A propósito de El lector, de Bernhard Schlink
Cada tanto vuelvo a recorrer los ambientes de una novela austera, sombría, magistral. Bernhard Schlink la plasmó hace unos diez años y aunque en castellano (Anagrama) ya va por su undécima impresión, su primera tirada es de los noventa. Sin embargo, cada vez que abro las páginas de El lector tengo la misma sensación: la historia de Hanna y Michael pertenece a un libro anterior, antiguo quiero decir. Como si Schlink la hubiera calcado de un clásico, pero, también, como si la suya fuera una versión absolutamente original. Cuando la leí por primera vez sentí el mismo déjà vu: de libro conocido. Y no. O sí. Acaso porque en el imaginario de todos nosotros debe haber una memoria común, única, a la que de tanto en tanto recurrimos para no desapercibirnos. Con los libros debe suceder algo similar, algunos obran de antecedente para que otros logren desarrollarse tiempo después. Una masa básica, digamos, harina y agua, que luego tomará distintas formas y sabores aunque reconociendo un origen común.
El argumento es de una irreprochable sencillez: Michael (15) conoce a Hanna (36) en la calle, ella le ayuda a reestablecerse y a lavarse -Michael ha sufrido una descompostura-, y unos días después él retribuye el gesto enviándole flores a la casa. Se enamoran. Hanna desaparece. Unos años después (segunda parte), él la reconoce en un juicio a cinco mujeres nazis acusadas de haber cometido atrocidades en los campos de concentración. No hay dudas: es Hanna. Ella es sentenciada, condenada a cadena perpetua. Años más tarde frau Hanna Schmitz se ahorca. Entre tanto han pasado cosas elementales: Michael ha proseguido su carrera de abogacía, se ha casado con Gertrude, ha tenido una hija, se ha separado de Gertrude. Un último encargo debe cumplir Michael con el dinero que Hanna ha guardado durante sus años en prisión: entregárselo a la hija de Hanna, que vive en NY. Michael lo hace. Ese dinero va finalmente a la Jewish League. Final edificante y pobretón, pero es lo de menos.
Volvamos a la masa básica: una historia de amor atravesada por la culpa y el horror. La duda que fermenta en el Michael que evoca la relación tiene el germen necesario, aunque obvio, para mantener la trama en alza: ¿quién era esa mujer de quién se enamoró? Lo más superficial libra un esplendido reposo mientras el bollo crece: El lector es novela sobre la lectura y los libros. Un manual emocional sobre el alma humana que despierta en cada párrafo de las historias que el "chiquillo" le leía a la mujer de 36 antes de hacer el amor. Las marcas de las lecturas en voz alta han quedado en ella. En reclusión Hanna seguirá leyendo -ya ha aprendido a hacerlo por sí misma-, y también hará algunas anotaciones y objeciones a esos clásicos que devora. Pero -y aquí sube el sabor de aquel eros amasado en las tardes de la casa de la Bahnhofstrasse-, ella no los toma como clásicos, sino como sus contemporáneos. Algunos apuntes al vuelo: "Schnitzler es un perro ladrador y poco mordedor", "Stefan Zweig lleva el rabo entre las patas", "Las poesías de Goethe son pequeñas estampas", etc. Dice Bernhard Schlink a través del relato de Michael: "Me sorprendió ver que hay mucha literatura antigua que se puede leer como si fuera de hoy; alguien que no sepa nada de historia puede creer que todas esas costumbres de tiempos pasados son en realidad las costumbres actuales de tierras remotas". Está hablando, por supuesto, de ese regusto clásico que prevalece en el paladar de algunas lecturas. También, por elevación, de su propio texto. En medio de tantos libros de culto sobreestimados por sus alardes verbales y sus planteos teóricos, de vez en vez vuelvo a este lector llano y nada elitista. Que es ameno en el sentido más arcaico y tradicional del término. Que tiene el mérito, además, de no ser novela inteligente. Está tan bien contada como escrita: harina y agua. Receta sencilla.
miércoles, noviembre 01, 2006
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