viernes, diciembre 26, 2008

Mi nombre es Terranova

“Una vez me salió una frase: ‘Que sea simple’. Quedó. Que sea simple. Y fue simple mientras duró”. La frase pertenece a Rufus, primera persona de Mi nombre es Rufus, (Interzona), la novela de Juan Terranova ensamblada a través de apuntes secos, cortantes, dispuestos en percusión para contarnos la intimidad de "Birmania", banda de rock punk porteña. “Si creo en algo, creo en el ritmo”. ‘Que sea simple’, sin embargo, es algo más. Podría ser la razón estética de un diario encubierto, tapado por la música. Pega. Y pega Cioran, y golpea que Borges no sea punk, y en la divina entropía del rock la música todo lo permite. Por eso las anotaciones sincopadas. ¿Ansiosas? No lo parecen. La ansiedad es algo más complejo, un estilo, acaso un parche generacional: “No se puede vivir desnudo”. Los parches de Mi nombre es Rufus conmueven. Vibran y quedan ahí, como suspendidos para siempre, en el silencio de la noche. Nota tras nota, la novela desanda el viaje de intereses y gustos del narrador pero al fin, casi imperceptiblemente, uno advierte entre líneas un discreto y poderoso guiño confesional en el que Javi, El Mono, Kike y Rufus son la trampa "Birmania" para contar la disolución, la angustia, la limpieza del principio que la sustenta: “Un disco de Creedence sonando en la bandeja un domingo a las siete de la tarde. Esa es mi idea de eternidad”. Claro que no hay otra eternidad que la reflexiva y simple voz de Rufus contando cómo se arma, cómo decae, cómo vuelve a rearmarse y desaparece. ¿Una banda? Algo más.
Después de "Birmania" Rufus pasa a "Los carniceros", banda de funk-metal que le puso música a El matadero, de Esteban Echeverría. La lírica de la entropía dice que todo se degrada, tiende a desaparecer. La mirada de Rufus, las reses de algunos pensamientos y sensaciones que atrapa esa mirada, sabe que es así. “Ahora tengo mujer, un hijo y tres guitarras”. Religar podría ser verbo punk, pues entre música y escritura este Rufus ha consignado un minucioso registro generacional pero también una leyenda recursiva que va más allá de las referencias musicales y culturales para nombrar otras cosas. ¿Una novelita sobre el rock únicamente? No parece. Y no defrauda esa sugestiva voz, al contrario: impacta por la sencillez, la transparencia y las resonancias de lo que anota y dice.

(Publicado en “El Día”, 26/10/08) – Secc. Literarias.

viernes, diciembre 19, 2008

Paciencia, culo y terror

Por Soledad Franco


“Paciencia, culo y terror nunca me faltaron”
Sebregondi retrocede, de Osvaldo Lamborghini


La frase del Marqués de Sebregondi, personaje lamborghiniano, bien podría haber sido dicha por Rolando, personaje de Báñez (reacio a los gentilicios) si Rolando contara al comienzo de la novela con esa facultad. “Escribo porque no puedo hablar”, escribe, y la paciencia la tiene para soportar los efectos que la pérdida del habla a los once años por una lesión en la cisura homónima provoca en la madre y en las tías; el terror le sobra ante los intentos de integración/ recuperación del entorno; el culo no es tema sino hasta el segundo tramo de la novela y por contigüidad.
Bastante diferente a la narrativa actual, se cuenta que cuando La cisura de Rolando recibió el premio Letra Sur el jurado pensó, seudónimo mediante, que se trataba de alguien muy joven. Esto puede deberse al humor subversivo y la irreverencia para hablar de ciertos temas que suelen confinarse (mal vanguardista) a ese momento de la vida; también a la originalidad que impide acercar la novela al lector de la manera más simple (por comparación con otra) y en cambio invita a un análisis textual.
Para Rolando, en parte, (en “La Cisura” nada es por entero ni tiene una sola causa) dejar de hablar es una ventaja: lo dignifica ante los amigos que viven pendientes de sus mensajes, por un lado, y por otro lo empuja hacia una pregunta que no se responde, pero que (y no es poco) aprende a formularse a través de la escritura. La escritura encuentra un precursor en el padre que lleva expresiones nuevas a la casa y que “había dejado inconclusas algunas obras de teatro porque, según afirmaba, a último momento había advertido que se las habían plagiado”, en la atención dispensada a los puntos y a las comas, y en la amorosa colección de palabras caseras (farabute, putañero, saraca, tirifilo, covacha) cuyo significado escamotea el diccionario. Avanza hacia el lugar de lo que no se puede decir o lo ilícito: está en los cuadernos ocultos en el taller del íntimo Behrenz y no en los de la “Escuela especial” a la que lo obligan a concurrir a partir de su ganancia-pérdida, en las exageraciones con las que decide torcer los detalles de sucesos ocurridos para evadir la vigilancia materna, en el “sistema para decir las cosas importantes sin tener que decirlas” que fabrica con el mismo fin junto a sus amigos, y en toda una serie de desopilantes intentos fallidos por dar con la palabra hilvanados al estilo cervantiano.
En “La Cisura” nada es rotundo y por eso la afasia va acompañada de la capacidad de oír a enormes distancias que a su vez se acompaña de “acúfenos”; a la recuperación de la afasia, en la segunda parte, le escoltan “voces de mando” y así siguiendo.
Rolando ha recuperado el habla con la misma indolencia con que la perdió (“¿Cuándo fue que el habla me recuperó?” se pregunta) y, ya a los cuarenta años acude a terapia con un lacaniano peronista (Danilo Moran) que sostiene que todos los argentinos somos putos. Lo lleva allí el hallarse en una preocupante “meseta de felicidad” que se manifiesta en “crisis caritativas” a través de las que se filtra “el fantasma de la disociación”. Lo mantiene allí no la creencia en el análisis, sino el “encanto del delirio progr(amado)”, delirio que transforma el mundo y en el que se sumerge “como un lector ante una novela”.
Sólo para ordenar, si la primera parte del texto se puede leer como una hipótesis (no una teoría) sobre la escritura; la segunda se leería como una hipótesis sobre la relación dialéctica entre ésta y las lecturas, los modos de leer y rescribir en simultáneo la propia historia y la ajena. Después de todo, lo que vuelve entrañables las sesiones para Rolando es el trabajo de su analista sobre el significante, las inversiones, acentos y paréntesis en las palabras de su historia (y en las del país y las del Génesis).
En realidad se trata aquí de la escritura/ lectura en miligramos, como sílaba y hasta como letra. Y es justamente en este rasgo donde se establece una continuidad con Cultura, la novela anterior de Báñez a la que él mismo definió no como una parodia de la cultura oficial, sino como una versión en miligramos de la misma.
“No hay que ser tan literal”, señala Moran y cita como ejemplo de castigo por literalización el caso de “Ibáñez” (personaje disociado de “Cultura” ) y es por ello que el hecho de que Báñez haya nacido como su héroe el 2 de junio y vaya a comprar con el dinero del premio un telescopio (el héroe en esto lo aventaja) no debería invitarnos a buscar más coincidencias, so pena de terminar como Ibáñez en la guardia.

Todas las mañanas somos Gregorio Samsa

Por Luis Chitarroni

Una de las pocas cosas que hoy podemos saber de la novela es que nos deben gustar en contra de las comodidades predominantes. No es el caso de hablar de los buenos servicios de relatos más aptos técnicamente –como los que ofrecen el cine o la televisión-, sino de los medios y recursos que la novela debe plantearse para competir con otras, a sabiendas de esta desventaja. Y encuentro la ocasión para hablar de una cuya planteo, estructura y desarrollo escapa por completo de las habituales, de una novela –La cisura de Rolando- que es toda una singularidad. La escribió un amigo, y la suerte no termina ahí: un amigo cuyos libros admiro. Y los admiro por eso, porque son distintos. Éste es muy distinto del anterior, que no sé si tuvieron la suerte de leer. Cultura exploraba la vida de un escritor en la atmósfera –o la órbita- impuesta por los ejercicios de sumisión de un organismo oficial. Distinto, muy distinto, porque si bien el anterior jugaba con la sátira hasta desmentir cualquier sospecha de situarlo en el ámbito que imponía el título, éste encapsula la cultura en su interior y no nos deja quietos hasta el punto final (que además es la licencia de un paréntesis).
Se trata finalmente de un mundo donde la cultura ha triunfado hasta el punto de imponer como apotegmas sus interpretaciones. Narrada por un individuo , quedo, afectado de una enfermedad que compromete cualquier posibilidad expresiva, podemos afirmar al menos que la elección del punto de vista y la perspectiva no podrían ser más satisfactorias. Tiene que moverse en un tablero de certidumbres insospechadas, debe darlas por ciertas a riesgo de recuperar esa escafandra que nos protege cuando la espontaneidad insufrible de la realidad nos deja a menudo con un desaliento parecido al de Gregor Samsa cuando a dormir se acostaba. Ya se sabe que es raro que el último pensamiento nocturno coincida con el del despertar, a menos que el insomnio munificiente nos provea de esa continuidad circular, aterradora. Lo que se ignora a menudo –o a menudo voluntariamente se ignora- es que despertar comporta un riesgo superlativo. Todas las mañanas amanecemos abovedados y entomológicos, con unas patitas delgadas que no nos instruyeron para qué sirven. Todas las mañanas despertamos siendo Gregorio Samsa.
Gabriel Báñez averiguó (y este descubrimiento merece un laurel científico) cuál es el método o la terapia aseguradora de que la ficción no siga su curso, de que el desarrollo subsecuente no cumpla con los requisitos de final de la vida consignados en “La metamorfosis” para que se nos elimine como élitros anecdóticos de un ayer abolido por la salida del sol. El protagonista de Rolando no es el narrador autónomo –o más o menos autónomo- que conocemos en la primera parte, sino alguien que tarda en sernos presentado y que es, como personaje, una de las creaciones más extraordinarias y perfectas de la narrativa local, argentina. El doctor Moran. Y lo es porque su terapia ha cambiado los términos con los que cada uno de nosotros, mortales autosuficientes dispuestos a olvidar en aras de la rutina las leyes indescifrables de la vida diurna, definíamos para consuelo o remordimiento posterior, cada uno de nuestros actos. Mediante un sistema misterioso, el doctor Moran pudo restablecer una especie de semántica inmanente, de acuerdo con la cual aceptamos –o nos negamos a aceptar- una armonía preestablecida.
Las semejanzas entre Moran y Leibniz merecerán sin duda una pesquisa académica que me excede, pero las que lo autorizan a protagonizar la segunda parte del libro alcanzan para esta ocasión. Moran es Lacaniano peronista. Así, sin medias tintas. Entre dos pronunciamientos de esos líderes de opinión tan vigentes (por lo menos para la vida social y cultural argentina) se extienden los límites de la existencia de Rolando. Entre dos proclamas estentóreas que canturreamos como respuestas ante lo absurdo, lo inverosímil o lo injusto: “La realidad está estructurada como una ficción” y “la única verdad es la realidad”. ¿Cómo saber, a esta altura de los acontecimientos, a quién corresponde cuál de estas consignas, de estos alardes? El propio Moran hace caso omiso, con una suficiencia pletórica que no es siquiera el eco de esa nimiedad atributiva, resultado sin duda de un desgaste nominal consecuente.
Con una modestia ajena por torpeza a esa elocuencia del pronombre “yo”, La cisura… cuenta “La metamorfosis” en un código dispuesto incluso a admitir un hechizo popular –público, mejor dicho- insignificante para quienes nos tomamos el recaudo de menospreciarlo: El código Da Vinci.
Antes y después de leer La cisura…Moran permanece por encima de cualquiera de las prevenciones dictadas por “la cultura”. Puede desintegrar con un sátori terapéutico las aspiraciones pequeñoburguesas de querer rehacer nuestras vidas y las omnipotentes de creer mejorarla. Reina el lenguaje, vale decir la cultura, vale decir el eufemismo, y entre las posibilidades que exige , la posibilidad de desobedecer pone en situación de accidente no nuestra vida (una de tantas) sino la vicisitud de exponerla como relato ingenuo, supeditado a esa ambigüedad oligofrénica que “nuestras propias palabras” adhieren a una lealtad sin progreso.
Rolando es el héroe del único relato que sobrevive después de las exequias miserables de Gregorio Samsa porque se anima a no dejarlo morir en esa confusión cotidiana y le permite despertarse como siempre, reanudar el día. Caminar unas cuadras en pos del consultorio. Apreciar los beneficios de la terapia. Admitir su condición a partir de un cadete de delivery literariamente necesario –Thomas Pynchon-, comer una porción de pizza con aceitunas y morir de verdad en una realidad atenuada –exacerbada- por todas las trampas del lenguaje.