jueves, junio 01, 2006

Los chicos desaparecen

(Editorial Atlántida-Alphil Editions, París, traducción de Erich Fisbach)


Capítulo 1



Macías quitó el freno a la silla y se dejó ir. Siempre hacía lo mismo: a las seis en punto de la tarde dejaba los relojes y se deslizaba por la pendiente de la plazoleta. Compartía el plano inclinado con los chicos que a esa hora, a la salida de la escuela, llenaban el lugar. Era feliz, las leyes de la inercia eran el beneficio más destacado de su parálisis.
Arreglar relojes y buscar pendientes eran su mundo. Tampoco deseaba más. En la precisión de algunos mecanismos encontraba un vértigo similar al que podían ofrecerle los declives. En el fondo, todo era cuestión de tiempo.
De vez en cuanto los chicos lo esperaban en el borde de la pista y se deslizaban con él. Algunos se sentaban sobre sus atrofiadas rodillas y compartían la ilusión del juego. Ellos tomaban su parálisis como un pasatiempo. El conjunto de su silla y de su persona tenían el mismo valor que un tobogán o una hamaca. Macías sentía que los chicos le devolvían esos gestos que la vida le había negado. Ellos lo entendían y lo cuidaban como a una mascota. Toda la extensión ortopédica de su cuerpo desaparecía con una sonrisa, un cucurucho de maíz inflado o con los papelitos de caramelos que le arrojaban.
A veces se hacía conducir hasta los senderos de césped laterales para cronometrar la caída de la tarde. Era exacto en todo. También le gustaba el olor del pasto recién cortado y hasta era capaz de calcular las vueltas de giro de la cuchilla eléctrica del cuidador. Por las mañanas, en cambio, era como un vegetal al sol. Leía los viejos anuarios de relojería, las "Mecánica Popular", y preparaba las entregas de los relojes. Cuando no tenía trabajo cerraba el local, cruzaba la plazoleta, y se ponía a conversar con el cuidador, un anciano lento y de ojos acuosos. Entonces dejaba que el aire tibio y sulfuroso de la ciudad le ingresara por la piel. Pero eran raras las ocasiones en que podían concluir la charla. Los chicos terminaban reclamándolo y él dejándose arrastrar hasta las pistas inclinadas. Formaba parte del paisaje. En ese perímetro dejaba de ser un discapacitado.
También disfrutaba con la marcha de un viejo relos de sol que la municipalidad había colocado a un costado del paseo. Desde que habían quitado la vieja calesita, él se había convertido en uno de los centros de atracción del lugar.
Años atrás la plazoleta había sido un basural, con una insólita hamaca en el medio. Las toneladas de cemento que habían echado terminaron beneficiándolo. Sin querer, las modernas concepciones urbanísticas habían hecho un privilegio de su condición. Su silla podía desplazarse y ganar alturas y bajar sin mayor esfuerzo. Los andariveles de acceso estaban protegidos con hierros curvos y redondos hasta formar una empalizada continua y uniforme. A los costados, a manera de talud sobre lo que antes habían sido desperdicios, estaban las borduras de césped. Pensando en los patines y en las patinetas se habían evitado los escalones. También estaban los pasamanos para los más inexpertos y una media docena de bancos que emergía hacia el final del hormigón con formas caprichosas. Pero eran incómodos. Macías había intentado adaptarse a uno de ellos una tarde y le había resultado imposible. El alumbrado a mercurio, acompañado por farolas de seguridad dispuestas sobre la grava, imitaba en toda su extensión a un transatlántico. Por las noches, en medio de esa marea de luz de amaranto, la soledad de los bancos resultaba escalofriante. La plazoleta parecía entonces un enorme barco en un dique seco, con su línea de flotación inalterada.
Pero de noche Macías se entregaba a los relojes. En su pequeño taller reparaba coronas, ejes o dientes. Mansamente se hacía a la noción de ser un artesano muy antiguo, un casi alquimista del tiempo, capaz de transmutar segundos o minutos en piezas de sincronía absoluta. Para él, el tiempo era tan concreto como las ruedas de su silla: no circular según el concepto filosófico, sino según la ecuación de velocidad y distancia. Su absoluto y la fórmula de ese absoluto, podían muy bien reducirse al concepto de un tiempo hecho de espacio. En estas especulaciones, lo mismo que con sus mecanismos, podía entretenerse hasta la madrugada. Cada desperfecto era un desafío. Experimentaba la misma sensación de vértigo ante un puente defectuoso que ante el vacío previsible de las rampas. En eso se le iba la vida. Y su vida se orientaba de acuerdo a dos husos horarios: el que regía su expansión en la plaza y el que lo hacía en su taller. En ambos cuadrantes Macías era igual de feliz.
Cuando llegó al final de la pendiente, aspiró la revancha de un nuevo descenso. Era verano y hacía calor. Tenía la barba orlada por pequeñas gotas de sudor. Pero se veía satisfecho. Desde lo alto de las rampas los chicos lo aplaudían y él saludaba con su enorme tórax: ensanchándolo, tensando los formidables bíceps y enarbolando una sonrisa infantil. El reloj marcaba las seis y dos minutos. Un minúsculo gesto de gloria llenaba sus facciones.
Acarició las ruedas de la silla como si fueran el lomo ovillado de un enorme animal jadeante, y luego posó los dedos sobre los rayos para recorrerlos débilmente. Eran las cuerdas de su instrumento, los diámetros donde el viento se tensaba y donde se producía la fuga esperada, esa casi música. El cemento reverberaba bajo sus pies, pero no lo sentía. Había bajado en dos segundos menos, tiempo suficiente como para olvidar que era un tullido. Las ruedas y los segundos estaban de su lado.
Los niños lo rodearon con besos y abrazos. Macías sacó caramelos de un bolsillo y los arrojó al aire. Creía estar en el podio de los vencedores, agitando el champán y convirtiéndolo en lluvia. Después se dejó llevar. Los chicos lo arrastraron pesadamente, como un trofeo, y lo depositaron en la explanada más elevada. Se quedaron contemplándolo. Cuando los gritos y las burlas se acallaron, él elevó los brazos al cielo, y dijo para sí:
-Catorce segundos, catorce segundos...
Algunos lo aplaudieron. Otros le tiraron a la cara el papel de los caramelos.



(Novela en pre producción fílmica bajo la dirección del realizador Marcos Rodríguez y Norman Briski en el papel del relojero Macías Möll - "Apuntes de la decadencia", Clarín, 26-3-06.

Algo no alcanzó a salir en la foto

En el encuadre somos cuatro sonrisas al frente y la basílica por detrás, partes desnudas de árboles, gente al fono, un nublado. No sabía que vivía esta foto, no la recordaba. Uno nunca puede saber las cosas que existen, son tantas. Pero ahí estábamos y ahí seguimos estando, los cuatro: él, yo, mi madre y mi padre. Tenemos un gesto fotogénico, hace familia y frío. Más de treinta años. La escena existió, se hizo para este blanco y negro, para esta mirada de treinta años después. Nos tengo en la mano. Muevo la foto y todos nos movemos, estamos unidos en la rigidez. Ahora seguimos unidos en el recuerdo que nos conoce. Estas cosas las entiendo, seguro. Hace frío en el papel brillante, tenemos sobretodos y Jorge tiene una bufanda verde, y lo que antes se llamaba un paletó, cruzado, hasta un poco más arriba de las rodillas. Por sobre mi cabeza sube la curva final de la cúpula y un poco más arriba debe estar la cruz. Veo esa curva, pero en la foto no existe, la basílica es de líneas rectas. Será que uno se empecina en las cosas que no son. Lo pienso ahora, con la foto en la mano. Pero sigo sin entender, son tantas las cosas que existen por arriba de la mirada de uno. La felicidad nunca pudo hacer feliz a nadie, ¿no, Jorge? Eso le hubiera dicho. Pero no pude, llegué tarde. Siempre estamos tarde de todas las cosas, del mismo mundo estamos tarde. Como cuando descubrí esta foto que no sabía que existía. Es raro, yo la descubrí y él se suicidaba al otro día. Me dijeron que se sentó en un banco de la plaza central de la ciudad y que se mandó un tiro en la cabeza. Un tirito tendrían que haber dicho, pero el diminutivo lo pusieron al final: Fue a la nochecita. Así dijeron. Yo pensé: Por eso lloraba. Es que en el momento en que descubrí la foto me puse a llorar. Un llanto tranquilo, suave, como si una memoria se pusiera a llorar.
Ahora me empecino con la foto: la muevo, nos movemos; la giro y giramos. Pero el llanto no aparece. Tendría que venir esa apariencia. ¿Llovió aquella mañana en la foto? No me acuerdo. Las personas somos como las moscas: hoy estamos y mañana también. Pero no las mismas, otras. Lo que pasa es que las moscas vivimos tan poco. Nos tengo en la mano y nos pongo cabeza abajo. Las baldosas que rodean la basílica son el cielo. Nada sirve la pena. ¿Por qué fui a buscar esta foto y él se mataba al otro día? Marlene cree que puedo adelantarme a los hechos. A lo mejor. Pero no es adelantarse a los hechos, es quedarse quieto y dejar que los hechos vengan a uno. Los hechos: una foto, un gesto, un sonido, una sensación, un color, una silla, a la nochecita. Las cosas que están más cerca son sobrenaturales. Esto hay que entenderlo. Ahora lo miro cabeza abajo y me doy cuenta. Está mirando rápido a la cámara, es una sonrisa de arcada, un pudor justo en el clic. Siempre estaba apurado. Nos veíamos cada seis o siete meses, por oírnos, por buscarnos. Creo que así sabíamos que estábamos vivos. Tomábamos una ginebra y nos acordábamos de nosotros. Nos traíamos del barrio, de la infancia. ¿Te acordás? Siempre la misma pregunta. ¿Te acordás? Nos traíamos pero era para volvernos. Nunca más aquella ignorancia. Él me miraba desde el fondo del vaso y me mentía. Yo también. Nos contábamos mentiras para poder charlar un rato. Después se iba rápido, como con vergüenza, pero la vergüenza era mía: me sentía prófugo. Una tarde me lo dijo. Con esas palabras. Yo le puse más palabras, para calmarlo. Es ridículo largar palabras. A él no le sobraban y se suicidó. Tenía unas pocas que yo recuerde. Pero no las voy a decir, son sagradas, las mató él. Fue un crimen a la nochecita, los suicidas tienen esas burlas.
La foto crece. A la basílica le salieron dos torres: en cada una hay un reloj. Son las tres y cuarto de la tarde. En punto. Es la hora que nos pusimos para mirarnos. Los dos relojes tienen la misma devota exactitud. Es un milagro del tiempo. ¿A qué habíamos ido a la basílica? A agradecer. No es una ironía decir que la Virgen logró un milagro, que pudo concretar un milagro, que efectivizó un milagro. Los lugares comunes son objeto de culto. En las calles y en las palabras hay santeros, olores, gritos y el venerable escándalo de la fe. La capilla de Jorge era la militancia política. El biombo. La jerga le subía a los labios cuando menos lo pensaba. La jerga era para no pensar, para no estar triste. A mí no me engañaba: pensaba no y decía sí. Digo pensar: una palabra de fe. El pensamiento es ese altarcito. La religión política no basta. ¿Te acordás, Jorge? Toda la vida te esforzaste por ser ateo. No se puede, uno ve la foto y cree. Yo mismo, escucho a Marlene y creo. No hay salida con la fe. Tantos años de amistad y un solo comprobante: esta fotito de mierda, estos cuatro de mierda casi abrazados.
A veces me pregunto cómo será la vida desde otro cuerpo, si será la misma vida. Un poco más arriba de los relojes la foto termina. Hay aire. Pero yo veo dos agujas que tienen que existir, es forzoso que existan. Un poco más atrás de la foto ya estábamos en este momento. Si vuelco la foto el encuadre persiste, pero todos nos acostamos. Marlene es intelecto puro y odia las fotos. No tiene ninguna de cuando era más Marlene. Marlene: repito el nombre y se diluye, se va perdiendo. Los nombres hacen a las personas: las personas se van acostumbrando a sus raíces y desinencias, al significado arbitrario de cada letra y sonido. Hay nombres que terminan agotando a sus portadores. La cama es la letra de Marlene.
Con la mirada es al revés: se cansa pero no termina. Cuanto más mira más está. La mirada es un fervor. Y el fervor es lo que hace verdaderas a las cosas. Vos lo decís siempre, Marlene. Los cuatro que somos en la foto me miran en la emulsión. Yo mismo me miro desde el tiempo. El espacio se disuelve, no es necesario bajar los párpados.
Fue así: estás casi doblado, en el banco. Al lado hay un bolso azul. En el bolso veo cosas para la mirada de los demás: un jaboncito de hotel, una toalla rosa con una línea de pespunte rojo, un peine marrón, un revólver 22 corto. Lo que no veo es la bufanda verde, parecida a la que tenías hace treinta años atrás en la foto. Es raro, tiene que estar. También hay balas sueltas, balitas para pasar la noche, y un documento. La desesperación hace migas, pero si te pasaran un aviso dirían que es un kit de supervivencia. No te rías. Ahora viene cuando te apuntás la bala. No hay ensayo. El banco no tiene respaldo. El bolso va al suelo. Sí, es un tirito. No sé de qué te reís treinta años después.
La foto es un pudor. Tengo que agregar algunas palomas en la toma, dos o tres, picoteando por el piso. Las palomas son una prueba de fe turística. Los lugares importantes se hacen así. No es ciega la fe, son ojos que siempre creen. Pero hay algo más. Algunos hablan de intuición, otros de conciencia. Yo no: el aire de ese encuadre aparece por milagro. Y un temblor. Antes de que las cosas sean siempre hay un temblor de las cosas.
Ese temblor fue un viernes. Me cuesta explicarlo, fue tan natural. Me veo sentado, revolviendo compulsivamente en el viejo cofre de madera tallada. Ese no era yo, pero estaba ahí, en el borde, las manos rápidas entre papeles y alhajas familiares. La familia: Marlene, la madre de Marlene, la abuela de Marlene. El culto de la sangre pervive siempre en un broche, un camafeo, tres o cuatro perlas de un collar que vino de Bélgica y que se guarda para olvidar en un cofre. La familia es una vagina que no se rinde. No hay nada más peligroso que una familia. Prendedores, la memoria siempre estalla en prendedores.
Así me pasó a mí, esa noche, en la superficie de la cómoda, junto al cofre de madera tallada. Fue algo que me llamó a encontrar la foto, no sé qué, y en seguida esa sensación de apartarme. Me corrí, me parece, y guardé la foto. Era que quería salirme de aquella vez. Fui a la cama, Marlene dormía. Miré el reloj: doce menos veinte. Entonces empezó a llorarme la memoria sin ninguna explicación, por cuenta de ella, y yo empecé a ver, justo al lado del cofre, la figura de una familia que no se rendía. Intenté darme vuelta, pero no pude. Allí estaba, un espacio transparente buscando siluetas. No era un sueño, había eso junto a la cómoda y al cofre. Estaba de pie en un contorno. El tiempo debe ser un calco, en simulcop, ¿te acordás?; así me calcaban, desde el simulcop que una vez yo había prestado y que alguien me había roto. Sentí parto, pero no miedo. Digo parto porque es una palabra que no tengo. La familia que no se rinde me miraba desde la claridad de aquellos días, quieta, como parada sobre una sonrisa. Sacudí a Marlene y la escena avanzó. Por un instante pude ver el adentro: lo que vi fue un suicidio con versión de criaturita. En ese momento Marlene tiró de las sábanas y murmuró algo que no alcanzó a salir en la foto. (En: Mano a mano: narradores argentinos y aragoneses. Zaragoza, Ayuntamiento de Zaragoza, 1997)

Octubre Amarillo

Una versión esotérica del caso Barreda (Almagesto, 1994)

Capítulo I: Los hombres son siempre criaturas
Nadie sabe por qué las mató. Todos hablan y dicen, pero la verdad es que nadie sabe. Ni el juez, la policía menos. Yo sí, y lo supe desde siempre. Ya lo había soñado. Muchas veces, creo que desde que vine a La Plata, hace como veinticinco años. Yo soy de Bragado, ¿conoce Bragado? Linda ciudad, antes no me gustaba, ahora sí. Mi padre trabajaba en la acería, era perfilador en la planta de matrices. Este es él, éstos son los compañeros de sección, éste de traje es Bernardo Coll, el dueño, un personaje en Bragado, y atrás está el horno eléctrico, cuando lo inauguraron. Es la única foto en serio que tengo de mi padre, en las demás está siempre con mi madre. Parece otra persona. Mi madre siempre decía lo mismo: “El hombre y la mujer nunca pueden reírse de lo mismo”. Ella todavía vive. Yo me vine a La Plata para estudiar, pero después dejé. La verdad es que me vine para escapar de ellos. No eran malos, pero eran el pueblo, eran Bragado. Mi madre más que mi padre, pero es lo que pasa siempre. Las madres son capaces de todo.
El sueño, sí. En cuanto llegué a La Plata fui a una pensión en Tolosa, sobre la calle 1, entre 33 y 34. La dueña me acuerdo que tenía la manía de alimentar los gatos del vecindario. Se iba a las siete de la mañana a un baldío de la vuelta y les daba las sobras. Era española, y si estaba enferma teníamos que ir cualquiera de nosotras a darle de comer. Las inquilinas, claro. A las siete en punto tenía que ser. Era maniática. Los gatos siempre comían en un mismo orden, primero el negro, después el blanco y así. Decía que era para no alterar el destino, y que los gatos eran los días del destino. Yo me reía, ahora creo. No en eso de los gatos, pero sí en el destino. Es raro, pero ahora que lo pienso creo que la muerte nunca llega en el momento justo, si no no habría asesinos, ¿no le parece?
En cuanto llegué a La Plata me puse a buscar trabajo. Esta ciudad no es para buscar trabajo. Cuesta. Acá me parece que entran los conocidos, o los amigos o los recomendados. Es una ciudad de barrio, no sé si me entiende. Era verano, yo me había anotado en Farmacia y buscaba algo parecido, entrar en un consultorio, como secretaria de algún médico, algo así. Yo hice el secundario en el Normal 2 de Bragado. Bueno, una compañera de pensión me hace entrar para una suplencia de verano en el consultorio donde ella trabajaba, dos semanas. Fue mi primer trabajo en La Plata, como secretaria en una clínica odontológica, en la calle 14 estaba, no sé si sigue estando, me parece que fue una de las primeras clínicas odontológicas de la ciudad. ¿No es increíble? Si eso no es destino… La gente dice que está escrito. Es cierto, pero no sabemos leer. Todos los días tenemos señales, pero no les damos importancia. Como yo digo, lo sobrenatural es cosa de todos los días, pero no tenemos tiempo, ni siquiera para darles de comer a los gatos. Lucía se llamaba, ahora me acuerdo. ¿Vio que cada vez hay menos pensiones en la ciudad? Ya no quedan. Cines tampoco. Cuando yo llegué a La Plata estaba lleno de cines. En Bragado creo que si entré una sola vez al cine es mucho. Acá iba todas las semanas, el Astro me gustaba, y el Rocha… Sí, todos los días pasan cosas raras, se van acumulando, luego se manifiestan y no podemos entenderlas. Queremos comprender de golpe lo que se nos estaba explicando de a poco. Después, cuando las cosas pasan, nos sorprendemos. “Quien lo hubiera dicho”, dice la gente. Como lo de Ricardo. Todavía no lo puedo creer. Me parece un sueño, un mal sueño, ese sueño de siempre.
Entré a la clínica por quince días y me quedé dos meses más. Después pasé a trabajar en el consultorio de un médico dermatólogo, dando turnos y llenando fichas de pacientes. Estuve en Farmacia cerca un año y de la pensión de la callé 1, como al año y medio más o menos, me tuve que ir. Fue cuando la mujer murió. Todavía tengo de ella un juego de naipes comunes, gastados. Lo guardo de recuerdo. Nunca lo usé para las mancias, es otra cosa, es personal. Si cierro los ojos no puedo recordarlo, son muchos años. Lo único que veo son gatos. Era muy buena, muy seca, brava de carácter. En Bragado yo había dejado un novio, un casi novio, un filo. Me acuerdo que en Tolosa, cuando no podía dormir, me ponía a contar vagones. Por el ruido los contaba. Ana, otra compañera de pensión, escribía y había escrito un poema de dormir con los durmientes, algo así decía. Es difícil para una mujer sola la ciudad. Se soporta, pero hace nudos en el estómago. Yo pensaba que el sueño era por esa angustia. O por los consultorios, casos que se escuchan, esas pavadas. Lo tuve mucho tiempo, meses creo. Después pasaron años y me olvidé. Hace cosa de dos años, volvió. Me asusté mucho porque era él, lo vi a él, en el sueño. Una precognición. Yo había soñado con alguien que iba a conocer mucho tiempo más tarde…
Por eso es que yo digo que nadie sabe por qué las mató. Ni el juez, ni la policía. Él, menos que menos. Aunque diga lo contrario… Bueno, no sé, razones para la locura siempre hay. ¿Pero qué explica eso? Nada, para mí nada de nada. Aunque le hagan pruebas y test psicológicos. ¿Me entiende? No sé, las mujeres somos muy desconfiadas. Por eso, por lo general, somos las víctimas. O parecemos. Si cierro los ojos y pienso en la Justicia no se me aparece una mujer con venda, al contrario, se me aparece un hombre. Un hombre deprimido, a veces eufórico, pero casi siempre deprimido. No me va a creer, pero cuando pasó todo esto tuve ganas de morirme. Y tuve miedo, mucho miedo. Y pensé en mi madre. Raro, ¿no? Mi madre, ¿qué tiene que ver mi viejita, allá en Bragado? Nada, pero pensé en ella. Los hombres siempre son criaturas. Aunque se vuelvan locos, aunque hagan grandes negocios o maten con premeditación y alevosía, como se dice. Y si matan más, son más criaturas todavía. Por eso yo sé, yo lo supe desde siempre. ¿Se acuerda de la aparición de la Virgen en la iglesia de 19 y 38? Bueno, esa fue una de las tantas señales. Para mí, porque él no creía.