miércoles, enero 07, 2009

Cuando la escritura devuelve la voz

Nota aparecida en Ñ (Clarín) de Lucas Mertehikian a propósito de La cisura de Rolando


En el siglo XVII, el poeta español Baltasar Gracián escribió que el concepto es el acto del entendimiento por el cual acercamos dos términos inicialmente alejados. La definición se ajusta a un artificio retórico típico del barroco de la época, pero bien puede servir como parámetro para nuestros gustos actuales: en literatura, paradójicamente, lo inesperado siempre es bienvenido. Y de una unión imprevista es que surge La cisura de Rolando, la última novela del platense Gabriel Báñez, porque es muchas más cosas de las que aparenta ser. Esta obra fue la ganadora del Premio Internacional Letra Sur, con un jurado integrado por Juan Sasturian, Martín Kohan y Claudia Piñeiro.
La obra está dividida en dos partes. En la primera, Rolando, narrador y protagonista, queda mudo por una lesión en la cisura del cerebro que lleva su mismo nombre. De su extraña afasia serían producto las notas que leemos, que nos remontan a los años de la infancia, por los que desfila una larga serie de personajes entrañables y repugnantes por igual: el ingenioso Behrenz, dueño de unas teorías bastante particulares sobre las mujeres y el electromagnetismo, el padre, infiel y chistoso, de un lado; las tías maternas, inquisidoras y malintencionadas, del otro; la madre, indecisa, que hace pasar a su hijo por todo tipo de tratamientos –espiritistas, fonoaudiólogos, hipnotizadores-, en el medio.
En la segunda parte del libro, Rolando enfrenta un período feliz y de calma. Sin embargo, un divorcio y una serie de alucinaciones lo llevan a un terapeuta lacaniano alternativamente delirante, serio y gracioso, aunque siempre confuso. Lo curioso es que quizá esté aquí el punto menos fuerte de la novela, pero, también, el argumento que la sostiene: lo importante en ella no es tanto cierta exploración del lugar del sujeto (mudo y disociado) que en la segunda mitad del libro se lleva al extremo, sino más bien la prosa rítmica de la primera parte, su humor corrosivo, la mirada infantil pero a la vez adulta que retrata con toda naturalidad cuadros de la vida de barrio que no son para nada naturales. La enfermedad pasa enseguida a segundo plano y poco le importa al lector reconstruir pistas que la hagan verdadera. Los excesos de la segunda parte resaltan, así, los aciertos de la primera.
A diferencia de otros relatos que giran en torno a una patología y que, cuando ésta ya es imposible de explicar o no encuentra ningún correlato en el mundo real, caen por su propio peso, La cisura de Rolando se mantiene no por sus escuetas justificaciones médicas, sino casi a pesar de ellas. Como le sucede al narrador, la mudez se nos va olvidando de a poco: la voz del autor llena ese vacío. También por eso la segunda parte flaquea. El chiste allí queda acotado a cierto campo (porteño, intelectual, psicoanalítico) algo más restringido.
“Escribo porque no puedo hablar”, empieza el relato, provocativo. Como sea, la sorpresa de la novela no está en esa unión premeditada entre escritura y silencio. Si está, en cambio, en su habilidad para sustraerse de ese tema grandilocuente (qué son la voz y la escritura o cómo puede hablar un sujeto partido en varios pedazos) y encontrar, en la minucia, en algunas frases al pasar que no tienen desperdicio, verdaderas iluminaciones propias de un niño.
Cuando el personaje y la novela se toman demasiado en serio, quizá no sean tan efectivos, pero, al mismo tiempo, señalan sus virtudes: ésos son los dos términos que, en definitiva, Gabriel Báñez ha logrado acercar.

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