viernes, agosto 11, 2006

El circo nunca muere

“Pienso en la muerte y pienso en el cielo porque cada vez que pienso

en la muerte pienso también en las estrellas” (Emmanuel Bove)

Mc Cornick tomó el violín, contempló sin asombro el cuerpo malva de la muchacha, y dejó que la melodía llenara las pausas de una conversación siempre igual, anegada por los días y la rutina. Era junio y llovía.

El olor rancio del aserrín se había estancado junto a la casilla rodante y del sobretecho de entrada se escurría un rumor de agua y viento.

-En junio siempre llueve –dijo Mc Cornick apoyando el arco.

La muchacha estaba desnuda y rendida. Miraba el estampado azul de las paredes sin ninguna ilusión. Era muy joven, rubia y de cabellos lacios. Entre sus pechos espléndidos llevaba una medallita con la estrella de David fundida en oro puro. Mc Cornick la miraba con hidalguía. El mal tiempo arreciaba.

-Va a seguir lloviendo –insistió él.

-Hasta que cambie la luna –dijo ella.

Mc Cornick pensó entonces que hacía rato que no miraba el cielo estrellado. Conocía la humedad celeste de las madrugadas, pero había olvidado las noches. Todavía guardaba la costumbre de las funciones con el cielo de lona sobre la cabeza. Últimamente los sueños le decían que se iría a desfondar.

-Dame un beso –pidió ella.

El viejo se incorporó, apoyó el violín contra la puerta de la casilla, y se agachó junto a la muchacha. Ella sintió que sus pechos se llenaban de respiración. Acunó la cabeza del viejo y se quedó absorta. El aliento de Mc Cornick se hizo trepidante.

Habían llegado al circo hacía poco más de cuatro años, bastante antes de que las funciones desfallecieran y de que su antiguo dueño decretara el fin de la vida errática. No clausuró ni levantó el espectáculo: escogió un descampado del pueblo y dijo “ahí nos quedamos”. Desde ese entonces el circo empezó a languidecer en la inmovilidad más absoluta. Cuando se agotó el asombro y en el pueblo no quedaron más espectadores, comenzó el éxodo. Primero fue el alambrista y luego le siguieron los contratados y por fin la compañía entera. Fue una agonía demorada que sólo culminó con el desmantelamiento casi total de las instalaciones. Quedaron únicamente Mc Cornick, la muchacha y ese dueño convaleciente que se negaba a abandonar la nave. Antes de morir, como en un gesto de lucidez y magia, dijo: “toque para mí”. Mc Cornick entonces tocó y el hombre se fue con música de este mundo. Murió con una sonrisa idílica en medio de los restos de su circo y de esos dos sobrevivientes que lo miraban sin comprender, entre consternados y vacilantes por el destino blanco que de ahí en más empezaba.

Todo lo que tenían era una casilla rodante sin tracción, una carpa muy chica y remendada donde se fermentaban bolsas y bolsas de aserrín, tres valijas, algunos trastos de cocina y el recuerdo circular de la pista con aplausos. En ese entonces ella tenía 19 años y él 70, uno menos de los que tenían ahora, y hacían sus actuaciones esporádicamente, cuando el circo llegaba o para las funciones de despedida. El viejo tocaba, cuatro perritos bailaban torpemente, y ella aparecía llevándose los aplausos y las correas. Ahora estaban solos. Desde la muerte del dueño que no hacían otra cosa que mirarse desnudos por las tardes y asistir a la indiferencia del pueblo.

Ella le acarició los cabellos blancos y le dijo:

-Te quiero mucho.

-Todas las noches sueño con que la carpa se viene abajo –dijo él mirando el techo de metal de la casilla.

La muchacha se ovilló contra su cuerpo y el viejo sintió su olor joven.

-Es porque te estás poniendo viejo.

El viejo rió:

-Ahora nos dicen gerontes.

-¿Quién?

-Los médicos.

Ella sonrió y lo apretó con una ternura infinita. Afuera el agua se arrachaba contra los vidrios y producía un sonido cóncavo. El viejo pensó en los aplausos.

-Hay que traer más aserrín –dijo la muchacha mirando el brasero y el rostro ausente del anciano.

-Está húmedo.

-No importa.

Mc Cornik le dio un beso en la frente y se levantó a frotar con la palma uno de los vidrios empañados. Ella se estiró contra la cucheta y se cubrió con una manta; después bostezó largamente.

El viejo miró la belleza inclemente de la muchacha y se dijo que era el hombre más feliz del mundo.

Afuera una cortina de agua impedía ver el monte y los campos. Antes de que el circo se detuviera, mucho antes, solía imaginar que esos pueblos polvorientos y escarchados de La Pampa no eran más que pueblos fantasmas, con habitantes sin alma y mujeres estériles. Ahora encontraba que esa miseria era una razón deslumbrante. Habían vendido los cuatro perros y todavía tenían la cartera amarilla del finado con los ahorros de las últimas boleterías; el resto, desde las sillas hasta las secciones de la lona mayor y la más insignificante de las herramientas, se había ido en la indemnización del personal.

La muchacha se quejó con un cansancio profundo:

-¿Estás ahí todavía?

-Sí.

Después murmuró algo y se cubrió totalmente. Mc Cornick buscó el capote y luego retiró con sumo cuidado el violín de la puerta. Salió a la lluvia con una entereza de adolescente. Cuando regresó, ella ya dormía profundamente. Dejó la bolsa junto al brasero, removió las cenizas y volvió a la ventana con una expresión remota. El olor rancio del aserrín se le hizo insoportable. Entreabrió entonces la traba del ventiluz y se puso a respirar de la tormenta. Recordó que a poco de llegar al circo alguien le había dicho que trabajar en una compañía era como vivir en una cárcel ambulante. Al principio no lo entendió, pero luego, cuando descubrió que el cielo se encapotaba por las noches, se dijo que era cierto. Ahora era distinto: ya no estaba la condena trashumante de la ilusión y ella seguía a su lado, dormitando tras los vidrios inmóviles de la casilla y sin ninguna perspectiva de futuro. Era insensato, pero era así. Como cuando los chicos reían al borde de la pista. Porque sí. En ese abismo de magia inalterada ella era una sonrisa y un desborde para la edad del viejo. Cuando llegó al circo, él notó que ambos tenían los mismos ojos azules. Se conocieron por los ojos. Después le preguntaría si sabía hacer algo y ella diría “nada, nada de nada”. Ese fue un momento inaugural en sus vidas.

Se quedó un buen rato absorto en la lluvia y después preparó mate. Era un viejo hermoso, delgado y con esa claridad irlandesa que en algunos despierta en la vejez. Mantenía el pudor en las facciones y se afeitaba muy de mañana, con tanta meticulosidad que parecía un restaurador.

La muchacha volvió a quejarse entre las sábanas. Él la despertó:

-Tomá –dijo alcanzándole el mate.

Ella se restregó los ojos:

-¿Está con azúcar?

-Sí.

-¿Llueve todavía?

-Sí.

La muchacha chupó la bombilla:

-¿Dormí mucho?

-Algo.

-¿Qué hora será?

-Serán como las diez o las doce, más o menos.

Le alcanzó el mate y ella se recogió el pelo con una hebilla. Parecía más bella aún. En el pueblo creían que era la nieta. Habían llegado a esa sencilla convicción por los ojos también. Cuando salían de compras al pueblo la muchacha se burlaba diciéndole “nono”. Se amaban con esas maneras, no se desmentían.

Mc Cornick volvió a cebar, pero rebasó y restos de yerba fueron a la manta. Ella rió:

-Estás con el parkinson…

El viejo entonces se incorporó teatralmente y golpeándose el pecho, gritó con un grito de Tarzán.

Ella lo miró con amor.

-Somos tan cursis.

El viejo se detuvo. Miró las paredes azules de la casilla y agregó:

-Sueño que la carpa se viene abajo, palabra. Y que no estás…

La muchacha le tapó la boca y lo llenó de besos. El rumor metálico del agua producía ahora un ruido atronador.

-Nunca te voy a dejar –aseguró ella.

Se cubrió con la manta y se aferró a las muñecas de Mc Cornik. Le sintió la piel tibia y transparente. Antes de volver a dormirse tuvo la bíblica y serena impresión de que la casilla era como el arca de Noé.

A la mañana siguiente dejó de llover. La tierra supuraba un olor marrón y el viejo, como todos los días, colgó el espejito en el parante de la carpa de campaña donde guardaban el aserrín. Mientras se afeitaba pensó que no sabía gran cosa de la muchacha. Apenas que era judía, que se llamaba Daniela, y que había escapado de “un montón de lazos, prejuicios y culturas familiares”.

Cuando terminó de afeitarse recogió de un pliegue del sobretecho un poco de agua acumulada y se frotó la cara. Las palanganas estaban llenas, por dos o tres días no tendrían que bajar al pueblo. Después se quitó el barro de los zapatos y entró a la casilla. Ella dormía. Sacó el brasero sin hacer ruido, lo limpió, y preparó el fuego para otro mate. El aire todavía estaba húmedo y del monte se levantaba una neblina de cementerio. “Van a salir hongos”, pensó el viejo.

Antes de dar con el circo, Mc Cornick reparaba relojes. Dejó el oficio y la ciudad por el hastío de esos mecanismos inútiles y confiando en que sus últimos años de vida los consagraría a la aventura de no repetirse. No tenía familia. El violín y sus cuatro perros fueron su única distracción mientras tuvo el taller de relojería. Luego llegaron los mecanismos electrónicos, los digitales con batería, música y memoria, y la orfebrería de sus dedos quedó sepultada por el progreso. Sin rencor ni espanto llegó a la conclusión de que esos nuevos relojes sin manecillas lo dejaban, a él también, sin brazos. Cerró entonces el local, remató las vitrinas y herramientas y salió al país a ver qué cosa era la vida. Anduvo de pueblo en pueblo hasta que dio con esa forma rampante y triste que era el circo. Una mañana se presentó en la boletería, pidió hablar con el dueño, y cuando éste se agachó para acariciar los perros, Mc Cornick, sin demasiada estridencia, sacó su melodía de siempre, ese zal anónimo y brutal que hacía que los animales se encantaran según lo convenido: en círculos, en sentido opuesto a las agujas del reloj, hasta girar y detenerse en dos patas. Su único número. Eso fue una mañana de setiembre y cuando concluyó la rutina, el hombre dijo: “quédese con nosotros con derecho de pista”. Mc Cornick aceptó, más aterrado que deslumbrado, y de ahí en adelante pasó al nombre vespertino de “Mac el Maravilloso”. Durante tres meses trabajó a prueba en la matinée, que era lo que duraba el derecho de pista, y al cuarto pasó a hacer números en la última noche. Los sábados y domingos salía con un traje de lentejuelas prestado; el resto de la semana con una camisola blanca y botas de montar. Cuando la muchacha se unió a la compañía, Mc Cornick ya había perfeccionado la rutina y los cuatro perros tenían capa de luces.

Golpeó la calabaza del mate, respiró hondo el aire de la mañana, y pensó en la muchacha. Era extraño, casi absurdo: había iniciado una relación a los setenta, cuando la vida torna a convertirse en una agonía demorada de movimientos y tenedores, cuando los recuerdos se acomodan sobre las repisas y empieza, más o menos, el espasmo y la tos en los objetos. Hasta ese entonces había tendido un biombo de pudor con las mujeres. O de temor. El caso es que toda su existencia de setenta años, hasta dar con los ojos de esa chica, estuvo signada por el delirio escrupuloso de aventuras imaginadas. En realidad, nunca había dejado de ser previsible frente a una mujer. En el abismo del deseo, había sido siempre un hipócrita consigo mismo: reacciones, gestos, respuestas soñadas pero nunca una iniciativa.

Volvió a golpear la calabaza del mate como para despertar de un sueño. Recordó la luz del circo, el trapecio, las sogas y las cuatro vueltas a la pista.

Se hizo entonces la ilusión de que esos ojos de red consiguieron lo que siempre había deseado: ser feliz. Sonrió. Era tan cursi.

Cuando Daniela despertó el mate estaba lavado. Mc Cornick se había ido al monte a buscar hongos. Desde la casilla podía verse la figura desierta y flaca del viejo. El sol estaba en los eucaliptos. Era una mañana tibia, con los últimos vapores de la tierra yéndose hacia el oeste. Daniela se desperezó y gritó: la figura hizo un saludo a lo lejos. Luego la muchacha fue hasta las ollas y se lavó el pelo con el agua de lluvia. El viejo le decía que tenía una figura de publicidad. Pero ella hacía como dos años que no miraba televisión. Sin embargo, las únicas imágenes del pasado que tenían algún valor estaban relacionadas con su familia. La odiaba, a su madre sobre todo. Pero sentía que seguía dependiendo de ella. Muchas noches se sentaban a ver caer las estrellas y ella sacaba el tema de su familia. Mc Cornick la escuchaba, pero no decía nada. A él le gustaba su aire tendencioso, sensual. A veces le murmuraba que era la inspiración de su vejez. Pero ella no entendía o no quería entender.

Cuando el viejo regresó pusieron los hongos sobre una mesa plegable y los contaron:

-Treinta y tres –dijo satisfecho.

Después los hirvieron. Pero antes de retirarlos el viejo hizo lo que siempre hacía: limpió un clavo sin óxido, lo sumergió en el agua, esperó unos minutos, y comprobó si no se ponía súbitamente negro:

-Están buenos –dijo alzando el clavo.

-De algo hay que morir –bromeó ella.

Por la tarde sintieron un rumor de tormenta en los intestinos, con fiebre y espasmos de un frío que a él le pareció azul. Creyó que se le calcinaban los testículos y en medio de su delirio sintió tener piedras. Daniela, en cambio, murió. Pero murió muy dócilmente, con una sensación de frío que apenas se le manifestó en los oídos: lo último que oyó fue que tenía nieve en los tímpanos. Un aluvión lento que terminó por cubrirla totalmente.

A la madrugada, después de los vómitos, el viejo se acurrucó junto al cuerpo tieso de la muchacha y se durmió buscando calor.

Despertó tiritando. Cubrió a Daniela con una manta y se puso a preparar mate. No recordaba gran cosa, pero el aserrín y el rescoldo del brasero le devolvieron la sensación calcinada en los testículos. Se palpó y tuvo una mueca de alivio: estaban intactos. Luego se puso junto al catre. Estaba mareado y febril:

-Fueron los hongos –le dijo- fueron esos hongos de mierda.

Notó que la muchacha le asentía con la cabeza y la dejó dormir. Antes le acarició el pelo, más brillante que nunca y súbitamente crecido.

-Vas a tener que cortártelo –murmuró.

La humedad de las últimas lluvias había desafinado el violín. Mientras esperaba el silbido de la pava se puso a tensar las cuerdas, sentado al borde de la casilla. La mañana era luminosa y diáfana. El aire tenía el olor del estiércol de los campos, recién abonados. Cerró entonces la puerta y se puso a probar con ímpetu algunas notas. Luego se afeitó, tomó mate, y con el resto del agua dejó que hirviera y preparó caldo de arroz.

-Es para la descompostura –le dijo al tiempo que la acomodaba entre dos almohadones.

La muchacha mantenía una rigidez espectral.

Con los párpados cerrados y los brazos en cruz por encima de la manta, parecía una visión intacta del pasado. Raro, pero mantenía el mismo gesto que durante las funciones: se inclinaba levemente, entornaba los párpados y ponía los brazos cruzados para agradecer los aplausos.

-Tuve la culpa, yo tuve la culpa –dijo el viejo.

En seguida le aferró la mandíbula y le abrió la boca, tirándole la cabeza hacia atrás. Le vació entonces una cucharada de caldo. El vapor comenzó a escapársele de entre las comisuras y dos hilitos tibios bajaron hasta los pómulos. Mc Cornik la miró: era como un cráter en erupción. Cuando completó el tazón la volvió a acostar y la arropó con cuidado. Sobre la manta, a la altura de los pies, colocó el capote para la lluvia y encima de éste un almohadón:

-Tratá de dormir –susurró.

Estaba horizontal y eterna, con una mueca estéril en los labios. El viejo ya se apartaba cuando un rumor de esclusa y bajo vientre salió de las sábanas. Se volteó y destapó el cuerpo desnudo:

-No es nada –dijo.

La limpió con agua tibia y cambió las sábanas, volteándola a un lado y al otro. El fondo del catre lo cubrió con lonas de la carpa mayor, los últimos parches que quedaban. Por último, la acurrucó.

Antes de volver a taparla contempló la malva desnudez de los muslos y se sintió feliz. La perfumó y tuvo la serena impresión de que le pertenecía más que nunca. “Todo está igual”, pensó.

Al mediodía, antes de marcharse al pueblo, la remeció y le dijo palabras de amor al oído. Se despidió con un beso en la frente y buscó en la cartera amarilla unos pocos pesos y el viejo reloj de plata, grande y con leontina. Jamás lo consultaba, lo mantenía como recuerdo de la profesión. Lo puso en hora mirando el sol y luego le dio cuerda. Inclinó la cabeza del cadáver y se lo echó al cuello:

-Atrasa –dijo.

En el silencio de la casilla el pecho de la muchacha despedía un sonido acompasado y firme. Camino al pueblo, repasó mentalmente las compras. Era un cuarto de legua escasa de una huella desprolija y estrecha. Mc Cornick siempre encontraba pensamiento nuevos en esa marcha vacía. En realidad era lo único que encontraba, porque a la aridez del paisaje había que sumarle la ausencia de molinos y alambrados. El monte próximo a la casilla era lo único cierto; después, hasta los primeros caseríos, nada. Había escuchado decir que toda la zona estaba surcada por napas de agua salada, y estando tan lejos del mar le parecía increíble. Más increíble que la decisión del viejo de instalar su circo allí. Aunque era un buen lugar para una agonía. Se preguntó si junto al mar saldría agua dulce y siguió caminando. Estaba liviano y tranquilo.

En la farmacia compró ajenjo molido, formol y tinturas. Era un local húmedo que todavía conservaba la publicidad del viejo Geniol, enmarcada con cartulina amarilla a la pared y por encima de la balanza de pie. Don Linera era también un hombre antiguo, con ideas arcaicas y tachuelas y clavos en la cabeza. Siempre estaba atento y desconfiado. Mc Cornick no se sorprendió cuando el farmacéutico, como al descuido, le preguntó por la nieta.

-Quedó en cama. El ajenjo es para ella –contestó.

Linera hizo un gesto indolente:

-Creí que se habían ido.

-No todavía –replicó el viejo.

-Si es para el estómago esto le va a ir muy bien –dedujo el farmacéutico mientras terminaba de envolver los frascos.

-Claro –repuso el viejo. Y extendió un billete de mil.

Linera dio una vuelta completa a la manivela de la registradora y el campanilleo metálico quedó flotando en el aire.

-En el pueblo va a haber censo –dijo de pronto el farmacéutico.

Mc Cornick tomó el cambio y miró los ojos sin brillo del hombre:

-Mejor –dijo. Y se marchó.

El pueblo era un caserío recto y simétrico, con una plaza principal inútil pero prolija y calles de polvo que había que aplacar cada dos días. Para eso estaba el camión de la acaroína de la delegación municipal y el encargado del club de fomento. En las veredas de las casas había bancos de plaza, todos idénticos, y acacias al frente que siempre se podaban igual: como globos terráqueos. Bordeando el río de polvo de la calle principal estaban los palenques de troncos, encalados y rectos. La lluvia última había lavado el olor resinoso de la acaroína. Un resquemor asaltaba a Mc Cornick cada vez que bajaba al pueblo, conversar con esa gente era como volver a los clientes y a los relojes.

Caminó resueltamente hacia la tienda y compró hilo chanchero y agujas de colchonero.

-Para los remiendos de la lona –dijo sin soberbia. Sabía que cada compra debía justificarse y estaba acostumbrado. El tendero era un rumano opaco y cansino. Su único problema era que el ferrocarril del Provincial ya no pasaba más por esas tierras. Mc Cornick le mostró el paquete de la farmacia, y continuó: -el formol es para las polillas, me están comiendo todo.

El tendero lo miró sin fervor:

-Si no vuelve el tren a nosotros también nos van a comer las polillas.

Tenía un rostro de cartón y un cuerpo de utilería. A Mc Cornick le disgustaba el olor a género que le salía de la boca y le hablaba dándole la espalda.

-Pero si hacen el censo es por algo –dijo.

-Es lo mismo –dijo el tendero-, somos pocos y nos conocemos mucho.

Mc Cornick sintió que esas palabras lo desalojaban. Era una especie de intruso apacible en el pueblo y lo sabía. Antes de marcharse, el hombre le mandó saludos para la nieta.

-Serán dados –dijo. Y se fue.

De regreso, abrió y ventiló la casilla. El sol de la tarde había embotado el aire y en el rostro desencajado de la muchacha se notaban los primeros signos de descomposición. Mc Cornick hizo entonces lo que siempre hacía: destapó el cuerpo, tocó para ella su melodía triste de todas las tardes, y finalmente se desnudó el también para quedarse a su lado. La contempló con esmero.

-Te voy a hacer el amor –dijo de pronto.

Y como ella mantenía el embeleso ausente de la muerte, él la penetró. Primero con una suave inconsciencia y luego acompasadamente, al ritmo de ese zal que el oído le marcaba. El pecho rítmico de la muchacha terminó por envolverlo. En el crepitante instante del éxtasis sintió que la vida le daba lo mejor. Luego lloró emocionado. Cuando se enjugó las lágrimas tuvo la certeza de saberse impecable:

-Te quiero –murmuró. Enseguida la cubrió, le besó el reloj al cuello y la medallita de David y le repitió con una ternura infinita que la amaba más que a nada en el mundo.

Al otro día la bañó y le recortó el cabello y las uñas de los pies. El cuerpo demacrado despedía olores nauseabundos. “Como cuando abonan la tierra”, pensó el viejo. Cada movimiento que realizaba dependía del sonido inalterable de ese reloj. A la noche, cuando terminó de secar el aserrín y de acomodar las agujas con las secciones de hilo, hizo más música para el cadáver.

El primer corte fue longitudinal, del esternón al bajo vientre. Luego lo prolongó hasta el cuello. La luna de la madrugada cintilaba en el techo de la casilla cuando produjo la segunda incisión, más profunda y firme que la primera. La sangre tenía el olor del alcanfor y estaba oscura y lenta. Dos horas estuvo sacándole vísceras y órganos y arrojándolas a un pozo de un metro de profundidad que hizo junto a la casilla. Terminó de vaciar a Daniela al aire libre. Los ojos glaucos de la joven miraban el fondo de la madrugada con embeleso. Cada tanto se limpiaba las manos con el aserrín y proseguía, alegre y febril. Cuando terminó, ya había clareado. El cuerpo había perdido la forma y estaba aplastado contra la mesa como un trapo mojado. Luego lo lavó, limpió los coágulos y secó con cal las cavidades. Después lo rellenó con aserrín empapado en formol y lo cosió con costuras gruesas en el pecho, las piernas y los brazos. De entre la masa informe de órganos y cartílagos había separado el corazón para conservarlo en un frasco con formol, pero al cabo de examinarlo un buen rato decidió que no tenía nada de raro y lo arrojó al pozo. Los cuentos siempre hablan del corazón de las personas, no era necesario uno verdadero. Sentía en las manos el olor metálico de la carne en descomposición y se lavó. Luego barrió el piso de tierra, esparció aserrín a la entrada de la casilla y preparó fuego sobre el montículo de tierra que tapaba los restos. Se sintió temblar por el esfuerzo. Al mediodía, las huellas de la carnicería estaban borradas y Daniela devuelta a las mantas del catre. Se durmió al sol.

Se despertó tiritando. Miró el sol, calculó la hora, y entró a la casilla. Destapó el cuerpo corrugado y lo miró con éxtasis: el muñeco de piel le devolvió una mirada amarilla. Suspiró con alivio y le dio cuerda al reloj.

-Casi me duermo –dijo.

Luego lo cubrió con precauciones de viejo y le levantó los párpados: las cuencas se le habían hundido y tenía los ojos como dos gelatinas. Se dijo entonces que al otro día bajaría al pueblo para comprarle anteojos de sol. Le besó la frente y salió para preparar el mate. Cuando fue por el agua notó que los baldes estaban vacíos y que hasta el último resto se le había ido en la limpieza. Se sintió contrariado:

-No hay nada de agua –gritó.

Creyó escuchar la voz de Daniela que desde el interior de la casilla le decía algo. Partió al pueblo con baldes y cacerolas.

..................

-Si estuviera el tren lo llevaba a las vías a respirar el vapor de la locomotora –dijo la mujer –, tiene los bronquios a la miseria.

-El Provincial ya no va a pasar más –contestó Pastor Almendros mientras repasaba la mesada del mostrador. Mc Cornick se acodó a la barra y se puso a mirar las etiquetas amarillentas de las bebidas: fernet, hesperidina, licor 8 Hermanos, caña Legui, botellones de barro de ginebra holandesa. El polvo cubría los envases.

-Por eso hacen el censo –prosiguió Almendros con el trapo rejilla sobre el hombro-, para robar más a gusto.

-Para esta época el Beto siempre tiene el pasmo, probé con el alcanfor pero no le hace nada…

-¿Qué edad tiene el Beto?

-Los siete.

Almendros miró pensativo el ventilador de techo y dijo:

-Para cuando le bajen del todo se le va a ir.

La mujer rió con pudor. Luego miró por encima de las espaldas de Mc Cornick, y dijo:

-Ojalá…

Almendros traspuso la barra, extendió los brazos como estacas y miró fijamente al viejo:

-Qué va a tomar el hombre…

-Ginebra.

-Ginebra –suspiró Almendros y se agachó hasta desparecer del mostrador. Se escuchó un ruido de botellas y el tintinear apagado de vasos. Luego emergió con su aspecto de arbusto marrón y le enfrentó el vaso, a medio llenar. Mc Cornick sintió el perfume y se la llevó a la boca. La bebió como si fuera té caliente, sin ninguna urgencia. Almendros lo miraba como a punto de romper a hablar:

-¿Y la nieta que no se la ve?

-Ahí anda…

-Buena muchacha –dijo Almendros.

-Buena –repuso el viejo.

Desde el fondo del salón se escuchó el saludo de despedida de la mujer y los pasos nudosos que se alejaban. Almendros levantó el trapo a modo de saludo.

-Y qué habrá sido de la compañía, digo yo?

-En otro circo, supongo –dijo el viejo.

-Vida difícil la del circo.

-Ajá.

Mc Cornick terminó la ginebra, se frotó el cuello y desde el fondo de sus ojos irlandeses sacó un destello de burla:

-¿Y para qué es el censo?

-Por las elecciones… Vamos a tener elecciones…

Desde la calle entraba el olor rápido de la acaroína. Mc Cornick lo aspiró tranquilo. Cuando salió del club, anochecía. Cargó los baldes que había dejado a la entrada y se marchó.

De camino pensó en el censo y en las elecciones. Pensó también en el agua caída. Había llovido mucho últimamente, pero nunca lo suficiente. Cada vez que atravesaba la zona de las napas de agua salada le brotaban pensamientos increíbles. Le gustaba el lugar. Se prometió que alguna vez llevaría a Daniela a ese paraje y que, en medio de la nada, haría su música. Estaba en el momento más sereno del día.

Dejó los baldes junto a la casilla y se sentó al frescor de la noche. En medio de ese cielo estrellado pensó en lo extraña que era la vida. Tanto tiempo de intimidad con Daniela, tanto de estar desnudos haciendo música por las tardes, y, sin embargo, nunca el amor de los cuerpos. Nunca hasta antes de ayer. Era extraño, pero era así. Recordó la intensidad del instante y recordó también la intensidad del momento. Se sintió masculino.

Se acostó junto al cuerpo sin hacer el menor ruido.

Al otro día muy temprano empezó los preparativos para mejorar la casilla. Delimitaría el terreno, haría canteros con flores y almácigos y zurciría los restos de lona para hacer un parasol. Estaba exultante. Ese pedazo de tierra era una vuelta a la infancia. Mientras carpía y emprolijaba las borduras volvía a descubrirse en la luminosa alegría de aquellos días. Pensó que la memoria reparaba partes ausentes.

Trabajó hasta las diez de la mañana. Después levantó a Daniela y la puso al sol, como quien pone un muñeco húmedo a orear. Estaba satisfecho con la limpieza, alrededor del terreno sobresalían las estacas rojiblancas que antes tensaban la lona mayor.

-Nuestra casa –murmuró.

Luego se acercó al cuerpo y le dio un beso en la frente. El gusto ácido del formol quedó en sus labios. Le inspeccionó la piel, tensa y amarilla, y se dijo que tanto sol no era conveniente. Recordó la cartera amarilla del finado: todavía había plata. Al otro día iría a comprar semillas y los anteojos para el sol.

Levantó el cuerpo, lo volvió a la cama y lo ubicó con suaves retoques, mirándolo y volviéndose sobre él. Temía que perdiera la forma. Luego ventiló el lugar. Aunque el primer olor ya se había retirado, persistía el aroma salobre de la sangre y las tinturas. La observó desde la puerta: la muchacha tenía una expresión de estropajo, desfondada y triste.

-En el pueblo va a haber censo –dijo, y enseguida, como reponiéndose, agregó -: pero para los del pueblo nosotros no existimos. El tictac en el pecho de Daniela continuaba como un rumor.

Cuando regresó a la tarea de limpiar el terreno, ya no le pareció tan acogedor como antes. Estaba más prolijo, pero más triste también. Le recordaba la pista del circo. Se apoyó entonces contra la azada y empezó a llorar. Volvió a la casilla: la mirada embalsamada de la muchacha le provocó más lágrimas. Entonces se desnudó, buscó su violín y empezó a hacer música. Luego se durmió. Soñó que la joven se incorporaba, lo besaba en la frente y se iba a campo traviesa hasta desaparecer en el monte de eucaliptos.

Despertó reseco y hambriento, con latidos en el vientre y con la sensación de tener arena en los ojos. Miró por la ventanita: estaba el crepúsculo, la azada volcada sobre los yuyuos y más atrás el bosque de eucaliptos. Se volvió:

-Soñé que te habías ido –dijo.

Después se levantó dando tumbos y metió la cabeza en un balde con agua. Tiritó, tenía la piel ardida y sentía los músculos endurecidos. Casi no se podía mover.

-Soñé que te ibas –insistió para sus adentros, como borracho.

Hacia el oeste se desbarrancaba un sol amoratado y perfecto, ralas nubes cárdenas lo seguían. El aire venía con ramalazos de estiércol. Se tanteó los testículos como cada vez que tenía malos presagios y luego se desperezó. “No va a llover”, pensó. Desnudó entonces los despojos de la joven y se acostó a su lado. Le hizo el amor con la sensación reseca del aserrín. Más tarde partió al pueblo. Estaba animado. “Anteojos y pintura”, se dijo.

De camino pensó en el olor a lavandina y almidón que brotaba del sexo de Daniela. Desde que había comenzado a hacerle el amor descubría fragancias nuevas. Comparó esos olores con el aroma rápido de la acaroína y pensó que tanto el sexo como el agua estaban hechos para aplacar esas cosas.

Fue directo al almacén general, un lugar descascarado y percudido de humo. Fermín Donoso lo recibió como recibía a los que estaban de paso: sin mirarlo siquiera. Pagó la pintura y las semillas. Ya se marchaba cuando recordó los anteojos. El dueño meneó la cabeza. Pero luego lo detuvo un instante:

-Esperesé –dijo-, a lo mejor le sirve esto –y se volvió para revolver en un cajón y mostrarle unas antiparras-: son para soldadura autógena, las tengo de cuando estaban las cuadrillas del Provincial.

Mc Cornick las miró a la luz de una lámpara. Le parecieron estrambóticas:

-Están bien –dijo-, ¿cuánto es?

-Doscientos.

Antes de volver pasó por el club a tomar la copa de ginebra. Había olor a tabaco de hoja y a caporal. Pensó que la cosecha estaba a punto de terminar. Cuando quedaban pocos días para ser embolsada, bajaban los golondrinas y medieros que por nada se tenían que arremangar. Mc Cornick divisó a Almendros en la barra; un poco más lejos, entre la pared de los jamones y chacinados, estaba el delegado municipal, rodeado por un anillo de gente. Se acercó, pidió el trago, y debajo del estaño puso los bultos con las pinturas, semillas y antiparras. Hacía calor y en el aire todavía flotaban los rastros del polvo de la tarde. Ese día no había pasado el camión municipal. La ginebra lo empezaba a abotagar cuando escuchó un chistido por detrás:

-Venga, acérquese.

Era el delegado municipal, gesticulando, nervioso. El viejo echó una mirada de relámpago a los bultos y después, despacio, se acercó. El delegado le parecía un hombre teatral. Algunos se corrieron. Le estrechó la mano. El delegado le señaló a su derecha. Entonces la vio: estaba sentada, absorta sobre unas planillas. No tendría más de veintidós años. Muy parecida a Daniela. Ella alzó la vista y le sonrió con los ojos:

-Encantada.

-Encantado -dijo Mc Cornick.

La joven llegó a la tarde –explicó el delegado -viene por el censo; en el pueblo va a haber censo –remarcó.

Mc Cornick no escuchó nada. Estaba embelesado con los ojos de la joven. Sin dejar de mirarlos, preguntó:

-¿Y a qué viene?

Ella rió con ganas:

-Por el censo, soy la censista –insistió.

-El censo –repitió el viejo como atontado.

-Como ustedes están lejos –intervino el delegado-, lo llamé para que aprovechara…

Mc Cornick miró de reojo las planillas:

-Mi nieta no está.

La joven hizo un mohín:

-No importa, yo mañana paso...

En medio de la claridad lunar del camino, no podía dejar de pensar en esos ojos. Llegó excitado. Entró en la casilla, pálido:

-Mañana hay censo, viene la censista –dijo al aire.

El cuerpo seguía allí. Él le dio la espalda y desempacó.

Durmió mal. El ardor de los testículos se le mezcló con el crepitar metálico del pecho de Daniela. Se levantó muy de madrugada, como de costumbre. Después se afeitó de memoria y se miró al espejo. Se veía bien. Vació uno de los baldes y salió al monte. La figura del viejo se perdió entre las sombras de humedad.

Volvió con el sol fresco de la media mañana. Dejó el balde en la mesa plegable y entró a lavarse y preparar mate. Parecía más joven. Se acercó al cuerpo y algo le dijo al oído.

Después de refrescarse sentó a Daniela en la cucheta. La acomodó con cuidado, buscando la naturalidad del gesto. Le colocó las antiparras y le dio cuerda al reloj de leontina. Se alejó. La miró. Estaba bellísima en su quietud. Sonrió. Luego se retiró, dejó en penumbras la casilla, y se sentó junto a la mesa plegable a esperar.

Como a la hora, más o menos, el viejo divisó una silueta conocida. Cuando se levantó para recibirla tuvo un estremecimiento. La muchacha le sonrió a los ojos. Lo miraba con intensidad. De inmediato reconoció el lugar y exclamó algo que Mc Cornick no alcanzó a comprender.

La joven giró y miró hacia el interior de la casilla; de entre las sombras, creyó adivinar un perfil:

-Dígale que se acerque…-dijo.

-No puede: está descompuesta -repuso el viejo.

La muchacha hizo un gesto de contrariedad. Luego se detuvo:

-Espero que no sea nada…

-Nada, nada –repitió el viejo.

Iba a incorporarse, pero antes anotó algo en una planilla y señaló con el dedo índice:

-¿Puedo entrar?

-Puede entrar, entre –la animó el viejo.

Y mientras la joven entraba a la casilla, en el tiempo en que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, Mc Cornick, como todas las tardes, sacó los hongos del balde y buscó el violín para hacer música, su música, esa melodía anónima y brutal que tanto amaba.

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