Una magra versión fílmica y dos biografías recientes han coincidido en su interés histórico por rescatar la personalidad de Giacomo Casanova. Cada tanto, este contradictorio y fascinante personaje veneciano atrae la atención generacional de públicos y lectores de toda condición. Pero la leyenda del libertino, del amante a tiempo completo, a veces condiciona y empaña la verdadera identidad del intelectual. A los 11 años tradujo un pentámetro latino y a los 15 escribió un par de tesis sobre derecho canónico y civil. El favorito de Luis XV y de su amante, la marquesa de Pompadour, también elaboró un ensayo sobre la violencia política, entre otros libros.
Acaso la confusión se deba a que Giovanni Giacomo Girolamo Casanova (Venecia, 1725-Dux, 1798), fue un exquisito precursor en eso de construir el marketing de su propia imagen. Y lo construyó póstumamente a través de sus Memorias, escritas entre 1790 y 1798, en el castillo del conde Waldstein, en Dux, Bohemia (hoy República Checa), donde se recluyó para trabajar hasta su muerte como bibliotecario del noble. Después de tantos combates amatorios, llegaba el reposo para el guerrero. Y merecido. Pero es curioso: ni la racionalidad de nuestro contemporáneo W.G. Sebald, escritor y viajero también, logró escapar al embrujo de este arquetipo de la seducción. En Austerlitz, lo retrata así: "En mis sueños vi al envejecido roué, reducido al tamaño de un muchacho, rodeado de las hileras de oro de la biblioteca, escribiendo sus memorias, numerosos tratados matemáticos y esotéricos y la novela futurista Icosameron, totalmente solo, en una desolada tarde de noviembre. Había dejado a un lado la peluca empolvada, y su propio cabello ralo, como un signo de la caducidad de su cuerpo, flotaba como una nubecita blanca en torno a su cabeza".
Eran los últimos días de Casanova y sin duda estaba cercado: un poco por los 40.000 volúmenes de la biblioteca y otro mucho por el recuerdo de sus andanzas turbulentas. Claro que nada más ficticio ni tendencioso que el género autobiográfico para la memoria, y él conocía a la perfección las tiranías de un discurso en el que el rigor y la subjetividad conviven sin ninguna transición detrás del maquillaje de la primera persona. Ese libro de memorias que concretó son varios tomos y más de mil páginas dedicadas a perpetuar anécdotas, desventuras y aventuras de una figura que el tiempo y el propio autor convirtieron en prototipo de amante y aventurero. Pero, sobre todo, es una larga crónica que se lee como un fidedigno retrato mundano de las cortes europeas del siglo XVIII, del andamiaje social, político y cultural de un sistema convalidado por la ambivalencia del poder y sus relaciones. En ese punto, lo que más llama la atención es la modernidad apabullante del documento; y dentro de esa modernidad, lo primero que surge es la dinámica de las relaciones (imaginen a un cronista de Nazarena Vélez, de Florenciade la V, de Gerardo Sofovich, pero también de los Fernández, la señora ka y las firmas siguen). Nada ni nadie en ese mundo de interacción social es demasiado confiable. Todo cambia a ritmo de videdoclip. La inestabilidad, a pesar de lo concentrado del poder, es el signo de la época. Hay escasos amigos, sobreabundan las relaciones, y quienes hoy son adversarios, mañana son temporales aliados. Como corresponde. Exagerando y con superficialidad extrema, las Memorias son algo así como un palimpsesto de las indiscreciones del peor Tom Wolfe, del más enervante. Aunque la pluma meticulosa de Casanova, la cadencia estilística de una prosa a veces intrigante y siempre confesional, lo imponen como un clásico testimonial y un friso de época. Hay críticos que han observado que su lectura a veces apabulla. Cierto: la creciente de sucesos y peripecias arrastra nombres, vínculos y parentescos de manera tan incesante como obsesiva y por tramos alcanza a tapar al dueño del relato. Mejor. Allí reaparece Casanova y marca el terreno. Esa es su estrategia. Puede ser una una frase, una provocación retórica. Casi siempre son definiciones, marcas contundentes: "una vez apagada la lámpara, todas las mujeres son iguales". El latín le sienta mejor.
Las Memorias se abren con una convicción confesional, con un auto de fe que Casanova -como buen asesor de imagen-, cada tanto se encarga de recordar al lector, así que después de eximirse de culpas o responsabilidades, se reafirma "monoteísta y cristiano fortificado por la filosofía". Entre su apego a un "Dios inmaterial" y su cacareada fortaleza filosófica, resplandece su mejor vertiente: el vitalismo. Casanova fue eso, un vitalista empedernido. Lo que significa ir un poco más allá de la corriente. Fue su ímpetu social el que lo transformó en militar, seminarista, violinista, en gerente de un casino, en creador de una lotería (la Nacional de Francia), en fullero profesional y mucho más. También practicó la cábala, el oscurantismo, y hasta tuvo tiempo para desenmascarar a un chanta profesional de la época: el conde de Saint Germain, uno al que hasta el día de hoy algunos trémulos siguen por su llamita piloto color violeta. También divagó como filósofo, fue duelista y en Polonia mató al conde Branicki, arrojó al mundo varios hijos naturales y gozó de la amistad de dos Papas. De sus abyectas y modernísimas acciones fuera de las sábanas (entre éstas fue un gozador divino), cabría mencionar sus contribuciones a la Inquisición veneciana como delator profesional. Jamás padeció de cargos de conciencia, acaso porque era demasiado sensible y solía llorar de emoción mientras redactaba. A estos atributos habría que añadirle el de impostor profesional, contradictorio, arbitrario, arribista y vividor magistral. Sin embargo, por encima de todo, fue el primer escapista emocional que registra la historia. Un Houdini del corazón. Así como escapó de los calabozos de Los Plomos, en Venecia, así huía magistralmente de ellas.
Algunos exégetas llegaron a contabilizarle alrededor de 125 amoríos. Otros, más modestos y puntillosos, anotan 116. Son cifras de contadores públicos, cuentapolvos de cuentaganado que nada dicen del maravilloso Casanova y de su genuina épica del amor. Es probable que sean menos. O más. No importa. Lo verdaderamente deslumbrante de este epicúreo universal es que a ninguna mujer hizo sufrir. A todas las abandonó, es cierto, ese fue su innato don de escapista sentimental, pero ni una sola terminó con histeria o manía de confesionario. Al contrario. Siempre según su cautelosa versión de los hechos, claro. Fue democrático "en el trabajo de la carne", como bien define al sexo, y se movió siempre bajo un dogma de acero: "Por lo que toca a las mujeres, se trata de engaños recíprocos, porque cuando el amor se mete por medio, es cosa común que los unos se engañen a los otros".
Uno de los errores más extendidos en relación a su conducta es el de asignarle características donjuanescas. Nada que ver. Casanova ha sido lo opuesto a Don Juan, quien sí lastimaba afectivamente. Él no. Se enamoraba para poder amar con el goce de todos los sentidos y trabajaba fervorosamente en pos de ese ideal: "un enjundioso procedimiento el enamorarse", sostiene. En sus Memorias de España (Emecé) los amores con doña Ignacia le acarrean ingentes esfuerzos sentimentales. ¿Puede alguien enamorarse de prepo? Casanova demuestra que sí: todo es cuestión de perseverancia, galantería y compostura. Por supuesto que en su derrotero afectivo hay santas partuzas, pero su cruzada amorosa fue el biombo histórico con el que se confundió al donante de felicidad con aquel otro Casanova, el más frustrado y secreto. En el prólogo de estas memorias por la península, apunta Guillermo Piro en el prólogo: "Doblemente mal interpretado, el fantasma del pobre veneciano deambula sobre nuestras cabezas con las vestiduras del amante más sofisticado y perfecto, cuando lo que él pretendía, por sobre todas las cosas, era ser un filósofo de la altura de su amado Voltaire". Tel quel.
El amante más profundo y huidizo de todos los tiempos, no pudo conjurar jamás su sueño verdadero: ser aceptado y visto como filósofo. Algunas de sus teorías son tan cínicas como deslumbrantes, y hasta las hay innovadoras. A cambio, la Historia tomó su versión de sí mismo e hizo de él un panfleto, el del encarnizado mujeriego. La paradoja cuenta que el escapista no pudo escapar de su propia imagen. Sin embargo, en tributo a su colosal obra literaria, quedan sus textos. Unicamente, ya que Venecia no le guardó ni una sola estatua, monumento o museo que lo recuerde. A él, un hijo pródigo. Pero él lo predijo con mejores palabras: "nunca quedará mayor alimento para la posteridad que el de las mentiras piadosas".
martes, octubre 03, 2006
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