A propósito de "Rubias peligrosas", de Jean Echenoz
Parece que existe en las rubias peligrosas una profunda conciencia de su particularidad. Esta sensación de ser especiales, de constituir el producto de una mutación, un fenómeno genético y hasta una catástrofe natural, puede incitar a una puesta en escena de sí mismas". La observación corre por cuenta de Salvador, uno de los personajes de Rubias peligrosas (Anagrama), la novela de Jean Echenoz (1948) que pone en escena las convenciones de la novela policial y del cine de suspenso (homenaje a Hitchcock incluido), para darle brillo intenso a una historia que combina elementos bizarros con cómic, algo de vaudevil y humor con toques negros. Pero la combinación de Echenoz sólo se pone en marcha cuando incorpora un último y valioso elemento: el imprevisto, imprevisto que tanto puede surgir del cambio inesperado de las acciones como de un detalle tan categórico como inútil; por ejemplo, los cinco mil hectolitros contenidos en las cisternas de ese edificio negro y blanco por donde camina el propio personaje, dato oculto y aleatorio que nada añade pero que opera como factor de irritabilidad para espolear la lectura. Nada nuevo, pero sí efectivo. Echenoz conoce todas las técnicas de la narración y las despliega desembozadamente para que el lector las observe, elija y se sienta halagado. No hago trucos –parece insinuar-, muestro lo que otros ocultan, ya no hay magia.En Rubias peligrosas, en efecto, el recurso consiste en desmontar el truco y enseñarlo. La puesta en escena de sí mismas que denuncia Salvador con respecto a las rubias, la hace Echenoz con el escritor que escribe esta historia plagada de rubias cinematográficas, de clisés que se autodestruyen y de diálogos certeros, inesperados y muy imaginativos. El argumento es un recurso de maquillaje que el novelista expone para que lo sigan un rato: una productora televisiva tiene en carpeta montar un programa con retazos de películas célebres de rubias más célebres aún para despertar a la adormilada audiencia. Jean Harlow, la Bardot, Doris Day, Kim Novak, Marilyn, Marlene Dietrich, íconos y estereotipos a los que se suma Gloire S., una francesa ignota pero rubicunda en sus amores, cuyos amantes, sin excepción, terminan más trágica que dramáticamente, por lo que luego de una muy breve estancia entre rejas, la muchacha retorna a la vida pop y varios detectives comienzan a seguirla. La persecución de Gloire es otro de los recursos que Echenoz mejor trabaja técnicamente a través de la tensión y la peripecia, ese enrarecimiento de la trama que parece próximo a ordenarse pero que jamás se ordena. La promesa de aclaración del enigma –como en todo policial- resulta atractiva, pero aquí la parodia al thriller consiste en ver cómo aparecen los imponderables y cómo se suceden, siempre o casi siempre por la vía del absurdo, aunque jamás del imposible. En una sola obra (Al piano) Jean Echenoz empleó el recurso fantástico y no le funcionó, al menos de un modo tan efectivo. Aquí en cambio, como en Me voy, los guiños tienen el blanco de la cultura pop y el homenaje irónico a sus heroínas (¡ay ese dato fatalmente cursi en el color del pelo!). La dosis de azar que el francés interpone en sus textos, aunque no lo dice ni lo insinúa, es clave para salir de los hoy ya remanidos "cruces" narrativos y para releer a un colega suyo, verdadero maestro de escritores, F. Durrenmatt, autor que sin duda el francés ha leído hasta el hartazgo pero cuyos trucos, al menos por el momento, no tiene interés en develar. Al menos no en público. Es que algunas tinturas -como las imitaciones- son peligrosas.
viernes, abril 06, 2007
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