías. Abominación es palabra pura y exclusiva de mi madre. Ella comparte ese sentimiento: "Detesto las fotografías", suele repetir, pero no sé por qué. Yo en cambio las odio por múltiples razones, pero primero y principal porque me recuerdan que esos que aparecen en el álbum son los que se van a ir muriendo. Con las palabras es distinto porque aunque uno las escriba no se dejan retratar. Y por más que se escriban, siempre se las puede tomar de cualquier manera. Las palabras se mueven, las fotos no.
Eugenia, la tía del medio, era bien distinta a Sonia y a Carmela. Ella jamás nos visitaba porque estaba casada con un diplomático de carrera. Nos miraba por encima de los hombros y hablaba con entonación nasal y desentendida. A nosotros nos consideraba inferiores. Un día le escuché decir que mi padre era un tirifilo, y desde ese día le tomé odio. Tampoco encontré tirifilo en el diccionario, pero jamás la escribí con mayúsculas. Eugenia era docente y madre y eso, para mí, resultaba atroz. Palabras de mi padre: "Nada más atroz que una madre ni nada más tenebroso que una docente". En Eugenia se reunían las dos virtudes. Una sola vez vino a casa y miró con asco las macetas del pasillo y el recibidor con los sillones de mimbre y la mesita de caña.
-¿Aquí no tienen living-room, Erminia?
Mi madre se puso colorada y contestó algo con medias palabras. Yo me sentí más insignificante que un diminutivo. Esa noche no pude dormir, dejé prendida la luz y me pasé toda la noche mirando las paredes descascaradas, el cielorraso estrecho, los muebles baratos que se amontonaban a los costados de mi cama. No dormía en un dormitorio, pero nunca antes había sentido vergüenza por mi lugar. Fue la primera vez que algo me acobardó. Creo que me duró varios días. Vivíamos en una casa chorizo modestísima que alquilábamos a un señor Kuruch que venía cada fin de mes a cobrarnos enfundado en un perramus color azul, lo mismo daba que lloviera o hubiera sol. Mi padre decía que Kuruch almorzaba y cenaba chukrut con ese impermeable para no ensuciarse, que era una orden de la esposa. Mi padre sabía de comidas raras, pero yo odié con la misma familiaridad a Kuruch, a mi tía Eugenia, a mi padre y a mi madre. Eso me hizo crecer. Aunque nunca, hasta el día de hoy, pude superar la vergüenza de la palabra living-room. Cada vez que me digo living-room siento odio y vacío. Esa noche hubo pelea y mi padre prohibió el ingreso de cualquier miembro de la familia de mi madre a casa. "Nadie es menos por el lugar en que vive", repetía.
El resto de mis tías no tenía casi incidencia porque vivía en el interior del país, y por las cartas que le enviaban a mi madre mucho no se hacían notar. Yo creo que la letra escrita nos hace más llevaderos. Pero lo de la tía Eugenia produjo sus efectos: a la semana siguiente mi madre entró en un ataque neurasténico -neurastenia es otra de las palabras que me quedó, la empleaba mi padre para referirse a mi madre-, y se le dió por colgar las perchas con la ropa de mi padre de los apliques, de los cables que colgaban con los foquitos de luz del techo y de los contramarcos altos de las puertas. La casa quedó convertida en una selva de pantalones, camisas, pijamas y calzoncillos, y para ir del baño a la cocina había que abrirse paso entre la espesura del algodón y el wash and wear. Era la época del wash and wear, de las camisas lavilisto y de la serie Jim de la Selva en el canal 7, y a mí el decorado me gustó porque se parecía a las lianas entre las que andaba Johnny Weismuller. Pero duró lo que duraba la serie: media hora. Esa noche hubo gritos y fajina. "Tu padre es un sarnoso -me explicó a la mañana siguiente mi madre, más serena-, a nosotros nos hace vivir en una covacha pero a la otra bien que la tiene con todos los lujos". Covacha es linda también.
Cada tanto mi madre le pegaba a mi padre, pero era para encarrilarlo según decía. Mi padre era un hombre de buen humor, un poco irónico y extravagante, pero inteligente. Había estudiado cuatro años de Medicina y había abandonado, y también había dejado inconclusas algunas obras de teatro porque, según afirmaba, a último momento había advertido que se las habían plagiado. Aplicaba inyecciones en el barrio y a la tarde se marchaba a trabajar en el Patronato del Leproso. Ya no se usa la palabra "patronato", pero a mí siempre me sonó bien. Cuando estaba de buen humor aullaba en el pasillo y recitaba de memoria pasajes del Eclesiastés, pero no creía en Dios. Luego se reía con convulsiones y terminaba tosiendo. No necesitaba de nadie para reírse, y eso a mí me gustaba mucho. Mi madre afirmaba que era un desequilibrado y un putañero. Y algo de razón tenía: una mañana vino a casa con una muchacha bastante más joven y me la presentó como su novia. Mi madre estaba pasando unos días en Río Negro, donde vivía Dorita, otra de sus hermanas. La mujer se agachó para darme un beso, pero yo le extendí la mano. Ella sonrió y me acarició el remolino. Mi padre seguía la escena con una mueca de orgullo y satisfacción. Yo ni gesticulé.
-Ella se llama Margarita -dijo mi padre-, es mi novia y es detective.
Margarita le dio un beso en la mejilla y se aferró a su brazo. El le susurró al oído que yo no hablaba.
-Hijo -prosiguió mientras se acomodaba el saco y tomaba compostura-, traje a Margarita a casa para que la conozcas y para que sepas que ella va a ser como una madre postiza para vos.
Luego aulló, tosió y continuó:
-Te la quise presentar porque uno de estos días te va a llegar la tarjeta de invitación.
-Nos vamos a casar -dijo la mujer detective con cara de idiota.
Yo no le hice caso: siempre que me decía "hijo" en un tono impostado era una burla, una burla a la solemnidad, como él decía.
A los dos días la que llegó fue mi madre y lo primero que hizo fue leer el cuaderno con mis apuntes. Cometí el error de haber sido demasiado fidedigno, como me reprochó después mi padre. Lo molió a palos y le tiró los sillones de mimbre por la cabeza. Él corría por el pasillo y reía como un chico. Pero a las dos semanas el asunto de la novia detective estaba olvidado.
A partir de ese episodio empecé a torcer los detalles de las cosas verdaderas. Si anotaba por ejemplo que me habían cambiado la medicación, exageraba y extendía los apuntes con la prescripción de una probable lobotomía o con una operación en la que me iban a levantar la tapa de los sesos para aplicarme corriente eléctrica a 220 voltios. Empecé a reírme de mis ocurrencias y a notar que no era tan diferente de mi padre, después de todo. Escribiendo disparates la mudez se me olvidaba.

domingo, noviembre 05, 2006

La cisura de Rolando

Novela inédita (adelanto del capítulo 1)


"Se leer, pero no llego a ver el texto. Si tuviera los brazos un poco más largos, podría hacerlo. ¿No tendrá usted un chimpancé para que me ayude?".

Groucho Marx

1



Escribo porque no puedo hablar. A los 11 años me detectaron en el lóbulo anterior del cerebro una mancha apenas visible que me alteró el habla. De aquel momento recuerdo la voz del médico que mencionaba "una zona adyacente al área de Broca". Al lugar lo ubiqué después, por mis lecturas. En aquel momento escuché área de Broca y pensé en un barrio. Luego el médico habló de la materia gris con toda tranquilidad y dijo algo de una "cisura de rolando". Eso sí me impresionó. La voz me llegó con defectos de ortografía, pero unos meses después pude corregirla gracias a un libro de medicina de mi padre. Es una rara enfermedad, casi extraordinaria, que se manifiesta en unos pocos en todo el mundo. Yo soy uno de esos pocos. Progresivamente y en pocos meses se pierde el habla y con ello las habilidades fonéticas: es como si el cerebro enviara órdenes incompletas a los músculos que producen la voz. Uno no llega a articular palabras. Apenas se pueden alcanzar unos pocos sonidos guturales, muy finitos, como de chillidos de chimpancé. "Cisura de rolando", repitió el médico esa mañana en el hospital.
Mi madre se había tomado del borde de la camilla y sollozaba mirando hacia una ventana que daba a una casa de jardín extraño, con cemento en las áreas donde debería crecer el césped y pequeños senderos verdes que comunicaban con una gran plataforma gris a los costados. Una media docena de círculos con pedregullo se abrían en el cemento para dar lugar a troncos de árboles jóvenes sostenidos por tutores. Desde arriba, el jardín parecía un barco en un dique seco. Mi padre se frotaba la calva y sonreía con una mueca burlona. "Y qué se puede hacer", preguntó sin signos de interrogación, como entregado. El médico dijo un par de frases que no llegué a entender y luego se quedaron hablando a solas, en un rincón. Enseguida mi madre me señaló la puerta y nos marchamos. Mientras aguardábamos a mi padre en el pasillo, ella me emprolijaba los mechones de pelo y no dejaba de acomodarme el gabán azul a la altura de los hombros. Creo que en esa época a los gabanes se les decía paletó. Cuando salió mi padre, hizo un gesto con la cabeza y caminamos hasta el fondo del corredor. Bajamos los dos pisos de la clínica en silencio. Yo hubiera preferido el ascensor. En la vereda, él comentó algo relacionado con la sabiduría y el silencio. Pero le salió en forma de chiste. Mi madre no dejaba de llorar y de frotarme el remolino de la cabeza. Por aquel entonces yo tenía miedo de quedarme calvo.
El consultorio del médico estaba en un segundo piso y al salir a la calle, casi sin querer, reconocí la ventana desde donde había visto el extraño jardín. Pero al jardín no se lo veía: daba a los fondos de una vivienda que tampoco alcancé a ubicar. Durante el viaje de regreso a casa, ninguno de los dos dijo nada. Ese mediodía almorzamos en silencio, hasta que al final de la comida mi padre arrojó un plato contra la pared y mi madre me arrastró hasta el dormitorio. Luego hubo una gran pelea que escuché con el oído pegado a la puerta. Es raro, tengo un oído poderoso y puedo escuchar conversaciones a gran distancia, aún en medio del tránsito y las bocinas. Pero cuando me pongo nervioso llegan los acúfenos y es como si se me deslizara nieve por los tímpanos. Mi madre me ha dicho que su madre los tenía y que ella también. También me ha dicho que tengo que acostumbrarme y aprender a ignorarlos, a pensar en cosas lindas, porque ella ha sabido de gente que terminó suicidándose por los acúfenos. Hay gente que los siente como taladros eléctricos o como silbidos interminables, con agudos en muchas escalas, y hay quienes los padecen como grillos, pájaros, tambores largos o amoladoras contra el metal. Hay muchas clases de acúfenos. Yo siento nieve bajando por los oídos. Será por eso que la detesto, aunque nunca la vi ni la toqué. Mi madre pronuncia acúfenos, como palabra esdrújula, pero hay gente que se contenta diciendo acufenos, sin acento.
Yo le doy importancia a esas cosas: las comas, los acentos o los puntos pueden hacer una gran diferencia. Las comillas también. En el cuaderno de notas repaso cada frase que escribo, luego corrijo. Prefiero el cuaderno al idioma de las señas. La mímica de los sordomudos me repugna. Hace años hice una lista con las cosas que me repugnaban, pero después me di cuenta de que lo que había hecho era una tabla de resentidos, con varias escalas según la falla. La anoto en presente porque creo que sigue teniendo importancia: el primer lugar es para los rengos, no hay nada más resentido que un rengo. Son irrecuperables. Después están los petisos, que tapan el resentimiento con prepotencia y soberbia. Siguen los sordos, que tienen un resentimiento disimulado en el mal humor, y después vienen los sordomudos, un poco menos resentidos porque el resentimiento lo disimulan entre varios. Si uno les presta atención va a notar que los sordomudos casi siempre andan en grupo, por eso parecen más sociables. Pero no. Hay que saber desconfiar. Los resentidos del quinto lugar son los paraliticos, que se hacen los amables pero son controladores y dominantes, de lo peor. Los ciegos vienen después. Son cálidos y babosos, pero siempre traicioneros. Un baboso que no ve es doblemente baboso. A los mancos de nacimiento nunca los anoté porque es una variedad rara, pero yo conocí a uno con el brazo esmirriado y reseco que era puro rencor. Robertito se llamaba, aunque al diminutivo se lo pusimos por temor. El temor se vale de los diminutivos. La escala de resentidos funciona si no hay lástima, si hay lástima se viene abajo. No sirve. En los cuadernos yo anoto estas cosas para no tenerme lástima. En los mudos solos me anoté yo: Rolando puse y nada más. Algunos cuadernos son más importantes que otros.
El primero que recuerdo no era mío, lo traía a casa la Chica Avón, con las fotos de los productos que había que encargar y el precio por debajo. La Chica Avón venía una vez por mes y mi madre la esperaba siempre arreglada, con el pelo firme por los ruleros de la noche anterior. A la mañana se lo retocaba con spray. Se sentaban en el recibidor y conversaban y reían. Mi madre hojeaba la revista y yo permanecía de pie, espiando detrás del contramarco del dormitorio las piernas electrificadas de la Chica Avón. Esperaba el momento en que las cruzara o las descruzara, el roce de sus medias producía unos segundos de estática. Hace poco leí que la costumbre de cruzar las piernas es una costumbre de las mujeres árabes, en ese entonces no sabía. Tampoco sabía que existían los amperímetros. Mi madre entonces se levantaba y me tironeaba de los pelos, la Chica Avón reía con unos ojos brillantes y renegridos mientras me despedía con un beso en el aire. A la noche yo soñaba con ella. Después me llevaba el cuaderno Avón al baño, me encerraba, y me tocaba. La Chica Avón no estaba en el cuaderno, pero con las fotos de los perfumes y las cremas a mí me alcanzaba. Mi padre una vez me descubrió con el cuaderno Avón en el baño y algo debe haber imaginado porque se puso a reír a carcajadas mientras le comentaba a mi madre que era por la edad. "Lo hace por carácter transitivo", repetía entre risotadas. Después busqué transitivo en el diccionario, pero no lo encontré. Esa noche mi madre se sentó en el borde de la cama y me habló. No recuerdo qué me dijo, pero sí que era importante dormir con las manos afuera de las sábanas. Incluso en invierno.

miércoles, noviembre 01, 2006

Masa básica

A propósito de El lector, de Bernhard Schlink

Cada tanto vuelvo a recorrer los ambientes de una novela austera, sombría, magistral. Bernhard Schlink la plasmó hace unos diez años y aunque en castellano (Anagrama) ya va por su undécima impresión, su primera tirada es de los noventa. Sin embargo, cada vez que abro las páginas de El lector tengo la misma sensación: la historia de Hanna y Michael pertenece a un libro anterior, antiguo quiero decir. Como si Schlink la hubiera calcado de un clásico, pero, también, como si la suya fuera una versión absolutamente original. Cuando la leí por primera vez sentí el mismo déjà vu: de libro conocido. Y no. O sí. Acaso porque en el imaginario de todos nosotros debe haber una memoria común, única, a la que de tanto en tanto recurrimos para no desapercibirnos. Con los libros debe suceder algo similar, algunos obran de antecedente para que otros logren desarrollarse tiempo después. Una masa básica, digamos, harina y agua, que luego tomará distintas formas y sabores aunque reconociendo un origen común.
El argumento es de una irreprochable sencillez: Michael (15) conoce a Hanna (36) en la calle, ella le ayuda a reestablecerse y a lavarse -Michael ha sufrido una descompostura-, y unos días después él retribuye el gesto enviándole flores a la casa. Se enamoran. Hanna desaparece. Unos años después (segunda parte), él la reconoce en un juicio a cinco mujeres nazis acusadas de haber cometido atrocidades en los campos de concentración. No hay dudas: es Hanna. Ella es sentenciada, condenada a cadena perpetua. Años más tarde frau Hanna Schmitz se ahorca. Entre tanto han pasado cosas elementales: Michael ha proseguido su carrera de abogacía, se ha casado con Gertrude, ha tenido una hija, se ha separado de Gertrude. Un último encargo debe cumplir Michael con el dinero que Hanna ha guardado durante sus años en prisión: entregárselo a la hija de Hanna, que vive en NY. Michael lo hace. Ese dinero va finalmente a la Jewish League. Final edificante y pobretón, pero es lo de menos.
Volvamos a la masa básica: una historia de amor atravesada por la culpa y el horror. La duda que fermenta en el Michael que evoca la relación tiene el germen necesario, aunque obvio, para mantener la trama en alza: ¿quién era esa mujer de quién se enamoró? Lo más superficial libra un esplendido reposo mientras el bollo crece: El lector es novela sobre la lectura y los libros. Un manual emocional sobre el alma humana que despierta en cada párrafo de las historias que el "chiquillo" le leía a la mujer de 36 antes de hacer el amor. Las marcas de las lecturas en voz alta han quedado en ella. En reclusión Hanna seguirá leyendo -ya ha aprendido a hacerlo por sí misma-, y también hará algunas anotaciones y objeciones a esos clásicos que devora. Pero -y aquí sube el sabor de aquel eros amasado en las tardes de la casa de la Bahnhofstrasse-, ella no los toma como clásicos, sino como sus contemporáneos. Algunos apuntes al vuelo: "Schnitzler es un perro ladrador y poco mordedor", "Stefan Zweig lleva el rabo entre las patas", "Las poesías de Goethe son pequeñas estampas", etc. Dice Bernhard Schlink a través del relato de Michael: "Me sorprendió ver que hay mucha literatura antigua que se puede leer como si fuera de hoy; alguien que no sepa nada de historia puede creer que todas esas costumbres de tiempos pasados son en realidad las costumbres actuales de tierras remotas". Está hablando, por supuesto, de ese regusto clásico que prevalece en el paladar de algunas lecturas. También, por elevación, de su propio texto. En medio de tantos libros de culto sobreestimados por sus alardes verbales y sus planteos teóricos, de vez en vez vuelvo a este lector llano y nada elitista. Que es ameno en el sentido más arcaico y tradicional del término. Que tiene el mérito, además, de no ser novela inteligente. Está tan bien contada como escrita: harina y agua. Receta sencilla.

martes, octubre 31, 2006

El gran marxista

Leer a Groucho Marx sigue siendo un placer del que se privan muchas casas de estudios y de enseñanza media. No puede ser de otra manera: ni el gag ni el absurdo o el disparate derivado del juego con el lenguaje entran en la currícula, en los módulos o -más modestamente-, en los programas. Y si entran, lo hacen por supuesto sin el autor. Es decir, de la mano de investigadores tan serios como canonizados y por la puerta de la solemnidad, a través de ensayos adustos que interpretan tal o cual enunciado en el marco de tal o cual modelo teórico. Las excepciones son rarísimas, o se dan por la vía del doble absurdo, como el de esa muchacha que analizaba la obra de Boris Vian a la luz de los ensayos del nonsense y de los planteos existenciales en la literatura francesa de posguerra, pero del autor nada. No había leído ni el Rompecorazones, ni La espuma de los días y ni un mísero poema. Es lógico: el humor no tiene planes de estudio porque, sencillamente, no se sabe qué hacer con él.
Groucho, más que un comediante, fue un adelantado a su tiempo. La clave para interpretarlo académicamente podría comenzar -ya que de él se trata-, por una irreverencia: la de su innato marxismo. "Quiero aclarar de entrada que no soy candidato a nada. Me gusta hablar claro. Esa campaña de Marx vicepresidente nunca contó con mi apoyo, ni ha llegado muy lejos". La burla política es la de un perdedor. En "Plumas de caballo" (Time, 31 de agosto de 1932), la inexacta biografía lo pinta así: "Si los miembros de administración de Princeton o de cualquier otra universidad en busca de decano se hubieran reunido el pasado mes para elegir a un nuevo director, con seguridad no habrían elegido a Groucho Marx. Le falta el estilo, el aspecto y la erudición que el puesto exige". Cierto, nunca dio el tipo. En "La filosofía marxista según Groucho" (Memorias de un amante sarnoso, Tusquets), una de las reediciones más cercanas junto con el ABC de Groucho, de Stefan Kanfer (Del Nuevo Extremo y RBA), el hombre, efectivamente, hace un repaso de sus postulados más serios: el no ser candidato a nada; la miserabilidad como arte divino (tan divino como la limpieza); la suerte como paradoja del éxito; el talento como una destreza de la ignorancia y la poligamia como un fin en sí mismo.
El modernismo retrasado de los tiempos le da a alguno de estos postulados una vigencia irreprochable, por ejemplo cuando cita a Schopenauer sin haberlo jamás leído. "No hay ni una sola palabra de verdad en la frase de Schopenauer, pero mencionarlo me da mucha más seguridad". En el último punto de su decálogo, sin embargo, se acerca peligrosamente a estos días. Allí se ocupa del cuerpo, punto central de su filosofía marxista. Y comienza por reconstruirlo en autopartes, como si se tratara de un vehículo de la industria de Detroit. De los dientes a los pies, del pecho a los brazos y de allí al pelo, la estética que propone su ideología es absolutamente actual. "Podría seguir enumerando indefinidamente los monstruosos errores de la naturaleza, pero tengo poco tiempo y, si mis lectores me examinan con honradez, podrán ver que me he quedado corto".
Aunque ha tenido y sigue teniendo un capital en sketches, el juego de las paradojas es el que más le gusta a este ideólogo, son tantas como inclasificables. Pero fue en la ironía donde jugó el mejor partido. Hablando de la cultura letrada, dijo muy sensatamente: "Fuera de los límites de la raza canina el mejor amigo del hombre es el libro; dentro de los límites del perro no hay suficiente luz para leer". El gag, el verdadero gag en Groucho, nace de su punto de vista. Jamás oteó desde un plano superior, siempre lo hizo desde abajo: el perfecto perdedor, el amante despechado y mal entrazado, el memorioso sin memoria o el artista sin ningún don. En sus cartas revela en profundidad esta perspectiva, poniendo al descubierto su verdadero sitio, el del artista de variedades eternamente ninguneado por productores. "Quieren que haga de clown, no los entiendo, me quieren sin máscara para que me presente ante el público y no haga nada, ¿puede alguien pagarme por lo que sencillamente soy?". Pero es en las cartas a los hermanos Warner donde se revela su mejor sentido del sin sentido, su humor como recurso ante la desesperación. En ellas no sólo y descarnadamente habla del dolor de ser un chiste caminando, sino de la condición del artista, siempre sometido a equívocos, constantemente perdidoso en un mundo material y nada transigente con la burla. Muy pocos interpretaron el arte de la entrevista, que Groucho estilizó como pocos; menos los dardos que sensiblemente le lanzaba a la industria. "Los Marx somos un grupo de desfachatados dispuestos a que nos utilicen, pero antes debemos firmar". Uno de sus tormentos, sin embargo, fue el lastre del humor: "Hay quienes imaginan que debo hacer reír de forma constante, no saben lo que supone acarrear con este chiste".
La obra de Groucho -sostenida tanto por Gummo, Harpo, Zeppo y Chico- debería leerse menos como una improvisación y bastante más como una teoría del arte contemporáneo: cruel, doloroso, perdedor, brillante y cercano siempre a ese mundo circense donde las máscaras son máscaras y no pretenden imponerse como un recurso actoral. Lo que escribía afloraba en sus gestos, nada de lecturas ni de subtextualizar. El dominio magistral de la escena fue su campo de atracción, el que lo hizo célebre; el otro, acaso el más intenso, anida en sus obras, en sus breves ensayos radiofónicos, en el tenor de algunos artículos y en el desorbitado enfoque de sus postulados. No es una ideología como para tomársela en pasatiempo. Es demasiado seria y profunda, nacida en tiempos de la gran depresión.
"Confío en que mi artículo estará lo suficientemente plagado de inexactitudes como para que lo publiques en tu pasquín".

lunes, octubre 30, 2006

Islas -Acerca de Jardín de cemento de Ian McEwan-

Una isla estaba esperando a Robinson Crusoe para permitirle el pacto de la sobrevivencia. Parece claro que ella lo encontró a él. En el principio, la soledad del personaje gobierna cada uno de sus actos. Hasta que la isla náufraga es restituida por Crusoe debido a un montón de recursos: el territorio se torna habitable. William Golding hace otro tanto en El señor de las moscas, sólo que el número de personajes que reciben al pedazo de tierra en medio del mar ahora ha crecido: son varios. Y son jóvenes. No es que las islas tengan hélice, como la de Verne, es que el mundo se ha ido poblando. Las islas náufragas no se multiplican tanto como los hombres. Es una percepción extraordinaria: siendo idéntico, el mundo parece achicarse. Cada vez menos hay que salir: la aventura está adentro de nosotros mismos. En el Jardín de cemento, de Ian McEwan, el mundo ya es un suburbio, y las islas son tan inmóviles y limitadas que ocupan un pequeño espacio de tierra en el fondo de la casa. Cementarlas parece casi obligado. Esa acción fundacional la emprende el jefe de la tribu. Sin embargo, apenas se abre el texto, el padre muere. No mucho que lamentar: el clan sobrevive al moderno Crusoe. A su manera, como en anteriores naufragios. Lo que significa que el territorio insular de la familia podrá andar a la deriva, pero no se extingue. Asume nuevos rituales, privados, cada vez más restringidos. Los robinsones de McEwan están ahora tan emparentados que son hermanos. En este modelo de organización juvenil el territorio familiar reformula algunos códigos. Son otros, no podía ser de otra manera. Lo que sí queda claro es que a pesar de la muerte del jefe, eso llamado familia ni cede ni muere. Persevera bajo otras formas. La de Crusoe fue una familia insular; la de Golding, más nutrida y numerosa, también. La de McEwan no podía estar lejos de este concepto. Claro que para salvarse los jóvenes debieron construirla. Esta vez con cemento. De las mutas a los clanes, de los clanes a las tribus y de éstas a los centros urbanos, el principio de territorialidad no cede. Cambian las huellas, el espacio es otro. "Cuando agarré la tabla y me puse a alisar con cuidado la huella de mi padre en el cemento blando y fresco, mi impresión se había desvanecido". Es la última señal del paso por este mundo del padre de Jack, el joven de quince años que cuenta la historia de Jardín de cemento, la primera novela de Ian McEwan, la más desconocida del excepcional narrador inglés y, felizmente, con reedición bastante reciente entre nosotros. Los obreros acaban de descargar quince bolsas de cemento en esa casa de los suburbios londinenses, el padre las recibe, pero el proyecto de refaccionar el jardín queda trunco. Con la tragedia, el resabio de culpa parece hacerse presente en Jack: "Yo no maté a mi padre, pero a veces me he sentido como si hubiera contribuido a ello", confiesa el joven en la apertura del libro. Resabio temporal, sin embargo.El ritmo cotidiano de la casa prosigue. Hasta que enferma la madre y queda postrada en cama, escaleras arriba. La patrona no baja, y los cuatro hijos -Julie, Jack, Sue y Tom- deben afrontar tanto las obligaciones escolares como la realidad de la vida exterior y las situaciones que a diario se les presentan. El desafío parece intenso. Ya no hay protección en la isla, aunque tampoco límites ni restricciones. Los códigos del mundo infantil y adolescente invaden el territorio tradicional de la institución flia y la recién estrenada organización establece otros códigos, por ejemplo: el juego ya no representa un espacio de expansión temporal en la vida de los cuatro adolescentes, sino que se impone como un ritual común de sobrevivencia. Con el sexo ocurre otro tanto: descomprime restricciones y tabúes y se manifiesta sin estridencias ni sanciones. Pero esta otra forma de resistencia conoce sin embargo las reglas insulares y para desarrollarse y no decaer debe simular. No sólo chico es el mundo, sino estándar. Y, si se percibe un ambiente oclusivo, éste lo es por limitación argumental, no por clima espiritual. Hay momentos de intensa felicidad en medio del drama, lo que corrige invariablemente la experiencia del lector. No hay tampoco demasiados rituales en este modelo de organización, lo que sí se reflejaba en el clásico de de Golding. La sobrecogedora estructura de clan urbano que traza el autor de Amsterdam y Amor perdurable, traduce sin hipocresías lo más doloroso del mundo adulto: sus máscaras. Y algo más también: que en este mundo moderno quedan cada vez menos islas que nos rescaten.

La mano que mece la tumba

En pleno siglo XXI, como tantos otros revivals, retorna Drácula, la gran novela gótica del XIX. En España, además de un proyecto teatral y uno fílmico, La historiadora, la novela de Elizabeth Kostova, es suceso de ventas y traducciones. El libro cuenta la historia de Vlad III, y de la búsqueda de la tumba del viejo vampiro en la Europa del Este. Pero es más un argumento de búsqueda filial y amorosa que un encuentro con lo espeluznante. Muy poco es lo que se conoce de Bram Stoker, el creador del personaje que terminó preso de una sola obra, siendo que había escrito más de diez. Su Drácula no sólo empañó su vida sino también, y acaso, sus más oscuros temores.



De chico tenía dos superhéroes: Frankestein y Drácula, quizá porque mi viejo trabajaba aplicando inyecciones y haciendo transfusiones de sangre en el Patronato del Leproso. De aquella época me quedó la palabra Patronato, que ya no se usa. Luego, con los años, entendí que la clave de mis dos amores estaba en la literatura freudiana, porque con una sola pero crucial pregunta (“¿Dónde están las madres?”), Mary Shelley había creado en 1818, su obra más celebrada: “Frankestein o el moderno Prometeo”. Aunque tanto los orígenes como los afectos son siempre ilusorios, hay que decir que para Bram Stoker esa misma pregunta fue innecesaria: su madre resultaba una presencia tan sofocante como omnipresente. Es que todas las mañanas, tardes y noches la mujer permanecía al borde de su cama, leyéndole cuentos fantásticos y de terror para que el pequeño superara una larga convalecencia que lo mantuvo postrado hasta los 8 años. Tuvo 7 hijos la señora, pero se ensañó afectivamente con Abraham (“Bram”, la voz maternal), el tercero, al que no sólo sobreprotegía sino que además le evitaba todo contacto exterior. Curioso, porque ella era una feminista tan recalcitrante como enérgica. Pero tenía sus neurosis, que su tercer hijo se contagiara era la más conspicua. La mujer se llamaba Charlotte Thornley, y de ella dijo alguna vez Bram a un compañero del Trinity College, donde se graduó en Ciencias Matemáticas: “me dio la vida, todo su amor incondicional, pero también me extrajo la sangre”. Por las vías elementales del parentesco cosanguíneo, es razonable: una sola hay madre.
El creador de Drácula había nacido en un suburbio de Dublín, Clontarf, en 1847, pero no haría mundialmente célebre su ciudad como Joyce, sino que, al contrario, padecería hasta su muerte, en 1912, el estigma del anonimato, la miseria y las erróneas interpretaciones. El tiempo, sin embargo, le daría a su personaje un lugar preponderante en el gusto masivo de los lectores y espectadores modernos, exactamente al revés de lo ocurrido con Joyce, más prolijamente citado que leído. Stoker tenía 64 años y estaba enfermo de sífilis cuando dejó este mundo, pero la noticia de su muerte apenas si apareció en los obituarios de la época. Algo más bien lógico, una catástrofe mayor ocupaba las planas de los diarios: el hundimiento del Titanic.
Drácula no fue la única obra que escribió el matemático irlandés, ni acaso el gótico el género que mejor le cupo. En 1878, se casó con Florence Balcombe, con quien tuvo un hijo llamado Noel y una sola pero ferviente recomendación para la joven madre: “Que no se entere en demasía de tu excesivo amor”. El lastre de la sobreprotección que él mismo había padecido de niño tuvo una expresión en su obra: “el más dulce y pernicioso de los venenos”. Después de casado, en Londres, escribiría “La dama del sudario”, “El desfiladero de la serpiente”, “Miss Betty”, “La joya de las siete estrellas” y “La madriguera del gusano blanco”, de 1911, su última, más ignorada y quizá más significativa obra. Algunos historiadores señalan que la escribió bajo los efectos de los narcóticos, a los que el escritor se volcó en los últimos años de su vida, pero su argumento bien podría valer un cursillo de posgrado freudiano: en unas grutas cercanas a Gales, cavadas por antiguos romanos, habita una serpiente gigantesca que seduce, paraliza y domina a sus víctimas. Esta enorme serpiente tiene la extraña particularidad de convertirse a voluntad en “una mujer demasiado hermosa, voluptuosa e irresistible”. Algunos críticos la consideran superior a Drácula. Pero no más intensa. En la castración el hechicero de Viena tendría consuelo.
¿Qué tiene este personaje que ha captado el gusto de tantas generaciones? ¿Por qué se ha convertido en mito, resistiendo tanto el paso del tiempo como las limitaciones expresivas de los géneros artísticos? El tema del vampiro, como su atavismo con la sangre o los temores del colectivo inconsciente no parecen alcanzar para explicar tanta persistencia y predicamento. Francis Ford Coppola, a raíz de su film, dijo una verdad tan irrefutable como zonza: “Drácula pertenece a la cultura popular”.
Stoker lo creó en 1897, a partir de cartas y documentos apócrifos. Se basó para ello en la historia real de Vlad Tepes, “el empalador”, un voivoda rumano del siglo XV, con castillo y anexos en Transilvania, inspirado sin duda en los relatos de terror gaélicos que le susurraba su madre en su lecho de enfermo. Hasta allí lo evidente. Lo que parece sin embargo menos visible es la recóndita historia de amor que anima a este personaje; la perfecta y estricta impotencia amorosa que, desde el vamos a la eternidad, deberá soportar el vulnerable conde en aislamiento. ¿Cuestión de sangre? ¿De lectura psicoanalítica? ¿O de cláusula ideal? A la luz del sol, y más allá de pulsiones o de pecaminosos deseos, Drácula es sin duda la más perfecta y sublime historia de amor prohibido jamás contada: la que nunca podrá concretarse. En términos edípicos, la moraleja del incesto nos dicta una eternidad congruente: la mano que mece la cuna es la misma que mece la tumba.

martes, octubre 10, 2006

Ningún boludo

Tras el escándalo de plagio, Jorge Bucay ganó 360.000 euros en el 5º Premio de Novela Ciudad Torrevieja con la obra “El candidato”. En “Noticias”, Juan Terranova analiza el fenómeno del gurú de la autoayuda ahora devenido en novelista.



Cuando ponés “Jorge Bucay” en el Google lo primero que sale es “Médico argentino especialista en enfermedades mentales, psicodrama y psicoterapia”. Ahora habría que agregar que hizo una torta de plata escribiendo libros. Algo difícil dentro de las cosas difíciles que se puede proponer un latinoamericano.
Personalmente, me quedo con Paulo Coelho que, se sabe, en una época le dio a las drogas duro y parejo, fue satanista y escribió letras para las canciones de los primeros roqueros de Brasil. Coelho es un pastor electrónico de Río, tiene un castillo en Suiza, pero podría estar en Plaza Once con un megáfono leyendo la Biblia a los gritos: odiarlo es complicado. En cambio Bucay se sienta en un bar de Libertador, pide un cortado y te habla de las limitaciones propias y de lo positivo que es entregarse, cada tanto, a uno mismo.
Claro que como todo plagiario sin vergüenza despierta cierta simpatía. Pero ese aire de psiquiatra masturbatorio y comprensivo no se puede pasar por alto así nomás. Uno lo ve en las fotos y se lo imagina babeando, desnudo, durmiendo la siesta un día de calor, o firmando un cheque robado sin que le tiemble el pulso. En la tele, les agarraba libidinalmente las manos a las mujeres de su panel. Las gordas y las divorciadas deliraban. Un asco. Después de que lo descubrieran afanando y le levantaran su columna dominical, todos pensamos que se replegaría en Recoleta, su área de influencia, como mucho, Zona Norte. Pero el tipo doblé la apuesta y volvió con todo. Bucay puede ser el peor prosista del mundo, un presentador de fantasmas, el analista mediático del fiasco, todo lo que ustedes quieran. Pero, viejo, tendríamos que ir admitiendo que no es un gordo boludo.

martes, octubre 03, 2006

UN HOUDINI DEL CORAZON

Una magra versión fílmica y dos biografías recientes han coincidido en su interés histórico por rescatar la personalidad de Giacomo Casanova. Cada tanto, este contradictorio y fascinante personaje veneciano atrae la atención generacional de públicos y lectores de toda condición. Pero la leyenda del libertino, del amante a tiempo completo, a veces condiciona y empaña la verdadera identidad del intelectual. A los 11 años tradujo un pentámetro latino y a los 15 escribió un par de tesis sobre derecho canónico y civil. El favorito de Luis XV y de su amante, la marquesa de Pompadour, también elaboró un ensayo sobre la violencia política, entre otros libros.



Acaso la confusión se deba a que Giovanni Giacomo Girolamo Casanova (Venecia, 1725-Dux, 1798), fue un exquisito precursor en eso de construir el marketing de su propia imagen. Y lo construyó póstumamente a través de sus Memorias, escritas entre 1790 y 1798, en el castillo del conde Waldstein, en Dux, Bohemia (hoy República Checa), donde se recluyó para trabajar hasta su muerte como bibliotecario del noble. Después de tantos combates amatorios, llegaba el reposo para el guerrero. Y merecido. Pero es curioso: ni la racionalidad de nuestro contemporáneo W.G. Sebald, escritor y viajero también, logró escapar al embrujo de este arquetipo de la seducción. En Austerlitz, lo retrata así: "En mis sueños vi al envejecido roué, reducido al tamaño de un muchacho, rodeado de las hileras de oro de la biblioteca, escribiendo sus memorias, numerosos tratados matemáticos y esotéricos y la novela futurista Icosameron, totalmente solo, en una desolada tarde de noviembre. Había dejado a un lado la peluca empolvada, y su propio cabello ralo, como un signo de la caducidad de su cuerpo, flotaba como una nubecita blanca en torno a su cabeza".
Eran los últimos días de Casanova y sin duda estaba cercado: un poco por los 40.000 volúmenes de la biblioteca y otro mucho por el recuerdo de sus andanzas turbulentas. Claro que nada más ficticio ni tendencioso que el género autobiográfico para la memoria, y él conocía a la perfección las tiranías de un discurso en el que el rigor y la subjetividad conviven sin ninguna transición detrás del maquillaje de la primera persona. Ese libro de memorias que concretó son varios tomos y más de mil páginas dedicadas a perpetuar anécdotas, desventuras y aventuras de una figura que el tiempo y el propio autor convirtieron en prototipo de amante y aventurero. Pero, sobre todo, es una larga crónica que se lee como un fidedigno retrato mundano de las cortes europeas del siglo XVIII, del andamiaje social, político y cultural de un sistema convalidado por la ambivalencia del poder y sus relaciones. En ese punto, lo que más llama la atención es la modernidad apabullante del documento; y dentro de esa modernidad, lo primero que surge es la dinámica de las relaciones (imaginen a un cronista de Nazarena Vélez, de Florenciade la V, de Gerardo Sofovich, pero también de los Fernández, la señora ka y las firmas siguen). Nada ni nadie en ese mundo de interacción social es demasiado confiable. Todo cambia a ritmo de videdoclip. La inestabilidad, a pesar de lo concentrado del poder, es el signo de la época. Hay escasos amigos, sobreabundan las relaciones, y quienes hoy son adversarios, mañana son temporales aliados. Como corresponde. Exagerando y con superficialidad extrema, las Memorias son algo así como un palimpsesto de las indiscreciones del peor Tom Wolfe, del más enervante. Aunque la pluma meticulosa de Casanova, la cadencia estilística de una prosa a veces intrigante y siempre confesional, lo imponen como un clásico testimonial y un friso de época. Hay críticos que han observado que su lectura a veces apabulla. Cierto: la creciente de sucesos y peripecias arrastra nombres, vínculos y parentescos de manera tan incesante como obsesiva y por tramos alcanza a tapar al dueño del relato. Mejor. Allí reaparece Casanova y marca el terreno. Esa es su estrategia. Puede ser una una frase, una provocación retórica. Casi siempre son definiciones, marcas contundentes: "una vez apagada la lámpara, todas las mujeres son iguales". El latín le sienta mejor.
Las Memorias se abren con una convicción confesional, con un auto de fe que Casanova -como buen asesor de imagen-, cada tanto se encarga de recordar al lector, así que después de eximirse de culpas o responsabilidades, se reafirma "monoteísta y cristiano fortificado por la filosofía". Entre su apego a un "Dios inmaterial" y su cacareada fortaleza filosófica, resplandece su mejor vertiente: el vitalismo. Casanova fue eso, un vitalista empedernido. Lo que significa ir un poco más allá de la corriente. Fue su ímpetu social el que lo transformó en militar, seminarista, violinista, en gerente de un casino, en creador de una lotería (la Nacional de Francia), en fullero profesional y mucho más. También practicó la cábala, el oscurantismo, y hasta tuvo tiempo para desenmascarar a un chanta profesional de la época: el conde de Saint Germain, uno al que hasta el día de hoy algunos trémulos siguen por su llamita piloto color violeta. También divagó como filósofo, fue duelista y en Polonia mató al conde Branicki, arrojó al mundo varios hijos naturales y gozó de la amistad de dos Papas. De sus abyectas y modernísimas acciones fuera de las sábanas (entre éstas fue un gozador divino), cabría mencionar sus contribuciones a la Inquisición veneciana como delator profesional. Jamás padeció de cargos de conciencia, acaso porque era demasiado sensible y solía llorar de emoción mientras redactaba. A estos atributos habría que añadirle el de impostor profesional, contradictorio, arbitrario, arribista y vividor magistral. Sin embargo, por encima de todo, fue el primer escapista emocional que registra la historia. Un Houdini del corazón. Así como escapó de los calabozos de Los Plomos, en Venecia, así huía magistralmente de ellas.
Algunos exégetas llegaron a contabilizarle alrededor de 125 amoríos. Otros, más modestos y puntillosos, anotan 116. Son cifras de contadores públicos, cuentapolvos de cuentaganado que nada dicen del maravilloso Casanova y de su genuina épica del amor. Es probable que sean menos. O más. No importa. Lo verdaderamente deslumbrante de este epicúreo universal es que a ninguna mujer hizo sufrir. A todas las abandonó, es cierto, ese fue su innato don de escapista sentimental, pero ni una sola terminó con histeria o manía de confesionario. Al contrario. Siempre según su cautelosa versión de los hechos, claro. Fue democrático "en el trabajo de la carne", como bien define al sexo, y se movió siempre bajo un dogma de acero: "Por lo que toca a las mujeres, se trata de engaños recíprocos, porque cuando el amor se mete por medio, es cosa común que los unos se engañen a los otros".
Uno de los errores más extendidos en relación a su conducta es el de asignarle características donjuanescas. Nada que ver. Casanova ha sido lo opuesto a Don Juan, quien sí lastimaba afectivamente. Él no. Se enamoraba para poder amar con el goce de todos los sentidos y trabajaba fervorosamente en pos de ese ideal: "un enjundioso procedimiento el enamorarse", sostiene. En sus Memorias de España (Emecé) los amores con doña Ignacia le acarrean ingentes esfuerzos sentimentales. ¿Puede alguien enamorarse de prepo? Casanova demuestra que sí: todo es cuestión de perseverancia, galantería y compostura. Por supuesto que en su derrotero afectivo hay santas partuzas, pero su cruzada amorosa fue el biombo histórico con el que se confundió al donante de felicidad con aquel otro Casanova, el más frustrado y secreto. En el prólogo de estas memorias por la península, apunta Guillermo Piro en el prólogo: "Doblemente mal interpretado, el fantasma del pobre veneciano deambula sobre nuestras cabezas con las vestiduras del amante más sofisticado y perfecto, cuando lo que él pretendía, por sobre todas las cosas, era ser un filósofo de la altura de su amado Voltaire". Tel quel.
El amante más profundo y huidizo de todos los tiempos, no pudo conjurar jamás su sueño verdadero: ser aceptado y visto como filósofo. Algunas de sus teorías son tan cínicas como deslumbrantes, y hasta las hay innovadoras. A cambio, la Historia tomó su versión de sí mismo e hizo de él un panfleto, el del encarnizado mujeriego. La paradoja cuenta que el escapista no pudo escapar de su propia imagen. Sin embargo, en tributo a su colosal obra literaria, quedan sus textos. Unicamente, ya que Venecia no le guardó ni una sola estatua, monumento o museo que lo recuerde. A él, un hijo pródigo. Pero él lo predijo con mejores palabras: "nunca quedará mayor alimento para la posteridad que el de las mentiras piadosas".

jueves, septiembre 07, 2006

Retazos V: El cuerpo del delito. Un Manual de Josefina Ludmer

El caso de la chica austríaca me trajo a la memoria Santuario y después este excelente libro de Josefina Ludmer, donde ella usa el delito como instrumento crítico para analizar “cuentos de delitos”. El texto se inicia con la siguiente profecía de Karl Marx en la que los vínculos entre literatura y crimen se entienden de la siguiente manera:

Un filósofo produce ideas, un poeta poemas, un clérigo sermones, un profesor tratados, y así siguiendo. Un criminal produce crímenes. Si observamos de más cerca la conexión entre esta última rama de la producción y la sociedad como un todo, nos liberaremos de muchos prejuicios. El criminal no sólo produce crímenes sino también leyes penales, y con esto el profesor que da clases y conferencias sobre esas leyes, y también produce el inevitable manual en que este profesor lanza sus conferencias al mercado como mercancías. Esto trae consigo un aumento de la riqueza nacional, aparte del goce personal que el manuscrito aporte a su mismo autor.
El criminal produce además el conjunto de la policía y de la justicia criminal, fiscales, jueces, jurados, carceleros, etcétera; y estas diferentes líneas de negocios, que forman igualmente muchas líneas de la división social del trabajo, desarrollan diferentes capacidades del espíritu humano, crean nuevas necesidades y nuevos modos de satisfacerlas. La tortura, por ejemplo, dio surgimiento a las más ingeniosas producciones mecánicas y empleó muchos artesanos venerables en la producción de sus instrumentos.
El criminal produce además una impresión, en parte moral y en parte trágica según el caso, y de este modo presta "servicios" al sucitar los sentimientos morales y estéticos del público. No sólo produce manuales de derecho penal, no sólo códigos penales y con ellos legisladores en este campo, sino también arte, literatura, novelas y hasta tragedias, como lo muestran no sólo Los ladrones de Shiller, sino también Edipo Rey y Ricardo III . El criminal rompe la monotonía y la seguridad cotidiana de la vida burguesa. De este modo la salva del estancamiento y le presta esa tensión incómoda y esa agilidad sin las cuales el aguijón de la competencia se embotaría. Así, estimula las fuerzas productivas. Mientras que el crimen sustrae una parte de la población superflua del mercado de trabajo y así reduce la competencia entre los trabajadores -impidiendo hasta cierto punto que los salarios caigan por debajo del mínimo- la lucha contra el crimen absorbe a la otra parte de esta población. Por lo tanto, el criminal aparece como uno de esos "contrapesos" naturales que producen un balance correcto y abren una perspectiva total de ocupaciones útiles.

En El cuerpo del delito.Un manual de Josefina Ludmer. Ed. Perfil, 1999: Karl Marx, Historia crítica de la Teoría de la Plusvalía, 3 vol, México, F.C.E, 1945,TOMO I, p.217.

jueves, agosto 31, 2006

Retazos IV

Luz de agosto

Los zurcidos invisibles entre Faulkner y el caso de la chica austríaca

La reciente noticia de la joven austríaca aparecida después de ocho años, me devolvió a la memoria la noticia de otro secuestro, sólo que literario. No el que eficaz y editorialmente armó García Márquez, sino otro, uno mucho más lejano en el tiempo y pasional, furibundo y verdadero. El de Márquez fue un secuestro estrictamente planeado, tanto en su argumentación periodística como política. El que le tocó recrear a William Faulkner (1897-1962), tenía el sonido y la furia de una obra tumultuosa, febril y orgánica, genial en todo sentido. Sus derivaciones llegaron en título hasta agosto, como el mes de la noticia.
Los antecedentes son más o menos conocidos: cuando Faulkner publicó Santuario, en 1931, tenía una pretensión muy clara: ganar dinero. Cargaba con un par de deudas menores, algún que otro agujero financiero que le reclamaban desde hacía meses, y una sola obsesión: "Echarse a escribir sin sobresaltos", según sus palabras. La historia le venía rondando desde hacía tiempo, pero él la cargó de tintes melodramáticos por lo dicho, dinero. Su deseo más recalcitrante era que se leyera como agua de folletín. Los personajes: una muchacha estudiante de Oxford, Temple Drake, ávida de aventuras emocionantes; Goodwin y un grupo de matones; Popeye el psicópata; y luego, en orden menor pero no menos intenso, Horace Benbow, el abogado prófugo de su propio hogar; Miss Reba, la madama del cabaret; Red, y otros. A la acción: luego del accidente por culpa del salame del novio borracho, Temple cae en manos de Goodwin y sus boys y, posteriormente, en manos de Popeye. Una tragedia griega en el sur estadounidense, lo que ya se ha dicho. Un dato más: Faulkner deliberadamente quería trabajar el relato con mucho horror, cargando las tintas en la escena de la violación de Temple y en aquellas que correspondieran al burdel de Miss Reba y otras. Horror y sexo, degradación moral, violencia y un montón de conceptos más que nunca dicen nada si se mantienen en eso que son, conceptos.
Pero Faulkner no pudo con su genio y al melodrama lo bajó de categoría, subiéndolo a la épica de la novelesca más curtida; con los conceptos hizo otro tanto: los redujo a polvo de acción. Los personajes salieron entonces de sus maquetas y quedaron vivos. Contradictorios y reales. El resultado: una obra despareja, genial, invencible al paso del tiempo. Tanto es así que el reciente episodio de la joven austríaca -vaya uno a saber por qué, acaso por esos zurcidos invisibles que tiene la letra-, me la regresó a la memoria.
Desempolvando la novela, hay una escena en la que Temple, luego del secuestro de Popeye, queda sola en la camioneta mientras éste va a cargar, en mérito a la traducción, creo que gasolina. En ese preciso instante puede huir, pero reconoce a una compañera de estudios caminando por la vereda opuesta y no atina a nada. O sí: a sonrojarse. ¿Cómo es que no grita?, se pregunta uno. ¿Cómo no pide auxilio y escapa? Al contrario, la única e imprevisible reacción de Temple es sentir pudor, vergüenza porque su compañera la haya reconocido en esa situación, en la camioneta con un extraño. ¿Es lógica su reacción? Para nada. Es humana, parece que sí. Una de las cosas que enseñan las ficciones verdaderas es que las reacciones del alma humana pocas veces son razonables y que, por el contrario, casi siempre son contradictorias y hasta incomprensibles. Dostoievski ya nos enseñó que se puede matar por amor. Las páginas de policiales de cualquier diario también.
Para el caso de la joven austríaca, por estos días ha aparecido una batería de conceptos y teorías que intentan justificar su reacción, esa de llorar sensatamente al enterarse de que su secuestrador se había cancelado bajo un tren. Síndrome de Estocolmo es la más esgrimida. Touché, es probable. ¿Está embarazada la chica? A lo mejor. Tener una explicación razonable a la boca siempre tranquiliza. De todos modos, las obras de ficción más profundas nos iluminan acerca de las zonas más recónditas del alma humana, esas a las que la razón no siempre accede. La historia de esta muchacha es, por supuesto, novela y película para Hollywood, que engendra combos de burgerfilms. Sin embargo y por ahora, en Austria, ella no quiere hablar, intenta mantener su tristeza en intimidad. ¿Se comprende? Es humana su reacción. Tampoco a los padres quiere ver. ¿Es tan extraño? La historia de amor oclusivo de esta chica tiene costados tenebrosos y transparentes. Pero es amor romántico en el sentido generacional del término. Nos guste o no.
Después de Santuario Faulkner escribió Luz de Agosto, una reivindicación para esa otra protagonista llamada Lena Grove, bastante menos impulsiva que Temple pero con un carácter más comprensible en el reino de la lógica. ¿Una continuación de la furibunda Santuario? Algo así. ¿Una probable evolución de la agonista? Quizá. Dijo Faulkner de Lena: "Ella sí que es la capitana de su propia alma". Por eso, si alguien quiere saber cómo va a continuar la vida de la chica austríaca, a no conmoverse, no hace falta. Tampoco esperar demasiado. Basta con leer Luz de agosto, posterior a Santuario. Si no se encuentran zurcidos invisibles entre un caso y otro, no es Faulkner el culpable. Son estos pespuntes, las más de las veces chingados.

Retazos III

Tambor Pynchado

El caso Günter Grass, vaya a saber por qué, me recordó un libro de Thomas Pynchon de juventud. Lo publicó Tusquets hace ya más de veinte años con un título parafraseado a Henry Adams, Un lento aprendizaje. En el prólogo, Pynchon reconocía no sólo los errores técnicos de esos relatos, sino también y con absoluta entereza, el ADN de algunos de sus personajes: "Y ése que aparece allí, algo autoritario y fascista, tengo que reconocerlo, era yo". Luego agregaba: "A los lectores modernos les desconcertará un nivel de cháchara racista, sexista y protofascista”". Los cuentos que allí aparecían –“Tierras bajas”, “Entropía”, “Lluvia ligera” y otros-, los había escrito el autor de V veinte años atrás. Si sumamos, la data tiene ya más de cuarenta años. “El problema para muchos de nosotros es que en la juventud creemos saberlo todo –agregaba-, o, para decirlo de un modo más sutil, con frecuencia desconocemos el alcance y la estructura de nuestra ignorancia; deberíamos familiarizarnos con nuestra ignorancia”. Es probable, algunos protagonistas de "Zonas bajas" y "Entropía", a lo mejor traslucen algo del protofascismo de aquel Pynchon de juventud, pero más que la admisión de un pecado lo que verdaderamente conmueve es la naturalidad con que el autor asume esa, cómo llamarle, ¿carga? ¿posición? Nada de culpas, nada de gimoteo autobiográfico. Nada tampoco de batir el parche y ponerse en ejemplo, malo o bueno, que eso ya es moralizar. En saludable voz baja y para los lectores de las nuevas generaciones, Thomas Pynchon dice: "Ése también era yo". Clarito: evitando el redoblante mediático, el autor de Vineland da una muestra palpable de honestidad intelectual. También en ese texto extiende parte de su preceptiva narrativa a los iniciados y da algunas recomendaciones, en singular. Pynchon no concede entrevistas, es sabido. Tampoco admoniza ni se rasga las vestiduras. Escribe, corrige, no habla. Tampoco deja pasar el tiempo: ninguna levadura oscura aún le fermenta. Imposible. No puede haber remordimientos o culpas cuando se está fuera de escena. Lo obsceno son los lugares que van detrás de la coma. "Esos lugares no me interesan", ha dicho Grass. No lo parece. Bajo los spots de la escena autobiográfica el hombre ha levantado un monólogo confesional algo plañidero y tardío. Una addenda para aquel viejo prólogo de Pynchon: “No sé de dónde había sacado la idea de que la vida personal del escritor no tiene nada que ver con su ficción, cuando lo cierto, como todo el mundo sabe, es casi lo contrario”.
Y algo más: la crítica es la única forma honesta de la autobiografía, dijo Wilde.

lunes, agosto 28, 2006

Retazos II

El plato de la casa

Anthony Bourdain es uno de los chefs estrella del momento pero, también, novelista. Cuando pudo sortear la ficción de las insulsas novelas de misterio que publicó (fueron tres) ingresó con desparpajo en el mundo de las letras. Recién entonces. Y lo hizo con un libro magnífico y cruel: Confesiones de un chef. Para algunos es un autor de culto, para otros un cocinero renombrado. Algo aventurero, medio cínico, un poco sádico, Bourdain pasea ironías y sabores por el exquisito y políticamente incorrecto Travel & Living. Allí come escorpiones en Afganistán, el corazón palpitante de una cobra viva, enseña el verdadero gusto malayo de las hormigas culonas y hasta muestra las náuseas en cámara cuando tiene que probar, en México, una iguana gigante en "caldo sublime". Sus travesías culinarias son imperdibles. También cenó con gángsteres de la mafia rusa en Moscú, y regresó al puerto de sus orígenes familiares en La Teste, Francia, donde volvió a probar, muchos años después, las ostras que identificaron su infancia. Fue por su sabor que se hizo chef. Y también por algo más que narra en Confesiones... de su experiencia como lavaplatos: "A la vista de todo su personal reunido, Bobby, el chef, le daba por el culo a la novia. Ella estaba inclinada con mucha coquetería sobre un tambor de aceite de cuarenta litros, con el traje por encima de las caderas. Mientras, a pocos metros, su nuevo esposo y el resto de los invitados masticaban felices los filetes...Y entonces, estimado lector, supe por primera vez que quería ser chef".
Así cuenta en Confesiones... (dos son las ediciones, una de "Suma de Letras", otra, más reciente, del Nuevo Extremo) los orígenes de su fervor por los fogones durante una cena de pomposo casamiento. Cuando el libro apareció en Estados Unidos, causó furor. Pero sin sobresaltos: Bourdain ya tenía un título anterior del mismo estilo, sólo que más provocativo: No comas antes de leer esto. Entre las ostras de su infancia en La Teste y su experiencia como lavaplatos en el Dreadnaught neoyorkino, transcurre parte de su desaforada carrera culinaria. Hasta hacerse chef y gentil escritor.
El cocinero exquisito revela detalles del mundo de la gastronomía, atrocidades que jamás se advierten en la estética final del emplatado, pero también y al mismo tiempo, va dando cuenta de su carrera en el CIA (Culinary Institute of América) de Hyde Park, de sus desventuras con la cocaína y la heroína, así como del mundo cerril, estrafalario y peligroso que esconden algunas de las mejores cocinas de los restaurantes de Nueva York, donde permaneció cerca de tres décadas.
Si uno puede sortear el primer plato, de maravillas. Que no es sopa de letras sino pésima traducción, por momentos indigerible. En el Sunday Times, cuando aparecieron estas crónicas de la gastronomía literaria -género de fusión que bien le cae a Bourdain-, escribieron: "El libro es más terrorífico que una novela de Stephen King". Puede ser, depende del paladar. La lección de este artista del desparpajo es sin embargo irrefutable: "Lo mismo da que hablemos de un queso azul sin pasteurizar que de trabajar con socios del crimen organizado. Para mi la comida siempre ha sido una aventura". En su preceptiva de odios y rechazos, figuran: los vegetarianos, los devotos de la comida basura, los que desprecian las salsas y los que no toleran la lactosa. Cuidado, y un consejo final: nunca pedir pescado los días lunes, evitar los platos muy elaborados, tener cuidado con las fritangas de mariscos y desconfiar -razonablemente- de los platos recomendados por la casa.

miércoles, agosto 23, 2006

Retazos

El buen Günter, en los comienzos de los ochenta, concedió un largoreportaje (luego de varias entrevistas) a la italiana Nicole Casanova. Eso luego se convirtiría en un libro, Conversaciones con Günter Grass (Gedisa), escasamente distribuido entre nosotros y ya olvidado. Una de las perlitas de ese texto no surge de la fascinación del Grass juvenil por las esvásticas, los símbolos nazis o las sanas tareas que llevaba a cabo la Juventud Hitleriana en los tiempos en que el acné le brotaba al rodaballo joven -hacían picnics, comían choripán en los bosques y vivían la vida sana de la formación premilitar-, no, eso ya era algo sabido en el novelista alemán. La perlita asoma brillante en una de las páginas anteriores a esa admisión, cuando también reconoce haber asistido -a los 11 años-, a la Cristalnacht o Noche de los Cristales Rotos y haber presenciado la quema de libros, de tiendas de judíos y hasta las feroces golpizas a los miembros de esa comunidad. "Los miembros de la Juventud Hitleriana sembraron de odio y terror la noche en Gdansk". Unas páginas después, pasando revista a sus idílicos 17, dice que no sabía qué era el movimiento de la Juventud Hitleriana ya que cuando él ingresó, seis años después de la Cristalnacht, encarnaba valores tales como la asistencia a los mayores, la vida sana y la solidaridad. De los 11 a los 17, Günter seguramente sufrió, como tantos y como su héroe Oscar del Tambor de hojalata, cierta regresión o amnesia.Gracias a la Fosfovita pudo superar el trance sin embargo y asumir luego tareas y solicitadas altruistas en el consenso de la escritura internacional. Pelando la cebolla, su nuevo libro autobiográfico, seguramente hará llorar a más de uno. Para quienes “no sabían”, como el propio Günter, Conversaciones con Günter Grass se abre con unaconfesión maravillosa: "Siempre mentí, toda la vida me valí de lamentira, y tanto miento que a veces, de un reportaje a otro, me encuentro diciendo cosas opuestas y contradiciéndome. ¿Por qué miento? Porque la verdad me aburre, me aburrió siempre". Lo que parece inexplicable de este entuerto mediático es la polémica, si el buen Günter fue o no nazi, si hizo bien o mal enocultar que había formado parte de las SS, y esas yerbas añejas. ¡Heil, Günter, señor Grass! La cultura letrada de contratapas y solapas ya anuncia una nueva polémica internacional en ciernes: "De chiquito fui mazorquero", reconoció Borges. Para refutarlo o no, habrá que investigar en los archivos.

viernes, agosto 11, 2006

El circo nunca muere

“Pienso en la muerte y pienso en el cielo porque cada vez que pienso

en la muerte pienso también en las estrellas” (Emmanuel Bove)

Mc Cornick tomó el violín, contempló sin asombro el cuerpo malva de la muchacha, y dejó que la melodía llenara las pausas de una conversación siempre igual, anegada por los días y la rutina. Era junio y llovía.

El olor rancio del aserrín se había estancado junto a la casilla rodante y del sobretecho de entrada se escurría un rumor de agua y viento.

-En junio siempre llueve –dijo Mc Cornick apoyando el arco.

La muchacha estaba desnuda y rendida. Miraba el estampado azul de las paredes sin ninguna ilusión. Era muy joven, rubia y de cabellos lacios. Entre sus pechos espléndidos llevaba una medallita con la estrella de David fundida en oro puro. Mc Cornick la miraba con hidalguía. El mal tiempo arreciaba.

-Va a seguir lloviendo –insistió él.

-Hasta que cambie la luna –dijo ella.

Mc Cornick pensó entonces que hacía rato que no miraba el cielo estrellado. Conocía la humedad celeste de las madrugadas, pero había olvidado las noches. Todavía guardaba la costumbre de las funciones con el cielo de lona sobre la cabeza. Últimamente los sueños le decían que se iría a desfondar.

-Dame un beso –pidió ella.

El viejo se incorporó, apoyó el violín contra la puerta de la casilla, y se agachó junto a la muchacha. Ella sintió que sus pechos se llenaban de respiración. Acunó la cabeza del viejo y se quedó absorta. El aliento de Mc Cornick se hizo trepidante.

Habían llegado al circo hacía poco más de cuatro años, bastante antes de que las funciones desfallecieran y de que su antiguo dueño decretara el fin de la vida errática. No clausuró ni levantó el espectáculo: escogió un descampado del pueblo y dijo “ahí nos quedamos”. Desde ese entonces el circo empezó a languidecer en la inmovilidad más absoluta. Cuando se agotó el asombro y en el pueblo no quedaron más espectadores, comenzó el éxodo. Primero fue el alambrista y luego le siguieron los contratados y por fin la compañía entera. Fue una agonía demorada que sólo culminó con el desmantelamiento casi total de las instalaciones. Quedaron únicamente Mc Cornick, la muchacha y ese dueño convaleciente que se negaba a abandonar la nave. Antes de morir, como en un gesto de lucidez y magia, dijo: “toque para mí”. Mc Cornick entonces tocó y el hombre se fue con música de este mundo. Murió con una sonrisa idílica en medio de los restos de su circo y de esos dos sobrevivientes que lo miraban sin comprender, entre consternados y vacilantes por el destino blanco que de ahí en más empezaba.

Todo lo que tenían era una casilla rodante sin tracción, una carpa muy chica y remendada donde se fermentaban bolsas y bolsas de aserrín, tres valijas, algunos trastos de cocina y el recuerdo circular de la pista con aplausos. En ese entonces ella tenía 19 años y él 70, uno menos de los que tenían ahora, y hacían sus actuaciones esporádicamente, cuando el circo llegaba o para las funciones de despedida. El viejo tocaba, cuatro perritos bailaban torpemente, y ella aparecía llevándose los aplausos y las correas. Ahora estaban solos. Desde la muerte del dueño que no hacían otra cosa que mirarse desnudos por las tardes y asistir a la indiferencia del pueblo.

Ella le acarició los cabellos blancos y le dijo:

-Te quiero mucho.

-Todas las noches sueño con que la carpa se viene abajo –dijo él mirando el techo de metal de la casilla.

La muchacha se ovilló contra su cuerpo y el viejo sintió su olor joven.

-Es porque te estás poniendo viejo.

El viejo rió:

-Ahora nos dicen gerontes.

-¿Quién?

-Los médicos.

Ella sonrió y lo apretó con una ternura infinita. Afuera el agua se arrachaba contra los vidrios y producía un sonido cóncavo. El viejo pensó en los aplausos.

-Hay que traer más aserrín –dijo la muchacha mirando el brasero y el rostro ausente del anciano.

-Está húmedo.

-No importa.

Mc Cornik le dio un beso en la frente y se levantó a frotar con la palma uno de los vidrios empañados. Ella se estiró contra la cucheta y se cubrió con una manta; después bostezó largamente.

El viejo miró la belleza inclemente de la muchacha y se dijo que era el hombre más feliz del mundo.

Afuera una cortina de agua impedía ver el monte y los campos. Antes de que el circo se detuviera, mucho antes, solía imaginar que esos pueblos polvorientos y escarchados de La Pampa no eran más que pueblos fantasmas, con habitantes sin alma y mujeres estériles. Ahora encontraba que esa miseria era una razón deslumbrante. Habían vendido los cuatro perros y todavía tenían la cartera amarilla del finado con los ahorros de las últimas boleterías; el resto, desde las sillas hasta las secciones de la lona mayor y la más insignificante de las herramientas, se había ido en la indemnización del personal.

La muchacha se quejó con un cansancio profundo:

-¿Estás ahí todavía?

-Sí.

Después murmuró algo y se cubrió totalmente. Mc Cornick buscó el capote y luego retiró con sumo cuidado el violín de la puerta. Salió a la lluvia con una entereza de adolescente. Cuando regresó, ella ya dormía profundamente. Dejó la bolsa junto al brasero, removió las cenizas y volvió a la ventana con una expresión remota. El olor rancio del aserrín se le hizo insoportable. Entreabrió entonces la traba del ventiluz y se puso a respirar de la tormenta. Recordó que a poco de llegar al circo alguien le había dicho que trabajar en una compañía era como vivir en una cárcel ambulante. Al principio no lo entendió, pero luego, cuando descubrió que el cielo se encapotaba por las noches, se dijo que era cierto. Ahora era distinto: ya no estaba la condena trashumante de la ilusión y ella seguía a su lado, dormitando tras los vidrios inmóviles de la casilla y sin ninguna perspectiva de futuro. Era insensato, pero era así. Como cuando los chicos reían al borde de la pista. Porque sí. En ese abismo de magia inalterada ella era una sonrisa y un desborde para la edad del viejo. Cuando llegó al circo, él notó que ambos tenían los mismos ojos azules. Se conocieron por los ojos. Después le preguntaría si sabía hacer algo y ella diría “nada, nada de nada”. Ese fue un momento inaugural en sus vidas.

Se quedó un buen rato absorto en la lluvia y después preparó mate. Era un viejo hermoso, delgado y con esa claridad irlandesa que en algunos despierta en la vejez. Mantenía el pudor en las facciones y se afeitaba muy de mañana, con tanta meticulosidad que parecía un restaurador.

La muchacha volvió a quejarse entre las sábanas. Él la despertó:

-Tomá –dijo alcanzándole el mate.

Ella se restregó los ojos:

-¿Está con azúcar?

-Sí.

-¿Llueve todavía?

-Sí.

La muchacha chupó la bombilla:

-¿Dormí mucho?

-Algo.

-¿Qué hora será?

-Serán como las diez o las doce, más o menos.

Le alcanzó el mate y ella se recogió el pelo con una hebilla. Parecía más bella aún. En el pueblo creían que era la nieta. Habían llegado a esa sencilla convicción por los ojos también. Cuando salían de compras al pueblo la muchacha se burlaba diciéndole “nono”. Se amaban con esas maneras, no se desmentían.

Mc Cornick volvió a cebar, pero rebasó y restos de yerba fueron a la manta. Ella rió:

-Estás con el parkinson…

El viejo entonces se incorporó teatralmente y golpeándose el pecho, gritó con un grito de Tarzán.

Ella lo miró con amor.

-Somos tan cursis.

El viejo se detuvo. Miró las paredes azules de la casilla y agregó:

-Sueño que la carpa se viene abajo, palabra. Y que no estás…

La muchacha le tapó la boca y lo llenó de besos. El rumor metálico del agua producía ahora un ruido atronador.

-Nunca te voy a dejar –aseguró ella.

Se cubrió con la manta y se aferró a las muñecas de Mc Cornik. Le sintió la piel tibia y transparente. Antes de volver a dormirse tuvo la bíblica y serena impresión de que la casilla era como el arca de Noé.

A la mañana siguiente dejó de llover. La tierra supuraba un olor marrón y el viejo, como todos los días, colgó el espejito en el parante de la carpa de campaña donde guardaban el aserrín. Mientras se afeitaba pensó que no sabía gran cosa de la muchacha. Apenas que era judía, que se llamaba Daniela, y que había escapado de “un montón de lazos, prejuicios y culturas familiares”.

Cuando terminó de afeitarse recogió de un pliegue del sobretecho un poco de agua acumulada y se frotó la cara. Las palanganas estaban llenas, por dos o tres días no tendrían que bajar al pueblo. Después se quitó el barro de los zapatos y entró a la casilla. Ella dormía. Sacó el brasero sin hacer ruido, lo limpió, y preparó el fuego para otro mate. El aire todavía estaba húmedo y del monte se levantaba una neblina de cementerio. “Van a salir hongos”, pensó el viejo.

Antes de dar con el circo, Mc Cornick reparaba relojes. Dejó el oficio y la ciudad por el hastío de esos mecanismos inútiles y confiando en que sus últimos años de vida los consagraría a la aventura de no repetirse. No tenía familia. El violín y sus cuatro perros fueron su única distracción mientras tuvo el taller de relojería. Luego llegaron los mecanismos electrónicos, los digitales con batería, música y memoria, y la orfebrería de sus dedos quedó sepultada por el progreso. Sin rencor ni espanto llegó a la conclusión de que esos nuevos relojes sin manecillas lo dejaban, a él también, sin brazos. Cerró entonces el local, remató las vitrinas y herramientas y salió al país a ver qué cosa era la vida. Anduvo de pueblo en pueblo hasta que dio con esa forma rampante y triste que era el circo. Una mañana se presentó en la boletería, pidió hablar con el dueño, y cuando éste se agachó para acariciar los perros, Mc Cornick, sin demasiada estridencia, sacó su melodía de siempre, ese zal anónimo y brutal que hacía que los animales se encantaran según lo convenido: en círculos, en sentido opuesto a las agujas del reloj, hasta girar y detenerse en dos patas. Su único número. Eso fue una mañana de setiembre y cuando concluyó la rutina, el hombre dijo: “quédese con nosotros con derecho de pista”. Mc Cornick aceptó, más aterrado que deslumbrado, y de ahí en adelante pasó al nombre vespertino de “Mac el Maravilloso”. Durante tres meses trabajó a prueba en la matinée, que era lo que duraba el derecho de pista, y al cuarto pasó a hacer números en la última noche. Los sábados y domingos salía con un traje de lentejuelas prestado; el resto de la semana con una camisola blanca y botas de montar. Cuando la muchacha se unió a la compañía, Mc Cornick ya había perfeccionado la rutina y los cuatro perros tenían capa de luces.

Golpeó la calabaza del mate, respiró hondo el aire de la mañana, y pensó en la muchacha. Era extraño, casi absurdo: había iniciado una relación a los setenta, cuando la vida torna a convertirse en una agonía demorada de movimientos y tenedores, cuando los recuerdos se acomodan sobre las repisas y empieza, más o menos, el espasmo y la tos en los objetos. Hasta ese entonces había tendido un biombo de pudor con las mujeres. O de temor. El caso es que toda su existencia de setenta años, hasta dar con los ojos de esa chica, estuvo signada por el delirio escrupuloso de aventuras imaginadas. En realidad, nunca había dejado de ser previsible frente a una mujer. En el abismo del deseo, había sido siempre un hipócrita consigo mismo: reacciones, gestos, respuestas soñadas pero nunca una iniciativa.

Volvió a golpear la calabaza del mate como para despertar de un sueño. Recordó la luz del circo, el trapecio, las sogas y las cuatro vueltas a la pista.

Se hizo entonces la ilusión de que esos ojos de red consiguieron lo que siempre había deseado: ser feliz. Sonrió. Era tan cursi.

Cuando Daniela despertó el mate estaba lavado. Mc Cornick se había ido al monte a buscar hongos. Desde la casilla podía verse la figura desierta y flaca del viejo. El sol estaba en los eucaliptos. Era una mañana tibia, con los últimos vapores de la tierra yéndose hacia el oeste. Daniela se desperezó y gritó: la figura hizo un saludo a lo lejos. Luego la muchacha fue hasta las ollas y se lavó el pelo con el agua de lluvia. El viejo le decía que tenía una figura de publicidad. Pero ella hacía como dos años que no miraba televisión. Sin embargo, las únicas imágenes del pasado que tenían algún valor estaban relacionadas con su familia. La odiaba, a su madre sobre todo. Pero sentía que seguía dependiendo de ella. Muchas noches se sentaban a ver caer las estrellas y ella sacaba el tema de su familia. Mc Cornick la escuchaba, pero no decía nada. A él le gustaba su aire tendencioso, sensual. A veces le murmuraba que era la inspiración de su vejez. Pero ella no entendía o no quería entender.

Cuando el viejo regresó pusieron los hongos sobre una mesa plegable y los contaron:

-Treinta y tres –dijo satisfecho.

Después los hirvieron. Pero antes de retirarlos el viejo hizo lo que siempre hacía: limpió un clavo sin óxido, lo sumergió en el agua, esperó unos minutos, y comprobó si no se ponía súbitamente negro:

-Están buenos –dijo alzando el clavo.

-De algo hay que morir –bromeó ella.

Por la tarde sintieron un rumor de tormenta en los intestinos, con fiebre y espasmos de un frío que a él le pareció azul. Creyó que se le calcinaban los testículos y en medio de su delirio sintió tener piedras. Daniela, en cambio, murió. Pero murió muy dócilmente, con una sensación de frío que apenas se le manifestó en los oídos: lo último que oyó fue que tenía nieve en los tímpanos. Un aluvión lento que terminó por cubrirla totalmente.

A la madrugada, después de los vómitos, el viejo se acurrucó junto al cuerpo tieso de la muchacha y se durmió buscando calor.

Despertó tiritando. Cubrió a Daniela con una manta y se puso a preparar mate. No recordaba gran cosa, pero el aserrín y el rescoldo del brasero le devolvieron la sensación calcinada en los testículos. Se palpó y tuvo una mueca de alivio: estaban intactos. Luego se puso junto al catre. Estaba mareado y febril:

-Fueron los hongos –le dijo- fueron esos hongos de mierda.

Notó que la muchacha le asentía con la cabeza y la dejó dormir. Antes le acarició el pelo, más brillante que nunca y súbitamente crecido.

-Vas a tener que cortártelo –murmuró.

La humedad de las últimas lluvias había desafinado el violín. Mientras esperaba el silbido de la pava se puso a tensar las cuerdas, sentado al borde de la casilla. La mañana era luminosa y diáfana. El aire tenía el olor del estiércol de los campos, recién abonados. Cerró entonces la puerta y se puso a probar con ímpetu algunas notas. Luego se afeitó, tomó mate, y con el resto del agua dejó que hirviera y preparó caldo de arroz.

-Es para la descompostura –le dijo al tiempo que la acomodaba entre dos almohadones.

La muchacha mantenía una rigidez espectral.

Con los párpados cerrados y los brazos en cruz por encima de la manta, parecía una visión intacta del pasado. Raro, pero mantenía el mismo gesto que durante las funciones: se inclinaba levemente, entornaba los párpados y ponía los brazos cruzados para agradecer los aplausos.

-Tuve la culpa, yo tuve la culpa –dijo el viejo.

En seguida le aferró la mandíbula y le abrió la boca, tirándole la cabeza hacia atrás. Le vació entonces una cucharada de caldo. El vapor comenzó a escapársele de entre las comisuras y dos hilitos tibios bajaron hasta los pómulos. Mc Cornik la miró: era como un cráter en erupción. Cuando completó el tazón la volvió a acostar y la arropó con cuidado. Sobre la manta, a la altura de los pies, colocó el capote para la lluvia y encima de éste un almohadón:

-Tratá de dormir –susurró.

Estaba horizontal y eterna, con una mueca estéril en los labios. El viejo ya se apartaba cuando un rumor de esclusa y bajo vientre salió de las sábanas. Se volteó y destapó el cuerpo desnudo:

-No es nada –dijo.

La limpió con agua tibia y cambió las sábanas, volteándola a un lado y al otro. El fondo del catre lo cubrió con lonas de la carpa mayor, los últimos parches que quedaban. Por último, la acurrucó.

Antes de volver a taparla contempló la malva desnudez de los muslos y se sintió feliz. La perfumó y tuvo la serena impresión de que le pertenecía más que nunca. “Todo está igual”, pensó.

Al mediodía, antes de marcharse al pueblo, la remeció y le dijo palabras de amor al oído. Se despidió con un beso en la frente y buscó en la cartera amarilla unos pocos pesos y el viejo reloj de plata, grande y con leontina. Jamás lo consultaba, lo mantenía como recuerdo de la profesión. Lo puso en hora mirando el sol y luego le dio cuerda. Inclinó la cabeza del cadáver y se lo echó al cuello:

-Atrasa –dijo.

En el silencio de la casilla el pecho de la muchacha despedía un sonido acompasado y firme. Camino al pueblo, repasó mentalmente las compras. Era un cuarto de legua escasa de una huella desprolija y estrecha. Mc Cornick siempre encontraba pensamiento nuevos en esa marcha vacía. En realidad era lo único que encontraba, porque a la aridez del paisaje había que sumarle la ausencia de molinos y alambrados. El monte próximo a la casilla era lo único cierto; después, hasta los primeros caseríos, nada. Había escuchado decir que toda la zona estaba surcada por napas de agua salada, y estando tan lejos del mar le parecía increíble. Más increíble que la decisión del viejo de instalar su circo allí. Aunque era un buen lugar para una agonía. Se preguntó si junto al mar saldría agua dulce y siguió caminando. Estaba liviano y tranquilo.

En la farmacia compró ajenjo molido, formol y tinturas. Era un local húmedo que todavía conservaba la publicidad del viejo Geniol, enmarcada con cartulina amarilla a la pared y por encima de la balanza de pie. Don Linera era también un hombre antiguo, con ideas arcaicas y tachuelas y clavos en la cabeza. Siempre estaba atento y desconfiado. Mc Cornick no se sorprendió cuando el farmacéutico, como al descuido, le preguntó por la nieta.

-Quedó en cama. El ajenjo es para ella –contestó.

Linera hizo un gesto indolente:

-Creí que se habían ido.

-No todavía –replicó el viejo.

-Si es para el estómago esto le va a ir muy bien –dedujo el farmacéutico mientras terminaba de envolver los frascos.

-Claro –repuso el viejo. Y extendió un billete de mil.

Linera dio una vuelta completa a la manivela de la registradora y el campanilleo metálico quedó flotando en el aire.

-En el pueblo va a haber censo –dijo de pronto el farmacéutico.

Mc Cornick tomó el cambio y miró los ojos sin brillo del hombre:

-Mejor –dijo. Y se marchó.

El pueblo era un caserío recto y simétrico, con una plaza principal inútil pero prolija y calles de polvo que había que aplacar cada dos días. Para eso estaba el camión de la acaroína de la delegación municipal y el encargado del club de fomento. En las veredas de las casas había bancos de plaza, todos idénticos, y acacias al frente que siempre se podaban igual: como globos terráqueos. Bordeando el río de polvo de la calle principal estaban los palenques de troncos, encalados y rectos. La lluvia última había lavado el olor resinoso de la acaroína. Un resquemor asaltaba a Mc Cornick cada vez que bajaba al pueblo, conversar con esa gente era como volver a los clientes y a los relojes.

Caminó resueltamente hacia la tienda y compró hilo chanchero y agujas de colchonero.

-Para los remiendos de la lona –dijo sin soberbia. Sabía que cada compra debía justificarse y estaba acostumbrado. El tendero era un rumano opaco y cansino. Su único problema era que el ferrocarril del Provincial ya no pasaba más por esas tierras. Mc Cornick le mostró el paquete de la farmacia, y continuó: -el formol es para las polillas, me están comiendo todo.

El tendero lo miró sin fervor:

-Si no vuelve el tren a nosotros también nos van a comer las polillas.

Tenía un rostro de cartón y un cuerpo de utilería. A Mc Cornick le disgustaba el olor a género que le salía de la boca y le hablaba dándole la espalda.

-Pero si hacen el censo es por algo –dijo.

-Es lo mismo –dijo el tendero-, somos pocos y nos conocemos mucho.

Mc Cornick sintió que esas palabras lo desalojaban. Era una especie de intruso apacible en el pueblo y lo sabía. Antes de marcharse, el hombre le mandó saludos para la nieta.

-Serán dados –dijo. Y se fue.

De regreso, abrió y ventiló la casilla. El sol de la tarde había embotado el aire y en el rostro desencajado de la muchacha se notaban los primeros signos de descomposición. Mc Cornick hizo entonces lo que siempre hacía: destapó el cuerpo, tocó para ella su melodía triste de todas las tardes, y finalmente se desnudó el también para quedarse a su lado. La contempló con esmero.

-Te voy a hacer el amor –dijo de pronto.

Y como ella mantenía el embeleso ausente de la muerte, él la penetró. Primero con una suave inconsciencia y luego acompasadamente, al ritmo de ese zal que el oído le marcaba. El pecho rítmico de la muchacha terminó por envolverlo. En el crepitante instante del éxtasis sintió que la vida le daba lo mejor. Luego lloró emocionado. Cuando se enjugó las lágrimas tuvo la certeza de saberse impecable:

-Te quiero –murmuró. Enseguida la cubrió, le besó el reloj al cuello y la medallita de David y le repitió con una ternura infinita que la amaba más que a nada en el mundo.

Al otro día la bañó y le recortó el cabello y las uñas de los pies. El cuerpo demacrado despedía olores nauseabundos. “Como cuando abonan la tierra”, pensó el viejo. Cada movimiento que realizaba dependía del sonido inalterable de ese reloj. A la noche, cuando terminó de secar el aserrín y de acomodar las agujas con las secciones de hilo, hizo más música para el cadáver.

El primer corte fue longitudinal, del esternón al bajo vientre. Luego lo prolongó hasta el cuello. La luna de la madrugada cintilaba en el techo de la casilla cuando produjo la segunda incisión, más profunda y firme que la primera. La sangre tenía el olor del alcanfor y estaba oscura y lenta. Dos horas estuvo sacándole vísceras y órganos y arrojándolas a un pozo de un metro de profundidad que hizo junto a la casilla. Terminó de vaciar a Daniela al aire libre. Los ojos glaucos de la joven miraban el fondo de la madrugada con embeleso. Cada tanto se limpiaba las manos con el aserrín y proseguía, alegre y febril. Cuando terminó, ya había clareado. El cuerpo había perdido la forma y estaba aplastado contra la mesa como un trapo mojado. Luego lo lavó, limpió los coágulos y secó con cal las cavidades. Después lo rellenó con aserrín empapado en formol y lo cosió con costuras gruesas en el pecho, las piernas y los brazos. De entre la masa informe de órganos y cartílagos había separado el corazón para conservarlo en un frasco con formol, pero al cabo de examinarlo un buen rato decidió que no tenía nada de raro y lo arrojó al pozo. Los cuentos siempre hablan del corazón de las personas, no era necesario uno verdadero. Sentía en las manos el olor metálico de la carne en descomposición y se lavó. Luego barrió el piso de tierra, esparció aserrín a la entrada de la casilla y preparó fuego sobre el montículo de tierra que tapaba los restos. Se sintió temblar por el esfuerzo. Al mediodía, las huellas de la carnicería estaban borradas y Daniela devuelta a las mantas del catre. Se durmió al sol.

Se despertó tiritando. Miró el sol, calculó la hora, y entró a la casilla. Destapó el cuerpo corrugado y lo miró con éxtasis: el muñeco de piel le devolvió una mirada amarilla. Suspiró con alivio y le dio cuerda al reloj.

-Casi me duermo –dijo.

Luego lo cubrió con precauciones de viejo y le levantó los párpados: las cuencas se le habían hundido y tenía los ojos como dos gelatinas. Se dijo entonces que al otro día bajaría al pueblo para comprarle anteojos de sol. Le besó la frente y salió para preparar el mate. Cuando fue por el agua notó que los baldes estaban vacíos y que hasta el último resto se le había ido en la limpieza. Se sintió contrariado:

-No hay nada de agua –gritó.

Creyó escuchar la voz de Daniela que desde el interior de la casilla le decía algo. Partió al pueblo con baldes y cacerolas.

..................

-Si estuviera el tren lo llevaba a las vías a respirar el vapor de la locomotora –dijo la mujer –, tiene los bronquios a la miseria.

-El Provincial ya no va a pasar más –contestó Pastor Almendros mientras repasaba la mesada del mostrador. Mc Cornick se acodó a la barra y se puso a mirar las etiquetas amarillentas de las bebidas: fernet, hesperidina, licor 8 Hermanos, caña Legui, botellones de barro de ginebra holandesa. El polvo cubría los envases.

-Por eso hacen el censo –prosiguió Almendros con el trapo rejilla sobre el hombro-, para robar más a gusto.

-Para esta época el Beto siempre tiene el pasmo, probé con el alcanfor pero no le hace nada…

-¿Qué edad tiene el Beto?

-Los siete.

Almendros miró pensativo el ventilador de techo y dijo:

-Para cuando le bajen del todo se le va a ir.

La mujer rió con pudor. Luego miró por encima de las espaldas de Mc Cornick, y dijo:

-Ojalá…

Almendros traspuso la barra, extendió los brazos como estacas y miró fijamente al viejo:

-Qué va a tomar el hombre…

-Ginebra.

-Ginebra –suspiró Almendros y se agachó hasta desparecer del mostrador. Se escuchó un ruido de botellas y el tintinear apagado de vasos. Luego emergió con su aspecto de arbusto marrón y le enfrentó el vaso, a medio llenar. Mc Cornick sintió el perfume y se la llevó a la boca. La bebió como si fuera té caliente, sin ninguna urgencia. Almendros lo miraba como a punto de romper a hablar:

-¿Y la nieta que no se la ve?

-Ahí anda…

-Buena muchacha –dijo Almendros.

-Buena –repuso el viejo.

Desde el fondo del salón se escuchó el saludo de despedida de la mujer y los pasos nudosos que se alejaban. Almendros levantó el trapo a modo de saludo.

-Y qué habrá sido de la compañía, digo yo?

-En otro circo, supongo –dijo el viejo.

-Vida difícil la del circo.

-Ajá.

Mc Cornick terminó la ginebra, se frotó el cuello y desde el fondo de sus ojos irlandeses sacó un destello de burla:

-¿Y para qué es el censo?

-Por las elecciones… Vamos a tener elecciones…

Desde la calle entraba el olor rápido de la acaroína. Mc Cornick lo aspiró tranquilo. Cuando salió del club, anochecía. Cargó los baldes que había dejado a la entrada y se marchó.

De camino pensó en el censo y en las elecciones. Pensó también en el agua caída. Había llovido mucho últimamente, pero nunca lo suficiente. Cada vez que atravesaba la zona de las napas de agua salada le brotaban pensamientos increíbles. Le gustaba el lugar. Se prometió que alguna vez llevaría a Daniela a ese paraje y que, en medio de la nada, haría su música. Estaba en el momento más sereno del día.

Dejó los baldes junto a la casilla y se sentó al frescor de la noche. En medio de ese cielo estrellado pensó en lo extraña que era la vida. Tanto tiempo de intimidad con Daniela, tanto de estar desnudos haciendo música por las tardes, y, sin embargo, nunca el amor de los cuerpos. Nunca hasta antes de ayer. Era extraño, pero era así. Recordó la intensidad del instante y recordó también la intensidad del momento. Se sintió masculino.

Se acostó junto al cuerpo sin hacer el menor ruido.

Al otro día muy temprano empezó los preparativos para mejorar la casilla. Delimitaría el terreno, haría canteros con flores y almácigos y zurciría los restos de lona para hacer un parasol. Estaba exultante. Ese pedazo de tierra era una vuelta a la infancia. Mientras carpía y emprolijaba las borduras volvía a descubrirse en la luminosa alegría de aquellos días. Pensó que la memoria reparaba partes ausentes.

Trabajó hasta las diez de la mañana. Después levantó a Daniela y la puso al sol, como quien pone un muñeco húmedo a orear. Estaba satisfecho con la limpieza, alrededor del terreno sobresalían las estacas rojiblancas que antes tensaban la lona mayor.

-Nuestra casa –murmuró.

Luego se acercó al cuerpo y le dio un beso en la frente. El gusto ácido del formol quedó en sus labios. Le inspeccionó la piel, tensa y amarilla, y se dijo que tanto sol no era conveniente. Recordó la cartera amarilla del finado: todavía había plata. Al otro día iría a comprar semillas y los anteojos para el sol.

Levantó el cuerpo, lo volvió a la cama y lo ubicó con suaves retoques, mirándolo y volviéndose sobre él. Temía que perdiera la forma. Luego ventiló el lugar. Aunque el primer olor ya se había retirado, persistía el aroma salobre de la sangre y las tinturas. La observó desde la puerta: la muchacha tenía una expresión de estropajo, desfondada y triste.

-En el pueblo va a haber censo –dijo, y enseguida, como reponiéndose, agregó -: pero para los del pueblo nosotros no existimos. El tictac en el pecho de Daniela continuaba como un rumor.

Cuando regresó a la tarea de limpiar el terreno, ya no le pareció tan acogedor como antes. Estaba más prolijo, pero más triste también. Le recordaba la pista del circo. Se apoyó entonces contra la azada y empezó a llorar. Volvió a la casilla: la mirada embalsamada de la muchacha le provocó más lágrimas. Entonces se desnudó, buscó su violín y empezó a hacer música. Luego se durmió. Soñó que la joven se incorporaba, lo besaba en la frente y se iba a campo traviesa hasta desaparecer en el monte de eucaliptos.

Despertó reseco y hambriento, con latidos en el vientre y con la sensación de tener arena en los ojos. Miró por la ventanita: estaba el crepúsculo, la azada volcada sobre los yuyuos y más atrás el bosque de eucaliptos. Se volvió:

-Soñé que te habías ido –dijo.

Después se levantó dando tumbos y metió la cabeza en un balde con agua. Tiritó, tenía la piel ardida y sentía los músculos endurecidos. Casi no se podía mover.

-Soñé que te ibas –insistió para sus adentros, como borracho.

Hacia el oeste se desbarrancaba un sol amoratado y perfecto, ralas nubes cárdenas lo seguían. El aire venía con ramalazos de estiércol. Se tanteó los testículos como cada vez que tenía malos presagios y luego se desperezó. “No va a llover”, pensó. Desnudó entonces los despojos de la joven y se acostó a su lado. Le hizo el amor con la sensación reseca del aserrín. Más tarde partió al pueblo. Estaba animado. “Anteojos y pintura”, se dijo.

De camino pensó en el olor a lavandina y almidón que brotaba del sexo de Daniela. Desde que había comenzado a hacerle el amor descubría fragancias nuevas. Comparó esos olores con el aroma rápido de la acaroína y pensó que tanto el sexo como el agua estaban hechos para aplacar esas cosas.

Fue directo al almacén general, un lugar descascarado y percudido de humo. Fermín Donoso lo recibió como recibía a los que estaban de paso: sin mirarlo siquiera. Pagó la pintura y las semillas. Ya se marchaba cuando recordó los anteojos. El dueño meneó la cabeza. Pero luego lo detuvo un instante:

-Esperesé –dijo-, a lo mejor le sirve esto –y se volvió para revolver en un cajón y mostrarle unas antiparras-: son para soldadura autógena, las tengo de cuando estaban las cuadrillas del Provincial.

Mc Cornick las miró a la luz de una lámpara. Le parecieron estrambóticas:

-Están bien –dijo-, ¿cuánto es?

-Doscientos.

Antes de volver pasó por el club a tomar la copa de ginebra. Había olor a tabaco de hoja y a caporal. Pensó que la cosecha estaba a punto de terminar. Cuando quedaban pocos días para ser embolsada, bajaban los golondrinas y medieros que por nada se tenían que arremangar. Mc Cornick divisó a Almendros en la barra; un poco más lejos, entre la pared de los jamones y chacinados, estaba el delegado municipal, rodeado por un anillo de gente. Se acercó, pidió el trago, y debajo del estaño puso los bultos con las pinturas, semillas y antiparras. Hacía calor y en el aire todavía flotaban los rastros del polvo de la tarde. Ese día no había pasado el camión municipal. La ginebra lo empezaba a abotagar cuando escuchó un chistido por detrás:

-Venga, acérquese.

Era el delegado municipal, gesticulando, nervioso. El viejo echó una mirada de relámpago a los bultos y después, despacio, se acercó. El delegado le parecía un hombre teatral. Algunos se corrieron. Le estrechó la mano. El delegado le señaló a su derecha. Entonces la vio: estaba sentada, absorta sobre unas planillas. No tendría más de veintidós años. Muy parecida a Daniela. Ella alzó la vista y le sonrió con los ojos:

-Encantada.

-Encantado -dijo Mc Cornick.

La joven llegó a la tarde –explicó el delegado -viene por el censo; en el pueblo va a haber censo –remarcó.

Mc Cornick no escuchó nada. Estaba embelesado con los ojos de la joven. Sin dejar de mirarlos, preguntó:

-¿Y a qué viene?

Ella rió con ganas:

-Por el censo, soy la censista –insistió.

-El censo –repitió el viejo como atontado.

-Como ustedes están lejos –intervino el delegado-, lo llamé para que aprovechara…

Mc Cornick miró de reojo las planillas:

-Mi nieta no está.

La joven hizo un mohín:

-No importa, yo mañana paso...

En medio de la claridad lunar del camino, no podía dejar de pensar en esos ojos. Llegó excitado. Entró en la casilla, pálido:

-Mañana hay censo, viene la censista –dijo al aire.

El cuerpo seguía allí. Él le dio la espalda y desempacó.

Durmió mal. El ardor de los testículos se le mezcló con el crepitar metálico del pecho de Daniela. Se levantó muy de madrugada, como de costumbre. Después se afeitó de memoria y se miró al espejo. Se veía bien. Vació uno de los baldes y salió al monte. La figura del viejo se perdió entre las sombras de humedad.

Volvió con el sol fresco de la media mañana. Dejó el balde en la mesa plegable y entró a lavarse y preparar mate. Parecía más joven. Se acercó al cuerpo y algo le dijo al oído.

Después de refrescarse sentó a Daniela en la cucheta. La acomodó con cuidado, buscando la naturalidad del gesto. Le colocó las antiparras y le dio cuerda al reloj de leontina. Se alejó. La miró. Estaba bellísima en su quietud. Sonrió. Luego se retiró, dejó en penumbras la casilla, y se sentó junto a la mesa plegable a esperar.

Como a la hora, más o menos, el viejo divisó una silueta conocida. Cuando se levantó para recibirla tuvo un estremecimiento. La muchacha le sonrió a los ojos. Lo miraba con intensidad. De inmediato reconoció el lugar y exclamó algo que Mc Cornick no alcanzó a comprender.

La joven giró y miró hacia el interior de la casilla; de entre las sombras, creyó adivinar un perfil:

-Dígale que se acerque…-dijo.

-No puede: está descompuesta -repuso el viejo.

La muchacha hizo un gesto de contrariedad. Luego se detuvo:

-Espero que no sea nada…

-Nada, nada –repitió el viejo.

Iba a incorporarse, pero antes anotó algo en una planilla y señaló con el dedo índice:

-¿Puedo entrar?

-Puede entrar, entre –la animó el viejo.

Y mientras la joven entraba a la casilla, en el tiempo en que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, Mc Cornick, como todas las tardes, sacó los hongos del balde y buscó el violín para hacer música, su música, esa melodía anónima y brutal que tanto amaba.