viernes, abril 27, 2007

Sangre de utilería

A propósito de modas, raros y "tuttologos"

(para Yiye Di Carlo y Miguel Angel Muñoz)

Cuando a Italo Calvino le preguntaron qué autores él celebraba con más fervor, no dio una lista muy grande, ni siquiera dio una lista, apenas mencionó una categoría: "aquellos escritores irregulares", dijo. Para Calvino, "irregulares" significaba fuera del canon, inclasificables o raros, escritores que estaban al margen de las corrientes y las modas. Luego mencionó como inclasificable o raro a un autor rioplatense: Felisberto Hernández.Sin duda -como bien señala Alejandro Toledo en un ensayo sobre los "raros"-, en la historia de la literatura (si es que tal historia existe) siempre ha habido una estirpe de escritores dispuestos a no dejarse arrear por las modas o los tildes de la época y por completo ajenos a los reflectores, a las declaraciones y a las tendencias. Son autores que escapan a cualquier taxonomía académica y que, por ello, aparecen ante los ojos del resto como marginales o periféricos.Se ha creado otra cadena de sinónimos -sigo a Toledo-, y bien podríamos hablar de la palabra "cronopio" instalada por Julio Cortázar, o de la mismísima "raros", término usado por Rubén Darío para el título de un libro de 1896 (Los raros) que tenía nada menos que a Lautréamont y a Verlaine como ángeles tutelares. Ese libro -cito- tuvo una edición parisina de 1905, con un comentario de Camille Mauclair -él mismo un raro- titulado "El arte en silencio". Va un fragmento: "La rareza -dice- puede ir de la mano con el ejercicio de un arte silencioso, es decir, en contra de una normalidad estridente que habría que precisar o delimitar".En verdad que la oposición de un "raro" es el estridente. Pero los estridentes no son aquellos que gritan, sino que, sin gritar o vociferar, pueden arreglárselas muy bien para figurar en el ranking de los más citados o aludidos. Las industrias editoriales, bien lo sabemos, trabajan sin sobresaltos con los estridentes posicionados en este ranking del consumo, por tanto, además de aparecer regularmente en los medios, es de rigor y culturalmente correcto -por no decir políticamente-, que sean referenciados por la crítica a través de la presión publicitaria que ejercen las mismas empresas editoras. Aunque, por supuesto, hoy la palabra de un escritor -el que sea-, está devaluada ante cualquier declaración con plumas.Juan Emar, un notable "raro" chileno, señaló en su momento que el desinterés de su escritura era el motivo de su entusiasmo. A él no le importaba nada. Para Cortázar, había una oposición más tajante: de un lado los cronopios, del otro los "famas", individuos a los que les gusta mostrarse como escritores profesionales, dar entrevistas y conferencias, participar de cuanto evento se les cruce, aparecer como lúcidos especialistas de no importa qué con tal de hablar. Hay quienes de la nada de su obra han construido, en mérito a su habilidad social y a las aceitadas relaciones públicas y de pares, un prestigio. Prestigio es una palabra bizarra en las marquesinas de la literatura.Hoy sin embargo y en un peldaño más arriba que los estridentes están los "tuttologos", nombre que se le da en Italia a los opinadores profesionales. Escritores, periodistas, intelectuales (o no) que de la opinión han hecho un medio de figuración y hasta de vida. Pueden opinar del fundamentalismo religioso, del peligro de algunas dietas, del último libro de Ma Jian o W.G.Sebald, del cambio climático, del calendario Maya o de la actividad sexual de los ácaros. Da lo mismo. En Argentina se los conoce como opinólogos, y están en casi todas las agendas de los productores periodísticos por cuanto pueden opinar muy bien -y con aparente fundamento- sobre cualquier cosa. La profesión de opinólogo -ridiculum vitae de muchos- ya debería incluirse en el post grado de algunas carreras.En la orilla de los no estridentes los nombres abundan en silencio. Provisoriamente y junto a Felisberto uno podría citar a Macedonio Fernández, al propio Roberto Arlt, a Wilcock, Néstor Sánchez, Porchia, Levrero, Droguett, Lascano Tegui, Gombrowicz en su momento, incluso Filloy, el colombiano José Félix Fuenmayor, Manuel del Cabral, el peruano Harry Beleván, el mismísimo Rulfo, Monterroso y hasta el primer Arreola, etc. Se me olvidan demasiados: la lista sería tan inagotable y arbitraria como esperpéntica y subjetiva; los voy anotando al vuelo, errática y tendenciosamente, sin orden ni consenso, imposible consignarlos a todos. Tampoco debe pensarse, como acertadamente subraya Alejandro Toledo, que la oscuridad primera es el caldo de cultivo que garantiza la inmortalidad de un autor; o llegar a la peligrosa conclusión de que la ausencia de cualquier forma de éxito significaría la segunda gloria póstuma. No. En rigor, son los figurantes quienes construyen los altares canónicos, mal puede un no estridente estar pendiente de esta posibilidad. A propósito, un buen indiferente era el norteamericano Ring Lardner, también el genial Buzzati, Aub, la propia y exquisita Willa Cather, y hasta John Fante pese a la porfía de su genial Bandini. Son muchos en cada ámbito, legiones por cierto. Lo concreto es que asoman siempre como personajes permanentemente desclasificados de los mapas literarios y, más allá de la valoración de su obra, acaso ajenos a intereses de poder y de terceros. Claro que muchos "raros", con el paso del tiempo, son convalidados por el resto y dejan de serlo; por lo general, cuando su vitalidad creadora ya ha dado lo que tenía que dar.Pero nada puede generalizarse, todo es relativo, y tampoco faltan los ejemplares de "indiferentes" que premeditadamente intentan parecerlo para fabricar su marketing al revés, algunos de ellos esforzados "autores de culto", pynchonianos de segunda mano. Vocación inversa a la del tuttologo, aunque con fines más o menos parecidos. Es extraño: en el mundo del arte nadie es lo que parece ni, menos, lo que cree ser. Sangre de utilería, precisó Mishima, y me quedo con esa magistral definición. Al fin de cuentas, vuelvo a citar: "parece inverosímil el autor al que no le interese el busto en el parque para comodidad de las palomas".

viernes, abril 06, 2007

Cristóbal Colón era negro

A propósito de la polémica con ciertas palabras en el Congreso de la Lengua

Una maestra contaba hace un par de meses lo que para ella fue una anécdota inolvidable en el aula: puestos a dibujar y colorear a Colón con las tres carabelas en su llegada a América, uno de los alumnos dibujó un Colón negro. Ni mulato ni morocho, el Colón del pibe era negro carbón. La maestra lo llama y le pregunta por qué lo había dibujado de ese color. El chico, muy sensatamente, le responde: "Porque Colón era negro". La mujer vuelve a la carga para saber de dónde había sacado semejante disparate y el pibe, muy suelto de cuerpo, le contesta que del libro de texto. "No puede ser", dice ella. El chico saca el libro, busca la página, y le lee: "Cristóbal Colón, ese oscuro navegante genovés..."A veces las anécdotas se imponen con tanta fuerza como los propios usos del lenguaje. No hace falta que el diccionario convalide o no el empleo de una palabra, de una expresión o de un neologismo para que el lenguaje, orgánico y cambiante como un organismo vivo, lo acepte y adapte al uso. Son los hablantes quienes confirman o no la vitalidad de un vocablo o una voz. Las recientes polémicas desatadas en el Congreso de la Lengua revelan hasta que punto, a veces, el rigorismo a ultranza (no los académicos) intenta sobreponerse al uso común. Aunque la palabra "negro" haya estado objetada, hay que decir que sexo y raza, por citar sólo dos condiciones, no siempre vienen acotados por la estricta acepción que se le confiere al término. Un gesto mínimo puede cargar peyorativamente un vocablo que en el diccionario aparece como neutral. Una interpretación diferente (¿y cuál no lo es?), lo mismo. El chico que interpretó a Cristóbal Colón negro leyó "oscuro navegante" en función de la piel del descubridor y no de sus orígenes. Pulverizó el supuesto eufemismo y fue directamente a la palabra. Como sea, intentar una normativa en este terreno es inútil. Decían los hermanos Ortega y Gasset -y en esto coincidían ambos- que la función hace al órgano y que son los diccionarios los que corren detrás de las palabras, nunca al revés. Por lo mismo, pretender como pretenden algunos que se empleen a pie juntillas los géneros correspondientes es, además de trabajoso, inocuo. "Los hombres del mundo han rechazado la carrera armamentista de las grandes naciones" es un enunciado que contiene tanto a hombres como a mujeres. Como decir "los individuos de tal nación no aceptan la discriminación". No parece necesario aclarar los tantos. Sería absurdo recurrir a "los individuos y las individuas de tal nación no aceptan la discriminación". En rigor, el feminismo como movimiento tiene muchas causas valiosas aun por las que luchar como para prestarle atención a los lugares que van detrás de la coma, por decirlo en sentido figurado. Caso contrario, y aunque suene ridículo, terminaremos aludiendo al feminisma. Tampoco estaría de más recordar que el nazismo cuidó escrupulosamente los modos y usos del lenguaje y terminó "depurando" personas de todo género. Lo que muchos ignoran: también produjo un "holocausto idiomático" sin precedentes.Don Víctor García de la Concha, el director de la Real Academia Española, se la debe ver en figurillas ante las polémicas y los recientes reclamos de cambio. Con buen criterio, el hombre estará pensando que se le viene la noche de color. Es lógico, primero se la agarran con el "negro", luego vienen por el género, más tarde vendrán por mí, se habrá dicho. No es tema menor el de este ilustrísimo académico, no aquí al menos en donde Don Víctor García debe responder a sus más profundas e incuestionables raíces de etimología hispánica.

Rubias no tan tontas

A propósito de "Rubias peligrosas", de Jean Echenoz

Parece que existe en las rubias peligrosas una profunda conciencia de su particularidad. Esta sensación de ser especiales, de constituir el producto de una mutación, un fenómeno genético y hasta una catástrofe natural, puede incitar a una puesta en escena de sí mismas". La observación corre por cuenta de Salvador, uno de los personajes de Rubias peligrosas (Anagrama), la novela de Jean Echenoz (1948) que pone en escena las convenciones de la novela policial y del cine de suspenso (homenaje a Hitchcock incluido), para darle brillo intenso a una historia que combina elementos bizarros con cómic, algo de vaudevil y humor con toques negros. Pero la combinación de Echenoz sólo se pone en marcha cuando incorpora un último y valioso elemento: el imprevisto, imprevisto que tanto puede surgir del cambio inesperado de las acciones como de un detalle tan categórico como inútil; por ejemplo, los cinco mil hectolitros contenidos en las cisternas de ese edificio negro y blanco por donde camina el propio personaje, dato oculto y aleatorio que nada añade pero que opera como factor de irritabilidad para espolear la lectura. Nada nuevo, pero sí efectivo. Echenoz conoce todas las técnicas de la narración y las despliega desembozadamente para que el lector las observe, elija y se sienta halagado. No hago trucos –parece insinuar-, muestro lo que otros ocultan, ya no hay magia.En Rubias peligrosas, en efecto, el recurso consiste en desmontar el truco y enseñarlo. La puesta en escena de sí mismas que denuncia Salvador con respecto a las rubias, la hace Echenoz con el escritor que escribe esta historia plagada de rubias cinematográficas, de clisés que se autodestruyen y de diálogos certeros, inesperados y muy imaginativos. El argumento es un recurso de maquillaje que el novelista expone para que lo sigan un rato: una productora televisiva tiene en carpeta montar un programa con retazos de películas célebres de rubias más célebres aún para despertar a la adormilada audiencia. Jean Harlow, la Bardot, Doris Day, Kim Novak, Marilyn, Marlene Dietrich, íconos y estereotipos a los que se suma Gloire S., una francesa ignota pero rubicunda en sus amores, cuyos amantes, sin excepción, terminan más trágica que dramáticamente, por lo que luego de una muy breve estancia entre rejas, la muchacha retorna a la vida pop y varios detectives comienzan a seguirla. La persecución de Gloire es otro de los recursos que Echenoz mejor trabaja técnicamente a través de la tensión y la peripecia, ese enrarecimiento de la trama que parece próximo a ordenarse pero que jamás se ordena. La promesa de aclaración del enigma –como en todo policial- resulta atractiva, pero aquí la parodia al thriller consiste en ver cómo aparecen los imponderables y cómo se suceden, siempre o casi siempre por la vía del absurdo, aunque jamás del imposible. En una sola obra (Al piano) Jean Echenoz empleó el recurso fantástico y no le funcionó, al menos de un modo tan efectivo. Aquí en cambio, como en Me voy, los guiños tienen el blanco de la cultura pop y el homenaje irónico a sus heroínas (¡ay ese dato fatalmente cursi en el color del pelo!). La dosis de azar que el francés interpone en sus textos, aunque no lo dice ni lo insinúa, es clave para salir de los hoy ya remanidos "cruces" narrativos y para releer a un colega suyo, verdadero maestro de escritores, F. Durrenmatt, autor que sin duda el francés ha leído hasta el hartazgo pero cuyos trucos, al menos por el momento, no tiene interés en develar. Al menos no en público. Es que algunas tinturas -como las imitaciones- son peligrosas.

La trinchera de Teresa en Malvinas

Con la madre que todavía espera a su hijo "muerto en combate"A 25 años de Malvinas, mientras en Londres se llevan a cabo los actos de conmemoración a los caídos en la guerra y la memorabilia de los ingleses se anuncia en forma de monedas y merchadising, en Abasto, una pequeña localidad semi rural cercana a La Plata, Teresa Gamalero de Hornos guarda una secreta e íntima convicción: que Carlos Alberto Hornos, su hijo, regrese con vida del frente. Un cuarto de siglo después, la crónica de Teresa en la trinchera.

Teresa Cristina Gamalero de Hornos, madre del soldado Carlos Alberto Hornos, guarda todo lo de su hijo: pantalones, medias, calzado, fotos, cartas y camisas limpias y planchadas. Cada cosa la acomoda escrupulosamente en un placard, en bolsas de nylon, debajo de su propia ropa. A los tantos meses repite el procedimiento: saca, lava, plancha y ordena con secreta prolijidad. Luego vuelve a guardar. Es una ceremonia tan íntima como prevenida. Su hijo cayó en combate el 13 de junio de 1982, pero el telegrama le llegó tres días después, el 16 de junio. Las pertenencias de Carlos Alberto son para persistir, no se desprende de ellas por nada del mundo. Pero no las atesora como si fueran parte de un recordatorio, tampoco para tenerlo más cercano y presente. Al contrario. "Las guardo para cuando él vuelva", dice con serena convicción.Carlos Alberto había nacido el 28 de diciembre de 1962, en La Plata, y su madre registra cada fecha con la misma precisión con que ha ordenado sus objetos para cuando él regrese a la casa de Abasto. "Lo reincorporaron el 9 de abril de 1982 -cuenta-, porque le habían dado la baja por casamiento, estaba en el Regimiento 7, así que el 8 de ese mes llegó el telegrama, el 9 se presentó y el 12 se lo llevaron para reincorporarlo. Fue la última vez que lo ví, apoyado contra el portón del Regimiento, ése que todavía está". Hace una pausa y agrega: "El nene, el hijito, tenía 4 meses cuando él se fue, hoy tiene 25 años, se llama como él, Carlos, pero Carlos Héctor". Luego aclara, por si quedara alguna duda: "Tengo además dos hijos y los quiero con el mismo amor, Julio César Hornos y Pedro Oscar Burgos, mi hijo del corazón".Teresa tiene 68 años y una mirada digna, fuerte. Desde hace años trabaja en el Instituto Gambier de Abasto. Cuando recuerda a Carlos lo hace con la precisión y naturalidad de una semana atrás. Pero han pasado veinticinco años : "Esa noche cuando llegó el telegrama estaba jugando a las cartas, no necesitó abrirlo, como que lo esperaba. Cuando lo leyó, dijo: `vamos a matar monos´. Fue un chiste, para que yo no me preocupara. Era un muchacho muy alegre, trabajador, hacía turnos en una carnicería despostando, también le gustaba mucho la carpintería, arreglar muebles, mi hermana todavía tiene la cama que él le arregló, le cambió una pata". La hermana de Teresa, Irma, escucha el relato y asiente. Su marido, Juan Carlos Jara, hace lo propio: "Carlos era un chico buenísimo, muy serio, formal, si él decía a tal hora vuelvo, él volvía, yo era su padrino y ella, mi mujer, la madrina". Teresa los escucha en silencio, parece ordenar y llevar el flujo del relato: "Me dejaba todo escrito, en cartitas, `Mamá, estoy en tal lado´, ponía; o `Ya vuelvo´. Era muy apegado a mí -recuerda-, muy cariñoso, cómo sería que a veces yo le mentía y le decía tal o cual cosa para poder irme, sino él se preocupaba, vivía cuidándome, protegiéndome. Y siempre papelitos, cartitas, los dejaba por todos lados para que yo supiera y me quedara tranquila", repite, mientras con la mirada recorre el contorno de la mesa como buscando alguno de esos mensajes invisibles. La carta más visible, sin embargo, sigue doblada en su dormitorio. En un cuarto de siglo casi no ha vuelto a leerla. Allí, muy escuetamente, le anuncian que Carlos Alberto ha muerto en combate.Se queda unos segundos en blanco, luego se levanta y acerca a la mesa fotos. Están sueltas pero en estricto orden: algunas son de la escuela, de cuando estudiaba en el colegio de Romero; otras de San Miguel del Monte, en plena campaña, cuando del Regimiento 7 lo llevaron para la instrucción militar; en una está firmando en el registro civil, es el día del casamiento; en otra aparece con la que fue su mujer, Hilda Pezzolano, junto a una prima. Se casó a los 19, Hilda tenía 15. "Una nena", dice Teresa, mientras despliega las fotos en abanico y abre las cartas de su hijo en el centro, bajo ese paragüas imaginario. Abre todas menos una. "Ellos dicen eso, que murió combatiendo, pero es lo que ellos dicen", se convence con un gesto de incredulidad. Aquel Carlos de 19 años hoy ya tiene dos nietos y la que fue su mujer, Hilda, seis hijos. Pero la joven nunca se volvió a casar. Teresa continúa: "Un día yo iba caminando por Romero y lo vi en un puesto de diarios, estaba en la foto de la revista `Diez´, de fajina, con otros compañeros, en las islas". La familia y los vecinos compraron varios ejemplares, pero ella no llegó a leer la nota, no quiso. Su hermana, la tía de Carlos, tampoco.El día que Carlos recibió la citación para reincorporarse, Teresa tuvo un mal presentimiento. Pero no lo pudo poner en palabras. Su madre, la abuela de Carlos en aquel entonces, fue en cambio categórica: "Que no vaya, dijo mi madre, yo me quedo con él, yo lo escondo, y a él lo miró fijo y le dijo `Yo te voy a esconder, Tin´. Todos le decíamos Tin. Pero a él no se le ocurrió ni por asomo no presentarse, ve lo que son las cosas, otros no se presentaron y no les pasó nada, él cumplió con la Patria y pasó lo que pasó, no está". Teresa es de pocas palabras, pero las emplea con cuidado: no dice `murió´, dice `pasó lo que pasó´. Los Jara recuerdan perfectamente el día infausto del telegrama. "Teresa estaba trabajando en la Cocina del hospital de Melchor Romero y con mi marido no nos animábamos a avisarle -cuenta Irma-, fue durísimo, un golpe terrible, todavía la estoy viendo, no sé cómo sacamos fuerzas para poder decirle; para la abuela fue peor, ella tenía 82, después de ese día ya nada fue igual". Teresa interrumpe a su hermana: "El día 13, para mí, es un día maldito". Lo dice con serena impotencia, pero también con un destello de bronca de la que nunca, bien lo sabe, se va a desligar: "No me entregaron nada de él, nada, ni una ropa o una carta o sus cositas, nada de nada, ni siquiera el anillo de recién casado que se llevó escondido porque no podía cargar con cosas de valor, nada recuperé, esos milicos inmundos...Yo fui y pedí, rogué y nada, lo único que me dieron fueron siempre las mismas palabras: `Murió en combate´.Si hay un calvario más allá de la muerte, ese calvario tiene forma de ausencia en la incertidumbre. ¿Qué es morir en combate cuando nada lo confirma?. A Teresa jamás la convencieron esas lacónicas palabras que decían, siguen diciendo, muerto en combate, al contrario, la animaron aún más para preguntar, investigar, viajar incluso y hablar con ex compañeros de su hijo, Carlos "Tin" Hornos, un pibe flaquito, clase 62, nacido justo en el Día de los Inocentes y a quien, como en un mal sueño o en una burla de las fechas, ella aún espera verlo aparecer por el frente de esa casa prolija y de entrada baja de la calle 517, en Abasto, para escucharle decir: `Soy yo´. ¿Delirio de cumpleaños o una broma del destino para los inocentes que murieron combatiendo? ¿Es la inocencia entonces la que debe hacerse valer, o, en todo caso, la angustia, el dolor y ese imposible de tantos años de espera convertidos en imposible milagro? Lo más doloroso: ¿quién puede negarle algo si ella, aun hoy, continúa aferrada a esa única y remota posibilidad ? Sin golpes bajos, la historia es sencilla, contundente: Teresa, la madre de Carlos Alberto Hornos, clase 62, muerto en combate el 13 de junio de 1982, en Malvinas, todavía espera a su hijo. "Va a volver", dice, y lo dice tan de adentro que uno debe callar y mirar para otro lado.Lo que los entrevistados narraron a continuación es el relato secreto de un caso jamás aparecido en los medios pero que a Teresa -¿y a cuántas otras madres en su misma o similar condición?-, acaso le haya servido o le siga sirviendo de argumento para mantener en pie eso llamado fe, esperanza o resignación que nunca termina de resignarse del todo, como en este caso. Es la historia negra de toda tragedia, la historia oscura de una guerra que el tiempo va deformando, amparando y haciendo crecer en forma de relatos, leyendas, versiones urbanas o de suburbio, para luego convertirse en razón fidedigna de vida. No circulan gratuitamente, quienes las repiten las repiten como en oración y letanía para aferrarse y poder continuar. ¿Salvavidas de plomo? Es más que probable, pero tanto Teresa como su hermana Irma y su esposo Juan Carlos dan fe de que en 1990, ocho años después de concluida la guerra, en la vecina localidad de Lisandro Olmos, apareció un joven, un ex soldado que había sido dado por muerto y desaparecido en uno de los combates en las islas. "Se tapó todo, no se dejó que los medios se enteraran -afirma Juan Carlos-, porque el padre, al verlo con vida, se pegó un tiro, se suicidó". Tal cual. Puede ser desconcertante el argumento, pero resulta tan austero y fascinante como ese jugador de Chéjov que va al casino de Montecarlo, gana una suma millonaria en la ruleta, luego se retira a su casa y va y se pega un tiro. "No, no y no -insisten los tíos de Carlos-, el caso es bien conocido aquí, es cierto, ese muchacho estuvo internado durante muchos años en un neuropsiquiátrico en Chile y nadie sabía nada; después de ocho años de dado por muerto, volvió". Esa es la historia, la presunta actitud del padre suicidándose es un iceberg que reflota, cada tanto, la versión del soldado aparecido en la localidad de Olmos. "No es el único caso -agrega Teresa-, también aquí, en Abasto, hubo uno muy comentado. Pero fue de un pibe que estuvo desaparecido menos tiempo, no fue tanto", señala. "Como a los dos años apareció, dicen", acota Irma.Durante semanas que fueron meses Teresa se iba sola en su bicicleta a espiar por los alrededores del Neuropsiquiátrico de Romero. Se acercaba al cerco perimetral, hablaba con alguno de los internos y luego volvía. A los dos o tres días repetía la rutina con la misma firmeza. Después dejaba pasar un par de semanas e insistía, pero por otra zona del hospital. Deambulaba por los fondos, más allá de la vía, por Urquiza. Melchor Romero es como una ciudad. Irma lo cuenta así: "Se iba sin decirnos nada, pero es cierto, durante mucho tiempo en Romero había tiendas de ex combatientes, ella lo buscaba, hablaba con uno, con otro. Los soldaditos estaban tan mal que ni se querían sacar la ropa, seguían con las pilchas de combate..." Hace una pausa, mira a su hermana, y prosigue: "Otra vez sin decirnos nada se fue al Borda, se metió en los pabellones y empezó a buscarlo como desesperada. Pasa que le dijeron que en el Borda también había ex combatientes, chicos que quedaron mal y que ni sabían cómo se llamaban". Teresa la interrumpe: "Va a volver, estoy segura". Juan Carlos mira al cronista y añade: "No se crea, no es que esté mal, para nada, pasa que ella no se quiere convencer".El vía crucis de la madre de Carlos Hornos no se detiene allí. Cada tanto, ante la mínima versión, sale de su casa furtivamente y corre al encuentro de esa infinita posibilidad. Jamás desatendió su trabajo en el Instituto Gambier, sin embargo. "No nos avisa -dice su hermana-, se escapa sin avisarnos". Teresa viajó dos veces a Malvinas para dar con el cuerpo de Carlos, en una ocasión no pudo llegar. En el siguiente viaje logró desembarcar y revisar palmo a palmo las tumbas del cementerio. "No estaba Carlos, no había ninguna cruz con su nombre", admite. Cuando se le recuerda que muchos cuerpos están enterrados sin nombre, replica: "Sí, claro, eso ya lo sé. Pero yo hablé con muchos soldados y a uno que fue su compañero, de apellido Méndez, le pregunté y me dijo que lo que ocurrió fue que Carlos y otros tres un día salieron de la trinchera para buscar comida y nunca volvieron porque habían pisado una mina. Tenían hambre, por eso salieron. Ese día uno de los que murió se llamaba Boscovich. A la tumba de él la encontré en el cementerio -reconoce-, pero de Carlos nada y Méndez me dijo que en el lugar de la explosión no se encontró nada tampoco, ningún resto, y eso que él volvió al lugar y estuvo como dos días buscando...Y Méndez bien que lo conocía, dormían espalda con espalda para soportar el frío, sabía hasta lo que llevaba puesto, pero no, no encontró nada..."Versiones de versiones: hoy y como desde hace veinticinco años atrás Teresa relee una de las cartas de su hijo enviada desde el frente, todavía tiene marcas del barro malvinense en el papel y la suma de las prevenciones para su madre y su esposa en letra muy clara y levemente inclinada hacia la derecha: " (...)estamos con frío, hace mucho frío, pero yo te pido que esto no se los digas porque tienen que estar tranquilas, para que no se preocupen vos deciles que todo está bien..." (el fragmento es de una carta enviada a su tío Coco). Otra carta, dirigida a Hilda, su mujer, empieza así: "Esta carta es para mi muñeca..." Teresa toma las cartas y las dobla. Las sabe de memoria. Podría decirlas de corrido, pero en su fuero más íntimo y aunque parezca una locura ella entiende que algún día no muy lejano,quién sabe, las va a volver a leer junto a su hijo. "Yo lo espero", repite. Hay noches en las que lo ve en sueños. "Muy clarito lo veo -asegura-, en uno de esos sueños lo descubrí con un brazo lastimado, sangrando, entraba por la puerta del frente y me sonreía. En otro sueño lo ví como enojado, de la mano de una chica, no sé..." El calvario de esta mujer de 68 años no se detiene; no se va a detener nunca, en realidad. Ha ido a consultar tarotistas y videntes. Una de las últimas le aseguró con alevosía que estaba con vida, pero lejos, viviendo con una familia de viejitos. "Eso fue antes -explica con calma-, ahora a esas cosas ya no les llevo el apunte". Sin embargo, la porfía es mayor. "Usted no se imagina -interviene la hermana- ha ido a todos los neuropsiquiátricos de acá y de Buenos Aires y más, hasta a Trelew se fue porque nos enteramos que allá tenían a uno de los chicos con la cara toda desfigurada, nos dijeron que estaba internado y ella se fue". Teresa hace un gesto con las manos: "Me dijeron lo de siempre, que no lo buscara más, que había caído en combate". Pero la hermana agrega: "Sí, y el oficial con el que habló fue una porquería, le contó que encontraron un pie y un bota, pero no, son mentiras, ni encontraron ni dijeron nada cierto..."Por momentos el presente se mezcla en el relato de las hermanas y es como si Malvinas fuera un tiempo verbal estático, tan congelado en el dolor como en la impotencia. Cuando en 1983, se restituyó la democracia y el Dr. Alfonsín asumió la presidencia, la angustia de la familia Hornos no sólo subsistió, sino que se hizo más honda aun. "Desmalvinizar" es una palabra que les produce rechazo, un insulto. "Ni me diga", dice Irma. Teresa luego termina de ordenar las fotos, separa algunas para acompañar la nota, y comenta: "La placita de Abasto lleva su nombre, Carlos Alberto Hornos -repite orgullosa-, tenía una placa, pero se la robaron, ¿Puede usted creer? ". Cómo no creerle. Durante la guerra el país estaba disociado entre la patología social de espectáculos culturales y deportivos por un lado; y, por otro, de Bahía Blanca hacia abajo, en la sangría de un país que al Sur sufría la suerte de miles de adolescentes embarcados en una guerra extraña, alabada y enferma. "Vamos ganando". ¿Por mucho? La consigna deportiva acompañó el retorno de los soldados y, como genuinos derrotados, sufrieron las consecuencias de la iniquidad, el desprecio y el olvido. Los intelectuales no hablaron de Malvinas, estaba mal. Mal visto. Territorio de la hipocresía más inconmensurable, hoy, a veinticinco años de una guerra absurda propiciada por una recua ignorante y golpista, la épica de Malvinas sigue en pie, sin embargo: en sus soldados muertos, en los suboficiales y oficiales caídos en batalla, en los ex combatientes y en sus peregrinajes infamantes a que también los sometió una sociedad civil que, aunque duela reconocerlo, prefirió el rechazo antes que admitir su propia condición ante la "deshonra" de la derrota.Quizá por todo esto y por mucho más, la madre de Carlos Hornos hoy no tiene ninguna duda, está consciente y bien lúcida cuando insiste: "Va a volver, estoy segura". Lo repite en voz baja, para sus adentros. Inútil insistirle sobre los 700 muertos argentinos y, de ellos, sobre los más de 120 que no han podido ser identificados en el Cementerio Argentino de Puerto Darwin. "Sólo conocidos por Dios", rezan las cruces, en inglés. El Estado nacional abandonó tanto a unos como a otros, hoy el camposanto es ruinas y desolación. Por eso, las cosas no han cambiado mucho en un cuarto de siglo. Lo que ella no permitió que se escribiera para la posteridad en la placa robada de la plaza de Abasto y jamás repuesta -"Murió en combate"-, es precisamente lo que se va a permitir en estos días, cuando los discursos sobre los veinticinco años de Malvinas decaigan y la retórica de la inconsecuencia retome el lugar del olvido: volver a buscarlo. Es una cruzada personal impenitente, digna. Obsesión, dirán algunos. Quizá. En todo caso pujar de madre. "Después de que pase todo esto voy a ir a Luján, tengo que ir a Luján", se convence con algo de fervor y emoción contenida. No a rezarle a la Virgen. O sí, hay un milagro pendiente. Pero primero lo primero: dirigir sus pasos hacia Open Door. Sucede que semanas atrás le llegaron versiones de que en el instituto neuropsiquiátrico de la zona podría estar internado Carlos; por supuesto, bajo otro nombre, muy cambiado, sin tener conciencia de su pasado y en completo estado de enajenación. ¿Un imposible o desatino? Es lo de menos, ella va a intentarlo. No sabe cómo, pero una vez más, como tantas otras veces, va a ingresar en los pabellones y va a recorrer uno a uno los rostros de los internos hasta dar con el de ese chico flaco, chistoso y responsable, que le dejaba por todos los rincones de la casa papelitos con mensajes: `Má, fui a Malvinas, no te preocupes que ya vuelvo'. Es la trinchera de Teresa. No la quiere -no la puede- abandonar y está en todo su derecho.