Del libro inédito Ejercicio de incertidumbre
Por Luis Chitarroni
No es justo empezar este recuento de mi carrera de 20 años de editor sin evocar algunos episodios de mi guerra de escritor contra los editores. Este oficio o género desmedido tiene que, a fin de cuentas, considerarse desde las dos posiciones en el tablero.
Agrupo a los más detestables en la categoría “editores adversos”. Los he simplificado en tres tipos, de acuerdo con mi poca habilidad para reducirlos y jibarizarlos , a la que no contribuye una siempre renovada sed de venganza. No voy a nombrarlos, claro, aunque por obtusos y negados que sean, leyendo se reconocerán.
El primero reúne con exquisita falta de delicadeza todos los requisitos o emblemas exteriores del editor profesional –pipa concienzuda, aire de distracción, foulard-, pero ni uno solo de los atributos. Tenía que escribir yo para el tribunal de su mirada un artículo sobre Marcel Schwob y me aconsejó que lo hiciera con esmero. “Como si escribiera sobre mi padre”, pidió. En mi memoria despótica quedó para siempre fijo el escenario de este pedido: la redacción ruidosa a nuestro alrededor, las manos blandas de suplicante de este jefe de redactores/editor, el aire de imperturbabilidad copiado de Mr Hulot, una mancha del almuerzo en su camisa impecable.
Como yo no conocía al padre del caballero, me tomé el pedido al pie de la letra. Escribí sobre Schwob de acuerdo con la recomendación lamborghiniana “como quisiera que nadie escribiera sobre mí”. Acataba, con una temeraria indiferencia y un alarde de falsa erudición, la orden/consejo, el error vocacional del siguiente lector de esa nota. La leyó ante mí en el mismo escenario ruidoso, con una especie de carraspera desaprobatoria que coreaba cada uno de mis renglones con ahogada mala fe. “Le dije que escribiera como si escribiera sobre mi padre..., y esto es un galimatías sin pie ni cabeza, con información parásita que nadie le pidió”. No quedé desolado. Tenía en mi poder una primera regla, que siempre respeté: “No imponer efusiones sentimentales propias al que escribe. Predispone, incluso en sujetos tímidos y sumisos, a la desobediencia diametral.”
El segundo tipo es más gravosos, porque gozaba –o todavía goza- de lo que se dice “una reputación”. En Buenos Aires, en la Capital Federal, una reputación nunca viene sola sino con anécdotas que en general poco tienen que ver con la reputación en sino con la enfermiza ignorancia de los sujetos que exaltan a estas nulidades, pero... Registro la propia. Como este editor sabía que yo escribo “difícil” (eran tiempos, Dios mío, en que estas taradeces parecían admisibles), supervisaría él mismo (se trataba también de un editor de redacción, no de libros) lo que yo le entregara. Supongo que su impostura tenía límites: sabía él bien que no era quien creía ser, pero a mí esa entelequia ontológica me dio un trabajo bárbaro. Cada mención, traducción o cita de algo se convertía de inmediato para él en el motivo de una competencia que le desordenaba la biblioteca proporcional, llena de libros inútiles. La mía suele permanecer impasible, porque las citas que no recuerdo de memoria, en caso de no estar haciendo un trabajo de rigurosa exactitud, las invento.
Pero lo que maltrataba con más celo eran mis alusiones. Cada renglón de intimidad con mi lector ideal era anulado fervorosamente por su sumisión a la musa del despiste. Cuando yo me refería a un poeta imaginado por un novelista –el John Shade de Pálido fuego, por ejemplo-, él creía que se trataba de Edgar Lee Masters (escritor más competente, me doy cuenta ahora, para redactar el epitafio de ambos, el de él y el mío, que para calificar nuestra miserable contienda por un fulgor verbal.
Supongo que, aparte de las anécdotas de los bobos, la reputación la había cimentado él mismo, porque se oía en éxtasis, casi no hacía otra cosa. Para eso había cultivado una de voz de bajo falsa, llena de ronroneos y vacilaciones que, si bien no describían el estado permanente de confusión mental, simulaban que su obstinada arrogancia se permitía algún ejercicio de incertidumbre. Había hecho la escuela de un editor oriental igualmente sobrevalorado (las leyendas orientales son un prodigio de exageración que se desliza de Alí Babá a Clemente Colling), pero el reglamento del viejo maestro, y las impugnaciones adheridas por añadidura, pertenecen exclusivamente al reino de la superstición tipográfica. Digamos que por hoy no cuenta.
El tercer tipo es penoso. Mi gusto por incluirlo no está exento de odio. Se trata de un sujeto cívica y moralmente inmundo, que todo quiere canjearlo o negociarlo. Ha trabajado de ghost writer (o de negro, como dicen españoles y franceses) durante años, y el hecho de ocupar ahora un lugar para el que nunca se preparó no es una ventaja. El agravio que tales ágrafos producen no se limita al repertorio bobalicón de prescripciones que les han inculcado (supresión de gerundios, adverbios y adjetivos “visibles”) sino a un concepto que invalida su desempeño profesional en cualquier disciplina que tenga que ver con la estética, puesto que una ortodoxia primitiva los ayuda a creer que hay una sola manera de hacer las cosas.
Vamos al grano. Este señor fofo e inmaduro del tercer tipo, mezcla de tonto característico y adiposo genital, censuró más de dos veces mis calculados esfuerzos por escribir un libro a pedido. Lo hizo con vaguedades, sin ningún rigor formal, con imprecisiones meteorológicas del tipo “me parece demasiado frío” y apelando a un comité de lectores de pareja –ya que superior es imposible- ineptitud intelectual.
Lo cierto es que esas tristes experiencias han sido, en mi caso, recompensadas con creces por editores generosos e inteligente. Esto incluye muchas mujeres, un harén de editoras sabias, cuyas insinuaciones implican siempre el grado justo en el que algún regodeo superfluo o la cargosa insistencia de una idea recurrente (en un mundo que los débiles llenamos de palabras) obliga a mostrar la hilacha. Son editores que saben, que nos cuidan, que ayudan.
Una vez instalado en el escritorio de editor, también es frecuente la queja. Creo que Javier Marías detectó una cantidad muy razonable de razones para no escribir novelas y salvó una –pero una inmejorable, que ya no recuerdo- para hacerlo. Lo cierto es que una pregunta se ha instalado hace tiempo en mi ceño, donde la ausencia de un tercer ojo es ostensible, y relumbra con intermitencias, haciéndome perder la calma. Es: ¿por qué tantas personas que no terminaron de leer una novela se obstinan en escribir una novela?
Sin ironía, perplejo, me repito esa pregunta. Ensayo respuestas insatisfactorias. El mandato sarmientino sobre escribir un libro no exige que el libro sea una novela. ¿Por qué, entonces, una novela? ¿Por qué no un libro en cualquiera de los géneros que el los géneros diversos ofrecen? ¿Por qué abogados, médicos, editores, ex modelos, modelos, niños prodigio, holgazanes de cualquier laya, más que ocupados empresarios, actrices, dobles de cuerpo y de riesgo, aprendices de cualquier oficio, orfebres quieren escribir una novela?
Tal vez la idea del escritor idealizado, decimonónico, persista en, como decían los locutores ascendidos a estudiantes, “nuestro imaginario” (a veces complementan las palabras con ese gesto que consiste en pellizcar el aire, como si los tecnicismos y las términos tomadas a préstamo estuvieran condenados a esta preventiva sospecha de inanidad o falta de asistencia verdadera). El escritor es, pues, sigue siendo, Dumas, Tolstoi, Dostoievski, Dickens, todos grandes novelistas. La idea de ese hombre con un mundo a cuestas es lo que nos gusta. Y es por eso que nos obstinamos en escribir una novela, aunque no las leamos. ¿Qué leemos? Porque a los editores argentinos nos consta desde hace más o menos veinte años que, con contadas excepciones, las novelas son un fracaso. Podemos enumerar un montón de razones –ficciones que la eficacia narrativa del cine cuenta mejor y más rápido, distanciamiento de los jóvenes del abecedario del teclado, reemplazo del teclado por la omnipotencia del mouse-, y una sola para persistir editando narrativa, una sola que apela a cierta nostalgia o remordimiento en nuestra relación con la cultura.
Pero la pregunta salta, arrasa los matorrales del argumento, vuelve a instalarse ante nuestros ojos como un felino hipnótico: ¿por qué incluso los virtuosos del mouse quieren escribir novelas?
Suficiente por hoy. Quedan las anécdotas para otra ocasión.
martes, diciembre 19, 2006
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3 comentarios:
Una novela es un reto para muchos que da sentido a una vida vacía o a una vida llena de ira. Onetti podría darnos una conferencia si siguiera entre nosotros.
Es cierto... después de las tristes experiencias, hay recompensas con creces para no vivir de recuerdos...
Espero que aumenten los editores sabios que cuidan y ayudan a los débiles ahogados de palabras...
un abrazo y feliz diciembre!!!
ANDREA
Es hoy hay mucho escritor que vive del cuento! y se lleva eso de ser escritor, queda muy mono en la tarjeta de presentación, aunque no haya acabado de leer un solo libro, quien eso presenta.
Gracias por tu visita, tu blog es también muy bueno.
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