(Editorial Atlántida-Alphil Editions, París, traducción de Erich Fisbach)
Capítulo 1
Macías quitó el freno a la silla y se dejó ir. Siempre hacía lo mismo: a las seis en punto de la tarde dejaba los relojes y se deslizaba por la pendiente de la plazoleta. Compartía el plano inclinado con los chicos que a esa hora, a la salida de la escuela, llenaban el lugar. Era feliz, las leyes de la inercia eran el beneficio más destacado de su parálisis.
Arreglar relojes y buscar pendientes eran su mundo. Tampoco deseaba más. En la precisión de algunos mecanismos encontraba un vértigo similar al que podían ofrecerle los declives. En el fondo, todo era cuestión de tiempo.
De vez en cuanto los chicos lo esperaban en el borde de la pista y se deslizaban con él. Algunos se sentaban sobre sus atrofiadas rodillas y compartían la ilusión del juego. Ellos tomaban su parálisis como un pasatiempo. El conjunto de su silla y de su persona tenían el mismo valor que un tobogán o una hamaca. Macías sentía que los chicos le devolvían esos gestos que la vida le había negado. Ellos lo entendían y lo cuidaban como a una mascota. Toda la extensión ortopédica de su cuerpo desaparecía con una sonrisa, un cucurucho de maíz inflado o con los papelitos de caramelos que le arrojaban.
A veces se hacía conducir hasta los senderos de césped laterales para cronometrar la caída de la tarde. Era exacto en todo. También le gustaba el olor del pasto recién cortado y hasta era capaz de calcular las vueltas de giro de la cuchilla eléctrica del cuidador. Por las mañanas, en cambio, era como un vegetal al sol. Leía los viejos anuarios de relojería, las "Mecánica Popular", y preparaba las entregas de los relojes. Cuando no tenía trabajo cerraba el local, cruzaba la plazoleta, y se ponía a conversar con el cuidador, un anciano lento y de ojos acuosos. Entonces dejaba que el aire tibio y sulfuroso de la ciudad le ingresara por la piel. Pero eran raras las ocasiones en que podían concluir la charla. Los chicos terminaban reclamándolo y él dejándose arrastrar hasta las pistas inclinadas. Formaba parte del paisaje. En ese perímetro dejaba de ser un discapacitado.
También disfrutaba con la marcha de un viejo relos de sol que la municipalidad había colocado a un costado del paseo. Desde que habían quitado la vieja calesita, él se había convertido en uno de los centros de atracción del lugar.
Años atrás la plazoleta había sido un basural, con una insólita hamaca en el medio. Las toneladas de cemento que habían echado terminaron beneficiándolo. Sin querer, las modernas concepciones urbanísticas habían hecho un privilegio de su condición. Su silla podía desplazarse y ganar alturas y bajar sin mayor esfuerzo. Los andariveles de acceso estaban protegidos con hierros curvos y redondos hasta formar una empalizada continua y uniforme. A los costados, a manera de talud sobre lo que antes habían sido desperdicios, estaban las borduras de césped. Pensando en los patines y en las patinetas se habían evitado los escalones. También estaban los pasamanos para los más inexpertos y una media docena de bancos que emergía hacia el final del hormigón con formas caprichosas. Pero eran incómodos. Macías había intentado adaptarse a uno de ellos una tarde y le había resultado imposible. El alumbrado a mercurio, acompañado por farolas de seguridad dispuestas sobre la grava, imitaba en toda su extensión a un transatlántico. Por las noches, en medio de esa marea de luz de amaranto, la soledad de los bancos resultaba escalofriante. La plazoleta parecía entonces un enorme barco en un dique seco, con su línea de flotación inalterada.
Pero de noche Macías se entregaba a los relojes. En su pequeño taller reparaba coronas, ejes o dientes. Mansamente se hacía a la noción de ser un artesano muy antiguo, un casi alquimista del tiempo, capaz de transmutar segundos o minutos en piezas de sincronía absoluta. Para él, el tiempo era tan concreto como las ruedas de su silla: no circular según el concepto filosófico, sino según la ecuación de velocidad y distancia. Su absoluto y la fórmula de ese absoluto, podían muy bien reducirse al concepto de un tiempo hecho de espacio. En estas especulaciones, lo mismo que con sus mecanismos, podía entretenerse hasta la madrugada. Cada desperfecto era un desafío. Experimentaba la misma sensación de vértigo ante un puente defectuoso que ante el vacío previsible de las rampas. En eso se le iba la vida. Y su vida se orientaba de acuerdo a dos husos horarios: el que regía su expansión en la plaza y el que lo hacía en su taller. En ambos cuadrantes Macías era igual de feliz.
Cuando llegó al final de la pendiente, aspiró la revancha de un nuevo descenso. Era verano y hacía calor. Tenía la barba orlada por pequeñas gotas de sudor. Pero se veía satisfecho. Desde lo alto de las rampas los chicos lo aplaudían y él saludaba con su enorme tórax: ensanchándolo, tensando los formidables bíceps y enarbolando una sonrisa infantil. El reloj marcaba las seis y dos minutos. Un minúsculo gesto de gloria llenaba sus facciones.
Acarició las ruedas de la silla como si fueran el lomo ovillado de un enorme animal jadeante, y luego posó los dedos sobre los rayos para recorrerlos débilmente. Eran las cuerdas de su instrumento, los diámetros donde el viento se tensaba y donde se producía la fuga esperada, esa casi música. El cemento reverberaba bajo sus pies, pero no lo sentía. Había bajado en dos segundos menos, tiempo suficiente como para olvidar que era un tullido. Las ruedas y los segundos estaban de su lado.
Los niños lo rodearon con besos y abrazos. Macías sacó caramelos de un bolsillo y los arrojó al aire. Creía estar en el podio de los vencedores, agitando el champán y convirtiéndolo en lluvia. Después se dejó llevar. Los chicos lo arrastraron pesadamente, como un trofeo, y lo depositaron en la explanada más elevada. Se quedaron contemplándolo. Cuando los gritos y las burlas se acallaron, él elevó los brazos al cielo, y dijo para sí:
-Catorce segundos, catorce segundos...
Algunos lo aplaudieron. Otros le tiraron a la cara el papel de los caramelos.
(Novela en pre producción fílmica bajo la dirección del realizador Marcos Rodríguez y Norman Briski en el papel del relojero Macías Möll - "Apuntes de la decadencia", Clarín, 26-3-06.
jueves, junio 01, 2006
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