viernes, diciembre 26, 2008

Mi nombre es Terranova

“Una vez me salió una frase: ‘Que sea simple’. Quedó. Que sea simple. Y fue simple mientras duró”. La frase pertenece a Rufus, primera persona de Mi nombre es Rufus, (Interzona), la novela de Juan Terranova ensamblada a través de apuntes secos, cortantes, dispuestos en percusión para contarnos la intimidad de "Birmania", banda de rock punk porteña. “Si creo en algo, creo en el ritmo”. ‘Que sea simple’, sin embargo, es algo más. Podría ser la razón estética de un diario encubierto, tapado por la música. Pega. Y pega Cioran, y golpea que Borges no sea punk, y en la divina entropía del rock la música todo lo permite. Por eso las anotaciones sincopadas. ¿Ansiosas? No lo parecen. La ansiedad es algo más complejo, un estilo, acaso un parche generacional: “No se puede vivir desnudo”. Los parches de Mi nombre es Rufus conmueven. Vibran y quedan ahí, como suspendidos para siempre, en el silencio de la noche. Nota tras nota, la novela desanda el viaje de intereses y gustos del narrador pero al fin, casi imperceptiblemente, uno advierte entre líneas un discreto y poderoso guiño confesional en el que Javi, El Mono, Kike y Rufus son la trampa "Birmania" para contar la disolución, la angustia, la limpieza del principio que la sustenta: “Un disco de Creedence sonando en la bandeja un domingo a las siete de la tarde. Esa es mi idea de eternidad”. Claro que no hay otra eternidad que la reflexiva y simple voz de Rufus contando cómo se arma, cómo decae, cómo vuelve a rearmarse y desaparece. ¿Una banda? Algo más.
Después de "Birmania" Rufus pasa a "Los carniceros", banda de funk-metal que le puso música a El matadero, de Esteban Echeverría. La lírica de la entropía dice que todo se degrada, tiende a desaparecer. La mirada de Rufus, las reses de algunos pensamientos y sensaciones que atrapa esa mirada, sabe que es así. “Ahora tengo mujer, un hijo y tres guitarras”. Religar podría ser verbo punk, pues entre música y escritura este Rufus ha consignado un minucioso registro generacional pero también una leyenda recursiva que va más allá de las referencias musicales y culturales para nombrar otras cosas. ¿Una novelita sobre el rock únicamente? No parece. Y no defrauda esa sugestiva voz, al contrario: impacta por la sencillez, la transparencia y las resonancias de lo que anota y dice.

(Publicado en “El Día”, 26/10/08) – Secc. Literarias.

viernes, diciembre 19, 2008

Paciencia, culo y terror

Por Soledad Franco


“Paciencia, culo y terror nunca me faltaron”
Sebregondi retrocede, de Osvaldo Lamborghini


La frase del Marqués de Sebregondi, personaje lamborghiniano, bien podría haber sido dicha por Rolando, personaje de Báñez (reacio a los gentilicios) si Rolando contara al comienzo de la novela con esa facultad. “Escribo porque no puedo hablar”, escribe, y la paciencia la tiene para soportar los efectos que la pérdida del habla a los once años por una lesión en la cisura homónima provoca en la madre y en las tías; el terror le sobra ante los intentos de integración/ recuperación del entorno; el culo no es tema sino hasta el segundo tramo de la novela y por contigüidad.
Bastante diferente a la narrativa actual, se cuenta que cuando La cisura de Rolando recibió el premio Letra Sur el jurado pensó, seudónimo mediante, que se trataba de alguien muy joven. Esto puede deberse al humor subversivo y la irreverencia para hablar de ciertos temas que suelen confinarse (mal vanguardista) a ese momento de la vida; también a la originalidad que impide acercar la novela al lector de la manera más simple (por comparación con otra) y en cambio invita a un análisis textual.
Para Rolando, en parte, (en “La Cisura” nada es por entero ni tiene una sola causa) dejar de hablar es una ventaja: lo dignifica ante los amigos que viven pendientes de sus mensajes, por un lado, y por otro lo empuja hacia una pregunta que no se responde, pero que (y no es poco) aprende a formularse a través de la escritura. La escritura encuentra un precursor en el padre que lleva expresiones nuevas a la casa y que “había dejado inconclusas algunas obras de teatro porque, según afirmaba, a último momento había advertido que se las habían plagiado”, en la atención dispensada a los puntos y a las comas, y en la amorosa colección de palabras caseras (farabute, putañero, saraca, tirifilo, covacha) cuyo significado escamotea el diccionario. Avanza hacia el lugar de lo que no se puede decir o lo ilícito: está en los cuadernos ocultos en el taller del íntimo Behrenz y no en los de la “Escuela especial” a la que lo obligan a concurrir a partir de su ganancia-pérdida, en las exageraciones con las que decide torcer los detalles de sucesos ocurridos para evadir la vigilancia materna, en el “sistema para decir las cosas importantes sin tener que decirlas” que fabrica con el mismo fin junto a sus amigos, y en toda una serie de desopilantes intentos fallidos por dar con la palabra hilvanados al estilo cervantiano.
En “La Cisura” nada es rotundo y por eso la afasia va acompañada de la capacidad de oír a enormes distancias que a su vez se acompaña de “acúfenos”; a la recuperación de la afasia, en la segunda parte, le escoltan “voces de mando” y así siguiendo.
Rolando ha recuperado el habla con la misma indolencia con que la perdió (“¿Cuándo fue que el habla me recuperó?” se pregunta) y, ya a los cuarenta años acude a terapia con un lacaniano peronista (Danilo Moran) que sostiene que todos los argentinos somos putos. Lo lleva allí el hallarse en una preocupante “meseta de felicidad” que se manifiesta en “crisis caritativas” a través de las que se filtra “el fantasma de la disociación”. Lo mantiene allí no la creencia en el análisis, sino el “encanto del delirio progr(amado)”, delirio que transforma el mundo y en el que se sumerge “como un lector ante una novela”.
Sólo para ordenar, si la primera parte del texto se puede leer como una hipótesis (no una teoría) sobre la escritura; la segunda se leería como una hipótesis sobre la relación dialéctica entre ésta y las lecturas, los modos de leer y rescribir en simultáneo la propia historia y la ajena. Después de todo, lo que vuelve entrañables las sesiones para Rolando es el trabajo de su analista sobre el significante, las inversiones, acentos y paréntesis en las palabras de su historia (y en las del país y las del Génesis).
En realidad se trata aquí de la escritura/ lectura en miligramos, como sílaba y hasta como letra. Y es justamente en este rasgo donde se establece una continuidad con Cultura, la novela anterior de Báñez a la que él mismo definió no como una parodia de la cultura oficial, sino como una versión en miligramos de la misma.
“No hay que ser tan literal”, señala Moran y cita como ejemplo de castigo por literalización el caso de “Ibáñez” (personaje disociado de “Cultura” ) y es por ello que el hecho de que Báñez haya nacido como su héroe el 2 de junio y vaya a comprar con el dinero del premio un telescopio (el héroe en esto lo aventaja) no debería invitarnos a buscar más coincidencias, so pena de terminar como Ibáñez en la guardia.

Todas las mañanas somos Gregorio Samsa

Por Luis Chitarroni

Una de las pocas cosas que hoy podemos saber de la novela es que nos deben gustar en contra de las comodidades predominantes. No es el caso de hablar de los buenos servicios de relatos más aptos técnicamente –como los que ofrecen el cine o la televisión-, sino de los medios y recursos que la novela debe plantearse para competir con otras, a sabiendas de esta desventaja. Y encuentro la ocasión para hablar de una cuya planteo, estructura y desarrollo escapa por completo de las habituales, de una novela –La cisura de Rolando- que es toda una singularidad. La escribió un amigo, y la suerte no termina ahí: un amigo cuyos libros admiro. Y los admiro por eso, porque son distintos. Éste es muy distinto del anterior, que no sé si tuvieron la suerte de leer. Cultura exploraba la vida de un escritor en la atmósfera –o la órbita- impuesta por los ejercicios de sumisión de un organismo oficial. Distinto, muy distinto, porque si bien el anterior jugaba con la sátira hasta desmentir cualquier sospecha de situarlo en el ámbito que imponía el título, éste encapsula la cultura en su interior y no nos deja quietos hasta el punto final (que además es la licencia de un paréntesis).
Se trata finalmente de un mundo donde la cultura ha triunfado hasta el punto de imponer como apotegmas sus interpretaciones. Narrada por un individuo , quedo, afectado de una enfermedad que compromete cualquier posibilidad expresiva, podemos afirmar al menos que la elección del punto de vista y la perspectiva no podrían ser más satisfactorias. Tiene que moverse en un tablero de certidumbres insospechadas, debe darlas por ciertas a riesgo de recuperar esa escafandra que nos protege cuando la espontaneidad insufrible de la realidad nos deja a menudo con un desaliento parecido al de Gregor Samsa cuando a dormir se acostaba. Ya se sabe que es raro que el último pensamiento nocturno coincida con el del despertar, a menos que el insomnio munificiente nos provea de esa continuidad circular, aterradora. Lo que se ignora a menudo –o a menudo voluntariamente se ignora- es que despertar comporta un riesgo superlativo. Todas las mañanas amanecemos abovedados y entomológicos, con unas patitas delgadas que no nos instruyeron para qué sirven. Todas las mañanas despertamos siendo Gregorio Samsa.
Gabriel Báñez averiguó (y este descubrimiento merece un laurel científico) cuál es el método o la terapia aseguradora de que la ficción no siga su curso, de que el desarrollo subsecuente no cumpla con los requisitos de final de la vida consignados en “La metamorfosis” para que se nos elimine como élitros anecdóticos de un ayer abolido por la salida del sol. El protagonista de Rolando no es el narrador autónomo –o más o menos autónomo- que conocemos en la primera parte, sino alguien que tarda en sernos presentado y que es, como personaje, una de las creaciones más extraordinarias y perfectas de la narrativa local, argentina. El doctor Moran. Y lo es porque su terapia ha cambiado los términos con los que cada uno de nosotros, mortales autosuficientes dispuestos a olvidar en aras de la rutina las leyes indescifrables de la vida diurna, definíamos para consuelo o remordimiento posterior, cada uno de nuestros actos. Mediante un sistema misterioso, el doctor Moran pudo restablecer una especie de semántica inmanente, de acuerdo con la cual aceptamos –o nos negamos a aceptar- una armonía preestablecida.
Las semejanzas entre Moran y Leibniz merecerán sin duda una pesquisa académica que me excede, pero las que lo autorizan a protagonizar la segunda parte del libro alcanzan para esta ocasión. Moran es Lacaniano peronista. Así, sin medias tintas. Entre dos pronunciamientos de esos líderes de opinión tan vigentes (por lo menos para la vida social y cultural argentina) se extienden los límites de la existencia de Rolando. Entre dos proclamas estentóreas que canturreamos como respuestas ante lo absurdo, lo inverosímil o lo injusto: “La realidad está estructurada como una ficción” y “la única verdad es la realidad”. ¿Cómo saber, a esta altura de los acontecimientos, a quién corresponde cuál de estas consignas, de estos alardes? El propio Moran hace caso omiso, con una suficiencia pletórica que no es siquiera el eco de esa nimiedad atributiva, resultado sin duda de un desgaste nominal consecuente.
Con una modestia ajena por torpeza a esa elocuencia del pronombre “yo”, La cisura… cuenta “La metamorfosis” en un código dispuesto incluso a admitir un hechizo popular –público, mejor dicho- insignificante para quienes nos tomamos el recaudo de menospreciarlo: El código Da Vinci.
Antes y después de leer La cisura…Moran permanece por encima de cualquiera de las prevenciones dictadas por “la cultura”. Puede desintegrar con un sátori terapéutico las aspiraciones pequeñoburguesas de querer rehacer nuestras vidas y las omnipotentes de creer mejorarla. Reina el lenguaje, vale decir la cultura, vale decir el eufemismo, y entre las posibilidades que exige , la posibilidad de desobedecer pone en situación de accidente no nuestra vida (una de tantas) sino la vicisitud de exponerla como relato ingenuo, supeditado a esa ambigüedad oligofrénica que “nuestras propias palabras” adhieren a una lealtad sin progreso.
Rolando es el héroe del único relato que sobrevive después de las exequias miserables de Gregorio Samsa porque se anima a no dejarlo morir en esa confusión cotidiana y le permite despertarse como siempre, reanudar el día. Caminar unas cuadras en pos del consultorio. Apreciar los beneficios de la terapia. Admitir su condición a partir de un cadete de delivery literariamente necesario –Thomas Pynchon-, comer una porción de pizza con aceitunas y morir de verdad en una realidad atenuada –exacerbada- por todas las trampas del lenguaje.

miércoles, febrero 20, 2008

En los árboles no crecen gansos

El día que Ma Jian (Qingdao, 1953) abandonó definitivamente Pekín, lo hizo convencido de que jamás volvería a esa ciudad: dejaba atrás un matrimonio conflictivo con su primera mujer -no sólo cuestiones emocionales lo separaban de ella, también ideológicas- y el comisario cultural de su barrio terminaba de comunicarle que sus libros eran "tan indeseables como él". No hacía falta esperar más: toda la vida sería un chino excomulgado. Lo sabía. El partido sumado a las intransigencias afectivas de su matrimonio terminaron por expulsarlo definitivamente. La impotencia y bronca de Ma Jian reincidieron en la letra, sin panfleto. Una sola promesa se hizo entonces antes de marcharse: continuar el vínculo temático con la China continental en que había nacido, recordar una a una sus restricciones, devolver polémica y afectivamente cada una de las frustraciones. ¿La escritura como recurso vindicativo?. "La literatura es continente mayor", había señalado el escritor años atrás. De la capital partió a Hong Kong con casi nada de equipaje y muchos contactos, eso fue en 1987, y de Hong Kong, luego de que la ciudad pasara a manos chinas, se trasladó a Alemania para finalmente radicarse en Londres. Los cambios de vida y las contrariedades no lo derrumbaron. Al contrario: se había desempeñado en más de un oficio (aprendiz de relojero, pintor de brocha gorda y más tarde de carteles propagandísticos, chofer, fotógrafo de una revista del Estado y hasta repartidor de comestibles), y estaba dispuesto a sacrificar todo en pos de sus libros. Ma Jian nunca habló de su "obra", sí de sus libros, como si fueran desprendimientos naturales de su persona. Y lo son: Polvo rojo, Saca la lengua, El escritor, las mujeres y el partido, entre otros, recursan parte de su itinerario existencial.Si en Saca la lengua reduce a polvo la idealizada y pueril versión occidental del Tibet, en donde el nirvana y la ascesis meditativa antes que sabiduría representan usura, proxenetismo, mercado negro y corrupción política, en El escritor, las mujeres y el partido (The noodle maker) Ma Jian adopta un tono diferente de rebelión: la actitud burlona, el humor corrosivo, satírico. Lo que logra estilizándose redunda en una mayor eficacia en el plano narrativo, lejos del alegato partidista.La novela cuenta los periódicos encuentros de dos hombres con un único motivo: comer y charlar. Uno es un escritor sometido a las demandas políticas del buró cultural que escribe apenas lo que le está permitido. Como hijo de la Revolución Cultural, posee un margen "estrecho pero altruista". El otro es un donante de sangre que ha ascendido en la escala social y económica del régimen. Ocurre que el donante de sangre no es un donante de sangre cualquiera sino "Vlazerim", héroe cinematográfico de una película albanesa propagandística que en China se ha proyectado durante la Revolución Cultural para reeducar a los jóvenes urbanos e instruirlos acerca de las tareas campesinas. Por lo mismo, tampoco es ya un donante de sangre amparado y sustentado económicamente por los bonos del Estado, sino algo más: un héroe. Es que Vlazerim ha logrado lo imposible: tercerizar su producto a través de otros donantes y cobrar por ello un 10 % de la sangre ajena. Por esta burla a la maquinaria estatal china, es lícito afirmar entonces que el donante de sangre ha trocado en empresario de la sangre. Su economía de hemoterapia ha logrado proezas, raciones extras y platos tan extraordinarios como sopa de cabezas de pescado, ganso, vino, y cupones especiales para adquirir fósforos, televisores, ventiladores eléctricos, carbón y carne. A la mesa del exitoso emprendedor privado se sienta semanalmente su contertulio, el escritor, "conciencia de una generación". ¿Alguna aspiración creativa que mueva a este hombre? Una en concreto, muy acariciada: ingresar en el "Gran Diccionario de los Escritores Chinos". Claro que confrotar a los dos personajes supone un símil previsible en la nación bipolar: libertad de mercado vs. control político. Algunos diálogos de estos encuentos: "Tu profesión es despreciable -le dice el escritor a Vlazerim-, una degeneración, prueba que la naturaleza humana es primordialmente malvada". El donante responde: "El ganso asado no crece en los árboles, si no fuera por mí los bancos de sangre nacionales estarían vacíos. Me he desangrado por este país, soy más verdadero que tu". En medio de esta dialéctica algo esquemática surge no obstante lo mejor de la novela: las historias que el escritor desea poder escribir algún día, si es que existe la posibilidad de que alguien las lea.Mientras los encuentros llegan enmarcados por el presente, las narraciones se recortan en el pasado, modalidad que acaso sugiera que todo deseo es improbable futuro en la oclusiva China liberal. Las historias del deseante: un Desvanecedor que crema cadáveres de altos oficiales políticos en medio de música prohibida; la del Viejo Hepático y la novelista que se occidentaliza poco a poco en un transformismo de uñas y color; la de la actriz que se suicida en público de manera tan circense como poco ortodoxa (¿No es un tigre "amado" su nación?); la del escritor profesional y la muchacha desnuda; la de la madre de la actriz y Chi Hui, etc. En cada episodio argumental el tópico de la novela recupera al escritor, a las mujeres que lo rondan y al partido como presencia omnisciente que marca límites y conductas. Ma Jian subraya con desencanto humorístico cada escena, pero pese al tono burlón del estereotipo predomina en todo el libro un efecto persuasivo de angustia, de vacío. Este novelista "sucio, infame y descarado" -así fue nominado por el Gran Hermano Deng Xiaoping- posee el raro don de la hilaridad amarga, adolorida, profundamente visceral. Es pena la sonrisa que promueven sus párrafos, no cuesta demasiado reconocerla. "¿Sufres, amigo mío?". La convención satírica de esta sombría novela de mordacidad política supone entonces algo más: el recurso de la desesperación de su autor. O el valor de una promesa en marcha ya cumplida.

miércoles, febrero 13, 2008

Polizón global

En las entrañas de la ballena (nota 1)

"Nos escabullimos de noche, bien entrada la noche, en el barco no había guardia costera. Con mi amigo habíamos estado soñando de viajar a Estados Unidos, era un sueño. Lo teníamos desde mucho tiempo, desde más chico. En Dominicana nos estábamos muriendo de hambre, puro frijoles y arroz, frijoles negros. Muy rara vez carne de buey, caldo no siempre, de tanto en tanto. Pero yo tenía un sueño, el primero que tenía era de ser pitcher, me gustaba el béisbol, en Dominicana gusta mucho el béisbol, y el básquet, y mucho los maratones, hay muchos maratonistas, pero mi sueño de pitcher se dejó, se dejó caer solo por el hambre y la miseria. Tuve que trabajar, en lo que fuera trabajé, más en la construcción, en las obras de hoteles. ¿Pero qué? No, Punta Cana no conozco, es de ricos. Yo vivía en Dominicana en un pueblo que se llama San Pedro, con mi abuela vivía. Vivo. Mi abuela se llama María Bernarda. En mi familia hay muchos problemas, problemas de separación, esas cosas. Yo nací el 20 de marzo de 1986, y mi mamá se llama María Magdalena y mi papá Bienvenido Santos, diez hermanos somos, el mayor tiene 24, yo tengo 20, y tengo ese sueño todavía, no de ser pitcher, pero sí de llegar a América".
Marcos Abraham es dueño, como el resto de su familia, de un nombre con reminiscencias religiosas. Eso tan sólo. Eso y un sueño, un sueño que es como una persistencia. "Irme". No estuvo como el Jonás bíblico en el estómago de una ballena, pero sí 17 días en las entrañas de un buque petrolero griego soportando hambre y sed, tempestades marinas y terror, pesadillas de suicidio y un poco de muerte, la que le tocó a su compañero de viaje, su amigo Toviejo (24), a los cinco días de embarcados y devenidos en polizones. Sin embargo, no es el relato de un náufrago el suyo. Al contrario: es el testimonio de la resaca que arroja el continente globalizado, con el sueño americano a la cabeza, la gran cabeza de Goliath, alimentando las fantasía de supervivencia individual en el resto de los pueblos hambreados del hemisferio. "Cómo escaparle a la miseria", repite Marcos, lo repite en tono suave, con acento y cadencia caribe: "Escapal de la miseria, escapal". Habla pausado, se detiene, sonríe, y cuando advierte que casi no hay preguntas, sigue: "En mi familia somos todos católicos". Pero él no habla de milagro. Prefiere el presente. Tiene ojos pícaros y varios kilos -libras-, de menos.

"Ese día casi no habló"

Desde la cama 72 en el segundo piso del hospital Cestino de Ensenada, se acurruca, hace torsión flexionando las piernas y se toma de los dedos de los pies, le duelen. Se encorva como un ovillo, es casi una posición fetal y es la cicatriz más visible de esa odisea de 17 días que tuvo que padecer en el recoveco de una hélice de popa de varias toneladas, las convulsiones del petrolero "Kastelorizo" en medio de dos tormentas y el fantasma de la muerte mordiéndole las tripas por la muerte de su amigo. "Se lo llevó el mar -dice con simpleza y resignación-, había vomitado mucho ese quinto día de navegación y estaba mareado, ese día casi no habló". No hace falta preguntarle más.
Junto a la cama 72, Alejandro Palópolo, representante de la agencia marítima propietaria del petrolero griego, no se pierde detalle de la entrevista. En pocos días, casi sin quererlo pero con una enorme voluntad, el hombre se ha convertido en el padre sustituto de Marcos. Es parte de su trabajo. Abraham -hasta tanto Migraciones y las autoridades nacionales no se expidan acerca de su deportación o no- está bajo la responsabilidad de la compañía naviera. Sin embargo, Palólopolo oficia de muchas cosas más: de consejero, de guía en asuntos de vestimenta y hasta de voz protectora y paternal cuando el joven polizón se queja. "Le tomé las medidas -cuenta-, le calculé el número de los zapatos y salí a comprarle ropa y calzado. Había llegado con un bermudas hecho hilachas, descalzo y con una remera que era un asco. Fui, le compré lo mejor que pude, y encima se queja. ¿Vos podés creerlo? No quería ponerse el vaquero -ríe mientras cuenta la anécdota-, decía que era apretado, él quería uno de esos pantalones anchos y holgados de rapero, no se puede creer, se había salvado de morir y protestaba porque quería estar a la moda".

Mensajes en clave (nota 2)

El presente más que el milagro. El milagro para Marcos Abraham es tener que volver a recordar ese hueco de placas metálicas situado en la popa del buque, donde el eje de la hélice desciende vertical y deja un espacio de 2 x 2 para sobrevivir con el mar bajo los pies y una saliente de 1, 80 x 2 para acurrucarse y soportar las embestidas; el sueño y la oscuridad. En la base de ese compartimento estanco, un enrejado y abajo el oleaje. "Por momentos subía el agua por las rejas -cuenta Marcos-, y el frío nos dolía en los pies primero y después en la cintura y así iba subiendo. El frío subía con el agua. Mi amigo Toviejo empezó a aflojarse de a poco. Los primeros días hablábamos de las cosas que íbamos a hacer en Estados Unidos, de lo que íbamos a trabajar, de la plata que íbamos a mandarle a la familia. En el puerto de Dominicana a Toviejo le dijeron que el barco iba a Estados Unidos. Estábamos confiados, pero fueron pasando los primeros días y no tocábamos puerto. Lo único que sentíamos era el rolar de las olas bajo los pies, el ruido del agua que hace como un sonido grueso de algo que corta y que sube con frío. Agua y ruido, agua y ruido. Hablábamos para darnos ánimo. Al segundo día empezamos a preocuparnos, ya no teníamos la botella de agua con que subimos y empezamos a tener sed, mucha sed. Entonces empezamos a golpear, a hacer ruido. Hacíamos golpes con los zapatos contra las planchas de acero. Mandábamos mensajes como quien dice. Primero empecé yo y después él. Nos turnábamos. Cuando las piernas se nos quedaban nos descalzábamos y seguíamos con el zapato en las manos, golpeando y golpeando hasta que nos daban calambres. Nos dormíamos por turnos, pero no dormíamos, era como que cerrábamos los ojos y nos quedábamos en blanco, con el ruido del mar en la cabeza. Yo tuve algunos sueños, muy cortos, pero eran siempre lo mismo: ver tierra, ver la costa".

Grasa y polizones

Cada barco que zarpa de puerto lo hace para navegar unas pocas millas, luego recalar y fondear a distancia relativa de ese mismo puerto. Durante el fondeo ya es rutina la inspección. "El drama de los polizones -cuenta Alejandro Palópolo- se da de a miles y es muy poco conocido, pero las inspecciones son por lo general para detectar polizones. Si se los encuentra, todavía se está a tiempo de devolverlos a tierra, pero una vez que el barco ya emprendió rumbo abierto, la compañía es la responsable. El drama son los africanos, son un verdadero problema para todas las compañías, hay de todas las nacionalidades y de todas las edades. No miden ni los peligros ni las consecuencias. Quieren escapar y nada más. Es lógico: los corre el hambruna".
Hasta hace unos pocos años el compartimento del eje de hélice en los navieros de ultramar era abierto. Luego, debido a los polizones, se debieron dictar normas internacionales para que todos los buques enrrejaran la base del compartimento. El "Kastelorizo" tenía el enrrejado que marcan las ordenanzas. ¿Cómo lograron entrar los dos jóvenes dominicanos allí? Lo cuenta el propio representante de la compañía: "A Marcos lo encontramos no sólo deshidratado y desnutrido, sino engrasado de pies a cabeza. Era una bola de grasa. Es increíble, entre reja y reja hay 20 cm., poco más, por 20 cm. de la otra reja soldada. Ellos se engrasaron completamente y deben haber estado varios minutos estrujándose y afinándose hasta poder pasar".

Asomado a la desesperación (nota 3)

"Salimos de Dominicana el 16 de junio. A los cinco días Toviejo se cansó, vomitó mucho y después se quedó como dormido, pero estaba muerto. Yo le hablaba, le hablaba y se me hizo como que se había dormido. Pero no: era muerto. Era de noche, de madrugada, pero cuando me dí cuenta de que estaba muerto me asusté, lloré de miedo y pensé en mi mamá, allá en Dominicana". Marcos no cuenta cómo fue que Toviejo, de 24 años, terminó devorado por las aguas. Dice: "A la mañana ya no estaba. Se había muerto y ya no estaba, se lo había llevado el mar". Si fue Marcos quien devolvió el cuerpo de su amigo a las aguas, es algo que sólo él sabe y que no corresponde preguntar. En ese compartimento de hélice, apenas se veía muy poco mundo y demasiado mar hacia afuera. "Cada tanto nos asomábamos para ver el agua -cuenta-, pero era demasiado peligroso, no lo hacíamos seguido, cuando estaba la desesperación tan sólo". En diecisite días de navegación no probaron un solo bocado. Marcos tenía una muda de ropa inútil y la persistencia del sueño americano. "Pensábamos que si no llegábamos a Estados Unidos íbamos a llegar a algún otro puerto, alguna isla, Puerto Rico, Jamaica, y teníamos la idea de bajar y de ir haciendo viajes en escalas en otros barcos, pero los días pasaban y nada. Después del quinto día, cuando quedé solo, lo único que me quedaba era seguir haciendo sonidos. Pero los zapatos empapados casi no hacían ruido contra el metal y no tenía fuerzas. Entonces lo que hacía era esperar la calma para golpear con las palmas, con la calma el mar era menos ruidoso.No duraba mucho, las palmas me ardían y se me inflamaban. Entonces me recogía de piernas y golpeaba con los pies contra el metal". Todavía le duelen los pies a Abraham, se los frota después de cada frase. "Toviejo -recuerda con una sonrisa melancólica- fue mi compañero de viaje".

"Me quise suicidar"

Al sexto día fue mar gruesa y la tormenta en el océano se hizo sentir con cimbronazos y estruendos. "Se agitaba todo, no podía ni agarrarme, las olas golpeaban y el barco hacía como que se estremecía y tronaba, eso recuerdo, tronaba por dentro. Yo estaba de acá para allá, sacudido y golpeado y con un vacío salado en el estómago. El barco subía y bajaba, y el agua me empapaba y yo temblaba, por momentos lloraba y gritaba. Pero era gritar a nadie, el mar gritaba más fuerte. Yo digo hambre, sed, terror, frío y no todos saben de qué digo, pero allí adentro hambre, terror, frío y sed tienen como un solo nombre". Marcos se queda en silencio. Palópolo lo mira desde la punta de la cama y le hace un guiño de afecto. "¿Sabés qué? -pregunta el joven sin esperar respuesta-, que te quieres matar, y es muy cierto, fueron varias las veces que me quise matar. Me tomó como esa cosa del suicidio, dejarme ir, de juntarme con Toviejo. Una noche en medio de la primera tormenta pensé en suicidarme y soltarme de todo, pero en el último segundo, llorando, pensé esto que te voy a decir y que quiero que escuches: tengo mal los pies, tengo el estómago quemado y revuelto del agua salada que estoy tomando, tengo los brazos y las manos escaldadas de tanto golpear, tengo el cuerpo congelado y casi no lo siento y hasta tengo a mi amigo muerto y tengo mareos y náuseas. Tengo todo eso, claro, pero si me doy cuenta de todo eso es porque tengo la cabeza bien y por eso no me voy a matar. A mí -se toca-, me salvó la cabeza. Ésta me salvó".

Anotando en la cabeza (nota 4)

En el hoyo sellado del eje de la hélice Marcos pensó en algún momento anotar las noches y los días como un preso. Pero no podía marcar. "Había noches terribles, el agua subía mucho, y yo iba anotando las noches en mi cabeza, marcaba los días en la mente. Cuando llegó la segunda tormenta pensé: mejor morir acá que bajo el mar, morir tumbao. A mí ya me dolía la cabeza como a Toviejo y eso me dio terror, pero seguía golpeando con los brazos, los zapatos, no dejaba de golpear, era como que hacía golpes de muerte porque yo sentía la muerte, y de tiempo en tiempo me recordaba para ayudarme en otras cosas, en mi mamá, en mi familia. El miedo era mucho, era no llegar a tierra, también me acordaba de algunas letras de merengue para darme ánimo, me gusta Juan Luis Guerra mucho, allá merengueamos mucho en Dominicana. Esa segunda tormenta estuve a un tantito de tirarme también, pero la vida fue más fuerte, la vida fue más fuerte. Y la verdad es que lo volví a intentar, sí. El barco tiene una plataforma en el timón, ahí hay agua, y de allí podía tirarme. Esa noche volví a soñar un sueño igual: que llegaba a tierra".

Tierra en el agua

Los tres últimos días, ya casi inconsciente, Marcos sin embargo tuvo la lucidez suficiente como para advertir que los sonidos del mar amainaban y que el barco se remecía cada vez menos. Dejó durante esos días de tomar agua salada y se dejó estar en una paz extraña. "Lo primero que sentí fue que el mar dejaba de ser mar y que el agua se oscurecía, se ensuciaba, era agua color barro". Eso lo animó un poco. No vio tierra, pero sintió el olor del Río de la Plata y el color sucio del agua lo animó. "Yo pensé que estaba llegando, pero el río es muy ancho y demoró mucho en detenerse". Cuando el barco fondeó, apenas si hizo un último esfuerzo para tomarse de la planchada y la saliente y erguirse. Estaba mareado, pero divisó un bulto en el agua que se movía. "Hice saludos con la mano, era una lancha de prefectura. Yo me iba a tirar, pero estaba lejos de la costa, la veía, pero no tenía fuerzas para nadar, la lancha estonces dio una vuelta y volvió. Estuve como tres horas hasta que me rescataron. Me subieron al petrolero y me dieron las primeras atenciones, después la lancha de la prefectura me trajo al hospital. Yo la verdad estaba tan mal que pensé que estaba en Europa, no en América, pero tampoco estaba en América -sonríe-, estaba en Argentina. No sabía nada de acá. Me gusta estar acá, son muy buenos acá, lo que más extraño es a mi mamá". Alejandro Palópolo, agrega: "Estaba muy mal, demasiado, no sé cómo sobrevivió. Un milagro".
Paradojas de la miseria: el último dato lo aporta el representante de la empresa, quien espera el alta médica del joven para acompañarlo hasta donde llegue la decisión de las autoridades nacionales (su deportación o no): "Mañana Marcos ya tiene un pasaje para abordar un vuelo de Lan Chile que paga la empresa. Ese vuelo va de Ezeiza a Valparaíso y de Valparaíso a Punta Cana", explica. Paradojas de la miseria global: 17 días de horror en altamar para llegar a conocer el paradisíaco mundo de los resort "all inclusive" de su Dominicana natal.

(Nota de la redacción: al cierre de esta última entrega surgió la posibilidad de que Marcos Abraham sea puesto en guarda temporal bajo la tutela de un matrimonio argentino, por lo que su deportación podría quedar en suspenso)

domingo, enero 27, 2008

La ecuación de la droga

"¡Cuidado con la vida! Yo la contraje. Estoy enfermo de vida". Recordé esta expresión de Vonnegut y también recordé, como en extensión de rizoma, algo que escribió William Burroughs: "Emitir no puede ser nunca mas que un medio para emitir más, como la Droga. Trate usted de utilizar la droga como medio para otra cosa (...) Al emisor no le gusta la charla. El emisor no es un ser humano (...) Es el Virus Humano". Recientemente en una de las poco efectivas campañas para la prevención de las adicciones -de las poco efectivas y escasas- uno de los médicos psiquiatras integrado a la misma desaconsejaba el uso de drogas y ponía en imagen distintos planos de mapeos cerebrales de un paciente "cuyas neuronas estaban destruidas". Las áreas afectadas se veían nítidamente. El médico insistía, bajo la didáctica del horror y las consecuencias, en lo peligroso que resultaba el consumo de drogas. A veces, en virtud de los procedimientos y de sus logros, uno agradece el que las "campañas para la prevención de adicciones" no sean tan frecuentes ni masivas. Me pregunté entonces y una vez más por qué Yonqui (Junkie), de William Burroughs, no es un texto que las autoridades educacionales o gubernamentales incluyan en sus planes de enseñanza. Hace ya varios años, en un debate que se hizo en el Colegio Nacional de La Plata sobre adicciones, lo propuse a través de un escrito como texto a considerar. Unas semanas después alguien vinculado a la organización de ese encuentro me señaló que la elección del libro de Burroughs no había sido "muy feliz ni adecuada". Pregunté por qué. Dijo algo fatal: "Es el libro de un drogadicto". Quedé perplejo. La persona en cuestión agregó, con algo de duda: "¿No es que hace la apología de la droga?". Leer no siempre es leer. A veces uno imagina que las palabras de un mismo libro dicen lo que dicen pero luego, confrontado con otro lector de ese mismo texto, advierte que ambos han leído libros diferentes. Juan Carlos Onetti, el magistral gruñón uruguayo, repetía siempre la misma broma: "Las sublecturas son múltiples, todo depende del tiraje". Recientemente, en un artículo periodístico de Perfil, Carlos Gamerro escribía a propósito de los 10 años de la muerte de Burroughs y volvía a poner en el tapete la ecuación de la droga según la desarticula el genial autor beat en Yonqui. Dice WB: "¿Por qué empieza uno a usar estupefacientes? ¿Por qué sigue uno usándolos lo bastante como para convertirse en un adicto? Uno se hace adicto a los narcóticos porque carece de motivaciones fuertes en cualquier otra dirección. La droga se impone por defecto. Yo empecé por cuestión de seguridad. Seguí pinchándome mientras pude conseguir droga. Terminé colgado de ella. La mayor parte de los adictos con los que he hablado cuentan una experiencia semejante. No empezaron a utilizar drogas por ninguna razón que sean capaces de recordar. Si uno nunca ha sido adicto, no tiene una idea clara de lo que significa necesitar droga con la especial necesidad del adicto. Nadie decide ser un adicto. Una mañana uno se despierta enfermo y ya es adicto". Luego, más adelante, señala: "Yo he aprendido el estoicismo celular que la droga enseña al que la usa. He visto una celda llena de yonquis enfermos, silenciosos e inmóviles, en aislada miseria. Ellos conocían la inutilidad de quejarse o moverse. Ellos sabían que básicamente nadie puede ayudar a otro. No existe clave, no hay secreto que el otro tenga y que pueda comunicar. He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es, como el alcohol o la hierba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no es un estimulante. Es un modo de vivir". Sobre esta ecuación de la droga, Gamerro señala algo esencial: "El junk, en Burroughs, lejos de liberar, sujeta: es un mecanismo de control, pero no uno más, sino el modelo de todo mecanismo de control; y la policía y el sistema de salud, lejos de combatirla, la utilizan para generar adicción, dependencia y, por lo tanto, mayor control; el adicto es el sujeto social ideal. Burroughs desaconseja el consumo, no porque sea inherentemente malo sino porque entrega al sujeto atado de pies y manos al sistema médico-legal-policial. Lo que se busca justamente es la cura, pero una cura definitiva, nunca la que imponen médicos y policías, que consiste en una prolongación sin fin del ciclo de la adicción, que mantendrá al individuo siempre sujeto como paciente y como criminal". Está claro que desmontar esta ecuación que opera como sistema de control del individuo no parece precisamente tarea tan sólo del área de salud. Los aportes multidisciplinarios son sin duda fundamentales. Pero para desmontar válidamente la ecuación fascista de la droga, ésa que entrega al sujeto atado de pies y manos como paciente y criminal, sin duda hay que repensar el tema tanto ideológica como políticamente, en los mismos términos en que los planteó Burroughs. Yonqui es un libro duro, implacable, inconfortable. Precisamente. Su lectura a nivel educacional puede abrir un amplio debate, acaso tan irritativo y polémico como necesario. Los que hemos contraído la vida sabemos que la ecuación no es sencilla. Hay adicciones virales de las que constantemente somos receptores aunque también emisores, retroalimentándonos en un mundo que propone en todos los planos más adictos al dinero, al trabajo, al consumo, al cuerpo, al poder, al sexo, a la imagen, etc. ¿Al emisor no le gusta la charla? Debería haberla.

miércoles, enero 23, 2008

El coleccionista de rechazos

Dicen que lo que hoy llamamos Historia de la Literatura es un reconocimiento posterior de lo que en principio fue una historia de rechazos. Es probable, pocos en sus comienzos han tenido las puertas abiertas. No parece necesario redundar en ejemplos, son demasiados, clásicos y no tanto. De esos rechazos editoriales, salvando unos pocos y contados, casi no hay testimonios escritos. Lógico. Ningún editor quiere dejar constancia de las peripecias del no de lo que lee y, de resultas, no produce (recientemente Luis Chitarroni, editor y escritor, dejó sus Peripecias del no por escrito, novela de Interzona que es tránsito a lecturas mayores y canon mordaz de deudores, tributarios y cuasi plagiarios en materia literaria). Como sea, los documentos del no escasean. El "Salón de los Rechazados", en París, pudo exhibir al menos los documentos en tiempo de las obras que habían sido excomulgadas del canon estético de la época. No pasa lo mismo con la literatura, por supuesto. Editor de por medio, la posteridad literaria suele ser el síntoma tardío de un error las más de las veces temprano, subsanable en obra mas no en tiempo contingente. En el terreno argumental, salvo excepciones, tampoco el rechazo editorial tiene mayormente preponderancia, ni aún como subtema. Es un aspecto sobre el que es preferible pasar de largo. Para qué, hay tantas historias. Asunto muy menor, íntimo en todo caso. Sí en cambio el fracaso. Sobre el fracaso -como sabiamente dijera Gertrude Stein- se van recostando una a una las generaciones ("Todas las generaciones -textuales y sensatas palabras- están destinadas a fracasar"). El fracaso -junto con la espera- acaso sea uno de los dos grandes temas de la modernidad.Lo cierto que ante la falta de testimonios escritos, los reveses editoriales por lo general van quedando relegados al ámbito del anecdotario personal. Son fichas privadas, hitos en la memoria de una carrera. Sin embargo, los escritores jamás los olvidamos, imposible. Todos tenemos alguno, o varios. Colecciones incluso. Yo personalmente siempre recuerdo uno de tantos, muy expresivo, bello inclusive, y bastante persuasivo en lo que me concierne. "No tiene argumento, carece de tema u objetivo, no hay protagonista, tampoco tensión y ni siquiera se destaca por un estilo". En estos términos, Ivonne, una lectora y crítica francesa de Ediciones de La Flor informó al editor acerca de un original que yo había presentado allá por los ochenta en el sello. Daniel Divinsky, responsable de la editorial y en ese entonces exiliado en Venezuela, al recibir y leer el informe -según me comentó tiempo después-, se dijo: "La novela no tiene argumento, no tiene personaje central, no tiene estilo, no tiene tensión y tampoco tiene objetivo: yo quiero leerla". Fue así que la leyó, intrigado por el "nada de nada" que había logrado mi original. La novela se editó. Es probable que en aquel entonces Ivonne tuviera algo de razón en lo que al texto refiere. Es más que probable, los números de ventas del libro al final se la dieron. De todos modos, los noes rotundos y consecuentes de su lectura -suma de signos menos, matemáticamente hablando- crearon o favorecieron las condiciones para su publicación.Coleccionar rechazos es un hábito del que no puedo desprenderme. Como una manía, me parece. No porque esté abonando el terreno ulterior de la llamada Historia de la Literatura -eso sí que sería tan patético como grotescamente egotista-, sino porque, lo admito, no tengo más remedio. Me muevo bien fracasando, casi un experto. Es una habilidad que he llegado a desarrollar hasta en sus más ínfimos destellos. Con el tiempo uno aprende a a leer gestos, evasivas, silencios y por supuesto, también frases de compromiso y hasta de elogio. Sobre estas últimas, una obviedad: hablan de la estatura moral e intelectual de su portavoz. Nada que agregar. La integridad intelectual de Ivonne, en cambio, es algo que uno jamás ha dejado de agradecer. Me lo repito cada vez que alguien dice "sí". Desconfío del monosílabo. Es traicionero, imbécil y consecuente. Como el éxito que, etimológicamente, nos condena al exit de la salida definitiva.

Monstruos perfectos

Cuando uno ha entrado en esa vida, cuando uno está realmente dentro de ella, con los ejercicios matinales de Pilates, y las llamadas telefónicas a mediodía, y el almuerzo en el Duhau, que ahora se considera menos ostentoso que la Bourgogne, pues entonces...bueno, entonces, la idea de no ser buenos es inconcebible. Como aspecto colateral de ser ricos y famosos, ellos se han comprometido a hacer del mundo un lugar mejor. Tomen por ejemplo a la señora Mónica Parisier, presidente de la Fundación Make-A-Wish. Toda su vida está generosamente dedicada a recaudar fondos para cumplir el sueño de niños con enfermedades terminales. Con ese objetivo altruista, reunió a todo-el-mundo-que-es-alguien en el cóctel de inauguración de la muestra Soñarte, sueños pintados, que noches más tarde sería subastada en el MALBA a beneficio de la fundación. La Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes rezumaba cantidades notables de personajes célebres, de damas sensibles circulando por el salón con la misma cautela y precisión de una mano recogiendo vidrios rotos, como si hubieran saltado de las páginas de Vogue, aunque, sin duda, Vogue se inspira en ellas: las hermanas Patricia y Rosella Della Giovampaola by Oscar de la Renta y zapatos Christian Louboutin, Karina Rabolini, María Laura Leguizamón, Cecilia Zuberbühler..."Siempre he realizado actividades solidarias", decía la señora de Guido Parisier aquella noche a una cronista desnutrida de Fashion TV. Después, bajando los párpados, très Jane Austen, añadió: por alguna razón, uno en determinado momento de su vida tiene necesidad de estas cosas. Probablemente porque durante todo ese tiempo he estado superdedicada a mis tres hijos, que ya son adolescentes.Y entonces se levantó, cruzó al otro extremo de la sala y dijo, ensayando una sonrisa impecable frente a la multitud:"Quiero agradecerles mucho, muchísimo, que hayan venido. Hoy estamos acá para hacer feliz a un niño cuya vida está en peligro".Acto seguido, agradeció a los cuarenta y dos artistas plásticos y escultores rioplatenses que donaron su obra. La señora de Parisier es notable, con esa rara belleza bruñida que perdura a través de los años. Su voz rica en tonos como un oboe. Todo era perfecto.Precisamente en este punto, el editor Luis Chitarroni, de pie, con una copa en mano, me susurró al oído: "Con seres así, se puede practicar coherentemente la beneficencia". Alzó su copa, bebió un sorbo de champán y paseó la mirada por la sala, atrapando en passant a don Carlos Pedro Blaquier, que acababa de bajar de su limusina. "Por eso, en las sociedades filantrópicas las autoridades son todas famas, y la bibliotecaria es una pobre esperanza, como escribió un hombre que contaba historias de cronopios y de famas". Volvió a tomar un trago. "¿Acaso no es tan cierto, querida?".Sí, Dios sabe bien que los famas son capaces de gestos de una gran generosidad.

Fante o la épica del fracaso

Arturo Bandini ha crecido. El alter ego de John Fante (1909-1983) ya se ha radicado definitivamente en la costa Oeste norteamericana, se ha casado y tiene hijos. Pero quedan huellas de aquel Bandini proyecto de escritor que llegaba a Los Angeles en busca de una carrera literaria: sigue vinculado como guionista al mundo de Hollywood, sigue siendo -en su condición de script de segunda- carne de industria y sigue, como aquel Arturo lleno de violencia contenida y de pureza "macarroni", albergando algunos sueños. La poética de John Fante es una construcción de raíces firmes. Eso se puede ver en la estela de aquellos ideales de juventud. Claro que ya no los tiene Bandini, quien ahora los cobija es un cincuentón de nombre mucho más apropiado para la industria californiana: Henry Molise. El rezago onírico es un tanto más modesto y asequible, se llama Roma. ¿Los deseos? La visión idílica de piazza Nabona, cierta tranquilidad material y espiritual luego de haber batallado durante tantos años en el descampado de la escritura. No más.Toda la obra del genial John Fante es una épica cuasi autobiográfica del fracaso, fue lo que deslumbró al opaco Bukowski (nadie se enoje, la limitación es un género). Sin embargo, en Al Oeste de Roma -libro que contiene la nouvelle "Mi perro idiota" y el relato "La orgía"-, uno puede ver que la genética vitalidad de títulos en los que Bandini oficiaba de impulsivo writer in progress (yugándola en fábricas de conservas, haciendo de mandadero o intentando frustradamente de gigoló), ha mermado un tanto. Menos fuerza tiene Molise. ¿Menos encanto? Es probable. En los libros que sostenía Bandini -Pregúntale al polvo, Espera a la primavera, Bandini, Camino de Los Angeles y Sueños de Bunker Hill (este último acaso el más imperfecto y notable) los episodios de rechazo, frustración y vuelta a recomenzar del personaje cargaban con la estirpe y desmesura de la iniciación, la fuerza y el pudor del inmigrante (también con algunos de sus prejuicios racistas) y, sobre todo, con el estigma de una cultura católica contra la que Bandini chocaba párrafo tras párrafo.Las aguas se han aquietado. Point Dume es el lugar de residencia de Molise y de su esposa Harriet. También de sus cuatro hijos. Un mal día -un día de lluvia y tormenta-, encuentran que a su casa ha llegado un perro. Es un perro extraño, de raza probablemente oriental, algo grande, desproporcionado y de conducta no muy confiable. Un estorbo. Tras varios intentos por desprenderse de él, el visitante se queda y todo comienza a girar en ese hogar alrededor del animal. Los toques irónicos no han desaparecido en la obra de este Fante también cincuentón y diabético: cuando la familia accede a reconocer la chapa de identificación que lleva el perro, en lugar de un nombre, hallan una sentencia: "te arrepentirás". Toques y guiños muy Fante, socarrones: las lecturas de Camus de uno de los jóvenes y los comentarios de Molise; los proyectos de vida de los muchachos y algo de su indolencia; la decisiva pelea de "Idiota" (así se apoda el mastín) con Rommel, otro perro, lo que le determina un lugar definitivo en la casa. Claro que "Idiota" tiene una función más en la historia: como Molise, él también es alter ego de John Fante. Un estorbo para sí mismo. La burla en esta novela breve resulta ejemplificadora sobre el final, en esos trazos en los que melancolía y sueños se han despoblado para dar escena al cuadro de la cerda y el perro. La escritura de este escritor secreto y mal venerado en el casillero del "realismo sucio" (nadie lo limpió, parece) tiene pinceladas corrosivas, brueghelianas: "Emanaba (la cerda) confortables vibraciones burguesas de estabilidad y fe en el Espíritu Santo. Era mi madre de nuevo. Con el hocico embadurnado de tierra, se estiró..." El llanto final es la cláusula: derrota y aceptación."La orgía", el otro texto, es un relato inédito hasta 1985, y narra las peripecias de dos albañiles -inmigrantes italianos- en el Colorado de 1925. Son los ojos de un niño de diez años, hijo de uno de ellos, los que ven y cuentan la historia bajo el manto del sentido religioso de la madre. Ni Frank Gagliano va a entrar en esa casa católica -no cree en Dios y eso es una abominación-, ni nadie se va a desviar de los dogmas y preceptos de la fe. O sí. "Pero no mi padre, no puede ser mi padre el que ha hecho eso", dice el chico. Tarde for tears. La voz del joven es el Bandini pre adolescente que luego irrumpirá en la obra de Fante, aunque, hay que admitirlo, no tiene el relato la contundencia de aquel otro inedito "Full of life" ("Rebosante de vida") -tentempié de Fante entre guión y guión- en el que las hormigas hacían la tarea de la conciencia y los mandatos familiares en el hogar. Sí, en cambio, un hálito Steinbeck. Me parece.Otras obras de este genuino vitalista de la narrativa: La hermandad de la uva y Un año pésimo. Acaba de filmarse Pregúntale al polvo bajo la versión Pregúntale al viento, impostación de un sustantivo más musical y distributivo para la industria del cine: polvo es la infame arenisca y tierra del desierto que rodea los barrios bajos de L.A. y su artificial mundo de ensueño. Que el pochoclo de las salas no se atore en la garganta. Fante murió en Malibú. Jamás llegó a ver el éxito de sus libros pero murió confortable. Me consta.

Conejos

Año electoral en la granja. A pedro, el conejo más viejo, le deben un año de viáticos. Un año realizando trámites para que la economía de la granja no se venga a pique. El conejo Doctor-Director se la pasa encerrado en su despacho. Nuestros baños están a la miseria y el agua de las duchas sale oscura. No obstante se compró un auto nuevo y regularmente, para mitigar su soledad, recibe a las chicas de la Agencia "Carmelitas Extraviadas".Pedro sostiene que la antigüedad es una antigüedad. Sólo eso y ya no se respeta."¿Pero es un conejo de los nuestros?", pregunta Miguelito con las pocas neuronas que le perdonó la droga. "¡No seas gil, nene!", contesta Pedro, desgranando un terrón de tierra con la pala de pico mientras le llora la piel en medio de un sol impiadoso. "No es nada y es todo". Y Pedro sabe. Una mañana, mientras le limpiaba la oficina y el doctor viajaba por España, descubrió papeles de "merca" en su escritorio y petacas de ginebra vacías debajo de su cama. Impotencia, incertidumbre y ambigüedad reinan en la granja."Tienen programados recitales", dice Miguelito, con los ojitos ansiosos, esquivando su esquizofrenia. "Creo que conoceremos al chaqueño, contesta Pedro con una mirada inexpresiva."¡Puta madre!"¡Nunca una coneja para los pobres!", protesta Miguelito mientras mira una foto de Shakira.Una tarde llegaron un par de asesores del oficialismo a recorrer la granja. De inmediato le dieron el alta a Matías, un conejo irrecuperable, por influencia de un ex montonero convertido en Jefe de Gabinete de la granja. Pedro tuvo un ataque de abstinencia y se desangró los nudillos de tantos golpes sobre la ventana del Doctor-Director. "¡Yo voto en blanco! ¡A los políticos hay que matarlos de chiquitos!", gritaba mientras era arrastrado por dos celadores."¡Yo les meto una zanagoria en el sobre!", acompañaba Miguelito. Luego, más calmos, en rueda de mate y puchos, suponíamos que estas cosas sucedían en la granjita, que en la calle, en la Argentina, los hechos serían diferentes.Una madrugada llegó Martín Nevado, trasladado desde Santa Cruz. Todos los días realizaba el mismo trayecto: de la tranquera a la heladera con un cubito manifestando exaltado que se trata de un pedazo del Perito Moreno. Se habían invertido los términos en la granja. Ya no se escuchaba hablar de la frula, de los cobanis, también pasaron al olvido los nombres del "loco fierro"; el "negro José Luis" y "El Morsa". Ahora se oía todo el tiempo lo mismo: el Pro, ser progre, radicales K, Quebracho, Scioli, Castells, "Gran Hermano". Reminiscencias de la única tele de la granja.Un atardecer de octubre alguien mezcló vino con limonada. Había triunfado el oficialismo. En un par de horas estábamos todos borrachos. "¡Más viviendas, techarán el estadio, más planes trabajar! ¡Viva el existencialismo!", enunció animado Miguelito. "¡Asistencialismo!", corrigió Pedro. El Conejo-Director lucía un pelaje lustroso en tanto repartía zanahorias de exportación y choripanes y nos sorprendía con su inusitado nombramiento en una granja VIP de Pilar. A duras penas Miguelito tarareaba: "Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas…". Aprovechando el bullicio y fiel a mi costumbre, abandoné el predio.Ya en la ruta la brisa nocturna me fue despabilando, la canción de "Don Ata" me retumbaba en la cabeza. Con las primeras luces del amanecer acudió a mi memoria la magistral sentencia de Beckett: "El sol brilló, al no tener alternativa, sobre lo nada nuevo".

Escribir como si uno estuviera calvo

Cuando Marek van der Jagt publicó Cómo me quedé calvo (Tusquets), en su país se produjo un suceso de ventas. Rápidamente todos se preguntaron quién era este autor de Amsterdam que, en apenas dos meses, había convulsionado los círculos intelectuales de Holanda. Nadie lo conocía, y van der Jagt hacía lo imposible por seguir en el misterio. Llegaron muy pronto las traducciones de esta sorprendente autobiografía y la impostura terminó por develarse: Marek van der Jagt era el seudónimo de Arnon Grunberg (Amsterdam, 1967), un autor de cierto prestigio por dos novelas anteriores premiadas, pero sin demasiado reconocimiento del público. La farsa se vino abajo porque a las ventas y traducciones inmediatamente le sucedieron premios. "Alguien tenía que recibirlos -admitió Grunberg-, así que me puse la peluca y fui yo". Pero Grunberg no es pelado, al contrario, le sobran pelos y desparpajo en la cabeza. Hoy por hoy se ha transformado en un verdadero fenómeno en toda Europa, y la clave del caso Grunberg acaso resida en la libertad expresiva que le confirió el seudónimo de su personaje para escribir despojado de todo esfuerzo estilístico. La lectura es obvia: nada presiona más que el ego. Grunberg lo anuló para poder ser él mismo. No es paradoja. En uno de los tramos finales de esta transparente novela, Marek admite lo siguiente: "Cómo me quedé calvo podría haberse llamado La historia de un talento desaprovechado o, mejor aún, La historia de un talento inexistente. Tampoco habría quedado mal titularla: La historia de mi mediocridad..."Montherlant aconsejaba a los escritores noveles (y no tanto) una verdad a todas luces invencible: "Hay que escribir como si uno estuviera muerto". Bajo el imperativo de esta cláusula, afirmaba, uno se libraba de tics, manierismos y, sobre todo, del tratamiento falso del lenguaje. Pero también, y con más razón aún, uno se liberaba de las presiones del juicio de los contemporáneos. Lo que cuenta Marek van der Jagt en Cómo me quedé calvo no lo había contado antes Grunberg en sus dos libros. ¿Es autobiográfico el texto? Sí y no, porque -ya se sabe- no hay género más mentiroso que el autobiográfico. La historia la narra Marek, un tímido y muy opaco estudiante austríaco de Filosofía que a los dieciocho se lanza a la búsqueda del amour fou. Por sus lecturas, él sabe que el amour fou no es otra cosa que el amor pleno, total, salvaje y absoluto. Pero esta noción intelectual es una máscara. El amour fou en Marek es la sublimación de todo lo que ha representado su madre, ya muerta. La madre de Marek era una mujer excéntrica, aparentemente fría pero hipersensible, apasionada por los pobres y por los amantes rápidos y bohemios, de ser posible. Todas las acciones de Marek en el libro están marcadas por los dichos y las acciones de esta mujer. Aunque no es únicamente edípica la relación, puesto que al vínculo familiar también lo refuerza el padre, un observador desapasionado y equidistante de las infidelidades altruistas de su mujer. "Un cerdo", lo define Marek, pero aventajado. El cuadro disfuncional lo completan los dos hermanos del protagonista, a cuál más desquiciado. Así las cosas, la cruzada emocional de Marek por conquistar el amour fou que leyó a los catorce tiene su punto alto cuando se topa con dos muchachas de Luxemburgo, Andrea y Milena. La relación con una -de la otra se encarga su hermano- deriva en un fracaso atroz: el pene de Marek es "una insignificancia". Una genuina rareza en completa desarmonía con su cuerpo. Peor aun: debe ser observado con lupa. ¿Algún complejo? No tanto. Con absoluta naturalidad Marek irá en pos de Mica a fin de superar el trance. La calvicie que en días le generan las píldoras homeopáticas de Mica para desarrollar su miembro no son otra cosa que la burla a las apariencias que juega Grunberg. "Nunca sabré qué cosas conmovieron a mamá, pero sospecho que la felicidad la decepcionó mucho más que la belleza...Y los estragos que ella causó no tenían nada que ver con la maldad ni con la indiferencia, nacían de un deseo visceral por el amour fou..."En el bies de esta historia, la versión de la muerte de la madre de Marek cayendo al vacío por un resbalón antes que por un empujón (una caída desde lo alto, como caen las estrellas sin profesión), resulta sin duda aleccionadora: no hay risa sin caída. Marek es tan culpable como puede serlo la ficción detrás de los hechos oficiales. "Quien lea esto me acusará de poseer una imaginación desmedida -dice el protagonista-, y, en el peor de los casos, de ser un enfermo mental. Quien quiera encontrarme que busque sin embargo bajo la f de ficción, donde rigen otras leyes y otras normas, donde no existen las versiones oficiales". El amour fou no conduce a la felicidad, tampoco la humanidad conduce a la humanidad. Los imponderables superan toda aspiración: una mujer mayor como Mica puede ser parte de ese amor. En la decepción está el sosiego también, y la aceptación de las circunstancias imprevisibles que llegan cada día a la vida de cualquiera. Somos personajes nimios, apenas si nos damos cuenta de algunas ráfagas felices que nos atraviesan. El cuerpo de Mica -"una ciudad bombardeada", para muchos- puede haber estado atravesado por Marek en alguno de esos instantes. O, como dice Grunberg detrás del protagonista, "el amor es una guerra de muchos frentes". Pero nadie es consciente hasta que abandona el campo de batalla.Una coda para esta magnífica novela: la inusual destreza estilística del autor para pasar del humor más corrosivo a la tristeza más apabullante. Sin transición, con la velocidad de la vida misma. Grunberg escribe como si estuviera muerto. O calvo, en su caso es lo mismo.

Suicidio

Mi mejor amigo -el de toda la infancia- se pegó un tiro hace no muchos años en un banco de la plaza Moreno, la más importante de mi ciudad. Fue a la noche, pero cada vez que lo pienso, lo pienso a la nochechita. Y corrijo también tiro y pongo tirito en la cabeza. No es raro: cada vez que pienso en mi mejor amigo, Jorge, escribo noche y tiro en diminutivo. Es que el suicidio es la letra chica del contrato con la vida. Casi nadie lee esa letra, a casi nadie le gusta y son más los que la evitan que los que se enfrentan a ella. Sin embargo, existe. Es letra latente en cualquier caligrafía. Para Camus, el problema central de la Filosofía -el que aún no había resuelto- era precisamente el del suicidio. Sigue siéndolo. Lo remarca en El mito de Sísifo (1942), cuando abre el ensayo diciendo: "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio". Y es muy perspicaz Diana Cohen Agrest al recordárnoslo en el acápite a Por mano propia (Estudio sobre las prácticas suicidas), recientemente editado por el Fondo de Cultura Económica. Lo que narra el mito: Sísifo hizo enojar a los dioses por su impertinente astucia y fue condenado por éstos a la ceguera y a la eterna tarea de cargar con una roca enorme hasta lo alto de una montaña para luego dejarla caer, descender, y volverla a cargar hasta el fin de los tiempos, sin solución de continuidad. La inversión del mito en el suicida muestra otra cosa: arrojar la roca es liberación. Por decisión propia se desprende de ella para jamás volver a subirla. Fin del castigo. ¿Fin?La trivialización en vulgata emocional del mito nos dice que son los deudos (debitus, en latín, aunque es debido no siempre es querido), los más cercanos afectivamente al suicida, en todo caso, quienes luego de su acción cargarán con el peso de la roca. Una imagen también vulgar nos cuenta que la roca es demasiado pesada porque tiene una materia sólida que la constituye: dudas, conjeturas, versiones, impotencia, culpas, interrogantes. Nunca o casi nunca certezas. Con esos minerales, es incertidumbre lo que arroja la sombra de la roca. Por supuesto, ya no le pertenece al suicida. "¿Por qué tomó esa decisión?", es una pregunta inevitable pero trivial. Impropia o ajena, quiero decir.El libro de Diana Cohen Agrest va siguiendo los contornos de esa sombra en un minucioso repaso histórico que abarca tanto las culturas primitivas -desde los rituales propiciatorios-, hasta las épocas posteriores en que por imperio religioso el acto de quitarse la vida fue primero desacralizado y posteriormente condenado. Sin embargo, como bien señala Cohen Agrest, hay un "enorme vacío historiográfico sobre los actos suicidas. La ausencia de certezas puede atribuirse, fundamentalmente, al hecho de que toda referencia al suicidio refleja las actitudes y prejuicios sociales inherentes a cada época".De las culturas de Oriente que enaltecieron la muerte voluntaria hasta los mandatos de la moral tradicional judeocristiana que imponen que nadie debe atentar contra su propia vida, el ensayo va mostrándonos con palpable objetividad el curso evolutivo del pensamiento en las diferentes sociedades hasta desembocar en cuestiones más recientes y polémicas, derivadas de los avances de la medicalización moderna: eutanasia voluntaria y suicidio asistido. La investigación recorre el discurso religioso, filosófico, cultural, psicoanalítico y médico, pero es por demás pertinente cuando se detiene en la franja etaria de mayor riesgo en la actualidad: niños y adolescentes. También lo hace en los mayores de setenta, otro sector de riesgo.Hay datos del estudio que se desprenden del imaginario social en torno al suicidio que son reveladores. Muchas creencias en torno al suicidio son fundadas. Por ejemplo, que ocupa los primeros puestos entre las causas de mortalidad. Que generalmente es la manifestación de un trastorno mental. Que el alcohol y las drogas incrementan el riesgo de suicidarse. Que los viejos se matan más que los jóvenes. Que la mitad de la gente pensó alguna vez en matarse. Que los hombres se matan más que las mujeres. Que los gays y lesbianas están más en riesgo frente a esta práctica. Que el trabajo y la relación de familia y pareja atenuan la ideación suicida. Que hay familias con clara tendencia al suicidio, etc. Estas aseveraciones surgen de las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud.Pero hay también muchas creencias falsas. Por ejemplo, que se trata de un hábito más arraigado en algunas naciones que en otras. Que el suicidio está necesariamente vinculado a decepciones del amor juvenil. Que el que trató de hacerlo alguna vez ya no volverá a intentarlo. Que la gente se mata más en invierno y de noche que en otras épocas del año o momentos del día. Que la gente se mata con sobredosis de medicamentos, etc.Hay cifras escalofriantes en torno a esta problemática siempre relegada, jamás asumida en su genuina dimensión: según la OMS, cada 40 segundos se produce un suicidio en algún lugar del mundo (la cifra supera el número de víctimas que provocan todas las guerras). La cifra global -en alarmante aumento- es de 877.000 suicidios por año (datos del 2005). En la Argentina se produce un suicidio cada tres horas, y si bien hay entre nosotros un notorio subregistro de datos, se calcula que la diferencia entre los suicidios registrados y los no registrados es del 20% o 25%. Algunas cifras que no incluye el libro pero que conviene recordar, pertenecientes al ámbito local: informes periodísticos recientes establecen que en La Plata, el gran La Plata y poblaciones aledañas se producen 5 suicidios por semana. Los intentos son muchos más y aparecen luego de multiplicar por tres o por cuatro ese número, depende de la época del año.¿Por qué, pese a estos datos fidedignos, el problema no es considerado a escala mundial? La subestimación surge -señala Cohen Agrest- por la enorme carga de prejuicio cultural y religioso que no sólo rechaza sino que fundamentalmente encubre, lo que determina que una gran cantidad de actos consumados se asiente con registro de "muerte accidental", como es el caso de caídas, envenenamientos incidentales, etc. Los "suicidios solapados", así se los llama, son el enigma de las estadísticas. Si bien las cifras son alarmantes y sirven para ubicar el problema en escala poblacional, conviene recordar que detrás de cada suicidio hay una historia particular, única, privada. Diferente de las del resto. Los números e informes no dan cuenta de los dramas en singular. Las sombras que arroja la íntima decisión final son tan intensas como imborrables. El peso en los otros suele ser el castigo mítico de la propia existencia. Recordemos que la condena de Sísifo era para ser cumplida a eternidad.El excelente trabajo emprendido por Diana Cohen Agrest -doctora en Filosofía en la UBA- arroja luz sobre esta roca difícilmente ocultable, pero persistentemente ignorada en el camino de la marcha de la Humanidad. La vida es un don único, preciado y extremadamente valioso y delicado en sus infinitos aspectos, y como tal debe ser valorada y preservada. Cierto. Pero, en el contrato tácito que hacemos con ella al nacer, las cláusulas del suicidio parecen estar dictadas bajo el pulso de la doble condena: no suicidarse, no saber. Prejuicios morales, culturales y religiosos multiplicados por dos. Acercar la lupa a la letra chica es parte de un debate pendiente. Acaso hay un poco de Sísifo en cada uno de nosotros, tanto en la ceguera como en negar la presencia de la roca. Nunca se sabe, nadie está del todo libre de arrojar esa piedra trágica algún día. Menos de volver a cargarla. Frente a la ignorancia, nada hace más a la defensa de la dignidad y de la vida misma que hablar, comunicar y exponer frontalmente el tema. En mi caso muy menor: escribir tiro, noche y mi mejor amigo sin diminutivos.

"Dos mujeres estaban sentadas juntas..."

Doris Lessing y el feminismo: nombre propio y lugar común comparten el mismo podio en las noticias internacionales que anunciaron el premio Nobel de Literatura. En estos días la función mediática se reparte binariamente. Nos quiere instruir acerca de los intereses de la novelista: Africa y los derechos postergados de las mujeres. Eso, un mismo territorio en el plano de las noticias. Simplifiquemos y redundemos la voz cordial: "Doris Lessing, una permamente abanderada por las causas del feminismo y del postergado continente africano ha sido galardonada..." Yo voy a aplicar otra fórmula, ya que de reduccionismos se trata: "Dos mujeres de cierta edad estaban sentadas..." Así abre uno de los más significativos libros de la novelista nacida en Irán: Martha Quest (Argos-Vergara), el primer volumen de la pentalogía Hijos de la violencia, publicado originalmente en 1964. Ahora trazo un arco y me dirijo a uno de los últimos títulos de la narradora británica, Las abuelas (Ediciones B), y leo: "...dos mujeres estaban sentadas". La misma cláusula, pero no una fórmula. Menos un lugar común. Se trata en todo caso de una expresión de conciencia. Así que entre el feminismo y Africa, yo hablaría también de los derechos emocionales y sentimentales de las mujeres, extendiendo un poco más allá el territorio narrativo de Lessing. Los cuatro relatos que integran Las abuelas, libro que ha pasado casi desapercibido entre nosotros, recorren la alegoría política, la pasión y el erotismo. Es un recorrido que evita sensiblemente el mal gusto del concepto "tercera edad" (eufemismo gerontofascio, si los hay) y que indaga sensiblemente en la piel de la mujer, en su sexualidad y en sus sentimientos. A la edad que sea, no importa. Quien dice lesbianismo obtura cualquier interpretación sensible, inclinando la norma, clasificando islas griegas. Mejor no. Mujeres que pueden asumir su más íntima y plena libertad sexual y emocional, en todo caso. La pregunta: ¿Por qué no se lanzaron antes, mujeres nobles, hermosas y buenas? Es obvio.Hay, sin embargo, una nouvelle en la que Lessing va mucho más allá de todo refrito periodístico. No es un título que llene la boca de la legión divulgadora del Nobel, pero es sin duda uno de los más estremecedores, profundos y sensibles: El quinto hijo. En nuestro país lo editó Emecé. Allí la escritora nacida en la antigua Persia y criada en la ex Rhodesia indaga en el Mal (démosle mayúsculas) como pocos sin duda lo han hecho. Mejor decir: en la raíces del mal, en su diáfana esencia. Hay que leerlo. El quinto hijo de una pareja armoniosa y feliz (la superficialidad del "todo bien" nos es conocida), crece hasta convertirse en un ser maligno, violento. Pocos autores han indagado en los recovecos oscuros de la condición humana como Lessing en este libro.Lo que tampoco dicen los cables es cómo Lessing vivió en Sudáfrica en una granja agrícola en la ex Rhodesia. La tierra que cultivaba con su familia tenía dimensiones africanas, 3.000 acres. La principal cosecha era el maíz (hoy, en ese lugar, hay viñedos y se crían avestruces). De chica asistió muy poco a la escuela local, pero le gustaba elaborar dulces caseros. Faltaba, se rateaba con asiduidad. A los 14 años tuvo el tino de abandonar los estudios para poder educarse. Y leer, su vocación más ferviente. Fue, felizmente, autodidacta. Vivió en Sudáfrica hasta el año 1951, en que se trasladó a Londres. Pocos saben que Lessing dedicó buena parte de su vida a educar niños, los propios y los de otros. Ha realizado muchos tipos de trabajos y es diestra con las manos: sabe coser, es eximia cocinera y mejor jardinera. Siempre ha pensado con nobleza: que mejor mantenerse apartada de los círculos literarios, limitados y fatuos en su estrechez. Las fotos mejores, las de veinte años atrás, la muestran en una pose de invariable y apacible belleza. Imposible no enamorarse de su sabiduría. De sus manos. Los burócratas de Estocolmo se han equivocado este año: eligieron bien. Omisión elogiable: la burla in progress de La buena terrorista (Sudamericana) se les debe haber pasado por alto.

Sea-Monkeys

No debe de existir nada más tierno que el box: los boxeadores suben al ring para que no los lastimen. Es lo que no saben quienes ignoran tanto las reglas de este deporte como el origen de sus púgiles. Una de las primeras lecciones de box la tuve en el legendario Luna Park de Buenos Aires, antes de que se llenara de hielo seco y de equilibristas moscovitas. Un tío me llevaba cada sábado a lo que se llamaban las veladas del Luna y me explicaba, desde el ring side, golpe por golpe: los jabs, cómo debían partir los cruzados, el uno dos y luego el gancho seco, pero, sobre todo, cómo había que caminar la lona. Ese era el secreto, con las plantas de los pies en abanico, jamás en paralelo y, de ser posible, marcando la hora: once y diez, dos menos cinco, según. El otro secreto estaba en el aire, en cuándo había que cambiarlo y cómo. "La gente mira los puños, pero en lo que no se ve está el arte". Como en la escritura.Ví peleas increíbles en aquellos años, pero no recuerdo ni una. Sólo pasajes, momentos dramáticos, de dos sin nombre allí arriba. Guardo sin embargo por aquellas noches de luces y cuadrilátero una nostalgia extraña, indócil, que cada tanto me reta. Es como un animalito pidiendo agua, me digo, pero que rara vez suelto por temor a que me muerda. Alguna vez pensé que momentos perfectos como ésos del Luna deberían ser embalsamados.Las salidas no eran al box, únicamente. Antes de las peleas caminábamos por Corrientes, Florida, Plaza de Mayo y el Bajo. Luego comíamos pizza y, entre corte y corte, mi tío aprovechaba para adoctrinarme. Me inculcaba maravillas de la Revolución Libertadora y de José María Prada y pestes de Perón y del Mono Gatica. Yo lo escuchaba y a todo decía que sí, obediente, pero muy en el fondo pensaba en mi padre.Una tarde, muy temprano, recuerdo que pasamos por Harrods y que mi tío se detuvo deslumbrado: anunciaban en inglés y con grandes promociones la llegada de los Sea-Monkeys, suerte de monos marinos que venían en sobrecitos granulados como si fueran jugo de naranja para disolver. Mi tío me regaló un sobre, pasamos por Las Cuartetas a devorar pizza, y fuimos al Luna.Al otro día, en casa, seguí las instrucciones: diluí el granulado marrón en agua y dejé el preparado en un fuentón, a la intemperie. Lo cubrí. Dos días después el fuentón amaneció poblado de renacuajos que nadaban eléctricamente. A la semana siguiente los renacuajos ya habían abandonado su condición y se parecían, efectivamente, a monitos de ultramar. Siete días más tarde murieron algunos, pero los que quedaron -siete u ocho- empezaron a abrir los ojos. Me miraban con una tristeza tan ferviente que parecían dotados de humanidad. Los llevé a un piletón y empecé a alimentarlos.Los Sea-Monkeys fueron evolucionando según el prospecto: mutaron a monos Tití, con aletas y miembros inferiores estilizados a la manera de ranas. De perfil parecían simios estirados, de frente -en particular por la melancolía irremediable con que miraban- tenían un aire a criaturas recién abortadas.Me pasaba horas contemplándolos, embelesado. Ellos esperaban su comida -gofio, alimento para peces-, y luego se arracimaban en lucha por su bocado. Cada tanto alguno subía a la superficie y lanzaba una gárgara muda, como saludándome. Entre todos había uno que hacía gestos y me escudriñaba con una sagacidad intimidante. Yo lo reconocía porque alzaba su nariz sobre el agua. Tenía los ojos acuosos, celestes.Una tarde los trasladé a la bañera. Estaban crecidos, pedían comodidades. A la noche, cuando mi padre llegó a casa, entró al baño y escuché su grito. Dijo cosas incomprensibles: que eran abominaciones genéticas, que Harrods era una multinacional infame y que si estuviera Perón en el gobierno esas degeneraciones extranjeras no tendrían cabida. Después se las tomó con los curas -nunca supe cómo hizo para vincularlos- y con mi tío: "Ese hombre y toda la parentela junta son gorilas". Pensé, no sé por qué, que lo que tenía en la bañera eran pichones antiperonistas y me sentí mal. Justo yo, su hijo, criándolos.Cuando se calmó me dio media hora para hacerlos desaparecer. No tenía opción: los saqué del baño uno por uno y, como pude, los llevé a la zanja que circundaba la calle de tierra frente a casa. Al último en trasladar fue al inteligente de ojos celestes. Antes de soltarlo ocurrió algo extraño: movió una aleta y parpadeó como despidiéndose. Lo observé petrificado: lloraba. Creo que le dije algo y lo solté. Él chapoteó en el agua marrón y se hundió. Nunca más lo volví a ver.Cuando regresé a casa mi padre me palmeó en el hombro y me dijo que estaba orgulloso de mi actitud. "Esas aberraciones no se crían, que te sirva de lección", dijo. Yo sentí que era peronista, como él. Muchos años después, casi de casualidad y mientras caminaba por los alrededores de donde había estado la tienda Harrods, recordé la anécdota. Mi padre ya estaba muerto, el Sea-Monkey prácticamente borrado de mi memoria, y el peronismo emocional de aquellos años ya había mutado también en otra cosa. El Luna Park lo mismo. Aunque él, mi padre, jamás entendió el box ni el código de desamparo que se esconde detrás de cada trompada. Es como decía mi tío gorila: "Suben al ring para que no los lastimen". Claro que él, de política, tampoco nunca entendió mucho.

Genio y locura, un lugar común

Algunas notas para vencer la pavura de la exposición: la primera, el libro de Teresa del Conde por título idéntico: Arte y psique. Las minúsculas son por los ejemplos sintomáticos que prevalecen al abordarse el tema. Cuando no es González Serrano en el libro de Conde (el artista plástico español que iba y volvía del infierno), el espacio común nombra -ya sabemos- Pollock, Van Gogh, Münch, etcétera, etcétera. Entre nosotros cita obligadas son Alejandra Pizarnik, Jacobo Fijman, y más etcéteras. Más lugares comunes, subsiste aún la seductora tendencia a desmontar interpretativamente el proceso artístico y su génesis en vínculo con la enfermedad, como si la actividad sináptica y su disfunción en este caso pudiera explicar la coloratura de una obra musical o por qué Charlie Parker empleó un registro de inarmonías y blancas en tal tema. Otras cosas que fastidian: los intentos reduccionistas de las neurociencias y la psiquiatría para la comprensión del proceso artístico o, mejor dicho, creador. Genio y locura, el maridaje siempre evocado para nombrar el sufrimiento ejemplar del canon artístico.Más ejemplos de la actividad del prejuicio: la "psiquiatría del arte" con su ensayística de ejemplos universales clásicos (aclarar, sumar más nombres). La esquizofrenia en versión vulgata para la expectativa ingenua: locos pero geniales. Otras zonas erróneas en asociación con el clisé: alcoholismo y creación, droga y creatividad. El aura oscura del romanticismo decimonónico persiste, sabe correrse. Pero es poder psiquiátrico que cambia de nombre. En tiempos modernos levanta prepagas en el arte, alentado por creadores funcionales al discurso. ¿Nadie puede brindar una lista de autores geniales en los que la neurosis no pasó de eso: neurosis?. ¿No? Habría que empezar a contar. Es larga la lista. La matemática no es prejuicio. Una analogía del reduccionismo sináptico en pos de explicar lo inefable del hecho artístico: los pueriles intentos del surrealismo para vincularse con el inconsciente a través de la escritura automática. La escritura en código morse: tontería de color. ¿Alguien aceptaría una fundamentación en miligramos para desocultar el sentido oculto de Mr Hyde en relación con el Dr. Jekyll? El de Stevenson no es un relato clínico, y, sin embargo, hay quien lo ha mencionado como tal (aclarar). La terminología de la moderna psiquiatría es insuficiente, pero persiste en sus intentos (dar ejemplos). No está mal, está para eso. Una forclusión para Picasso, algo de disociación para Kafka, marche un brote psicótico para Virginia y una psicosis maníaco depresiva para Sylvia Plath. Los artistas neuróticos no seducen porque los artistas neuróticos no seducen. La convención de la anomalía psíquica alentada por el poder psiquiátrico y su medicalización es más fuerte. Al revés: como una nota aparte para esta charla propongo los siguientes temas: "Mecánica dental y Psique". O "Albañilería y Psique". O, extendiéndonos, "Ingeniería Hidráulica y Psique". ¿"Política y Psique", no? Hay muchos casos, demasiados. "Costura y Psique" sería un tópico personal en mi caso. Una anécdota muy citada: Joyce con su hija Lucía, quien sufría de graves perturbaciones mentales. En un intento desesperado del escritor por estabilizar a Lucía, la impulsa a escribir. Y ella escribe y escribe. Con los textos de Lucía va a visitar a Jung en consulta y se los muestra. Jung los lee y calla. Joyce interviene: "Escribe como yo", dice, en un intento entrañable, paternal y desesperado por parecérsele, por menoscabar o reducir la enfermedad con su escritura fracturada de Bloom. A lo que Jung responde: "Sí, pero allí donde usted nada, ella se ahoga". La pregunta: ¿dónde nadaba Joyce, en qué mar lo hacía? En el mar del lenguaje. Y aquí es, precisamente, donde el prefijo psi cobra pleno sentido, al menos para mí. Porque psi es letra y es, esencialmente, obrador del lenguaje. El lenguaje nos hace, hemos sido construidos por él, somos -como dice Steiner- no hacedores sino siervos del lenguaje. En este sentido, lenguaje y creación, o lenguaje y escritura -prefiero esta categoría menor de producción- a mí me impone un enorme respeto (en términos familiares: madre es lenguaje, padre es escritura). Si he de elegir un prefijo, entonces, es obvio: el psi del psicoanálisis. Escritura y psicoanálisis comparten un mismo mar, un relato parecido, cuando no similar en ocasiones. Siempre me ha parecido que escribir es ir más allá de la tercera rompiente (lo referí hace cosa de 8 o 9 años atrás, aquí mismo, en una charla sobre el mismo tema). Es nadar en mar abierto. Donde no hay referencias o sonidos, donde incluso se pierde la noción cardinal de la costa. La tarea del psicoanálisis, en medida comparativa, es, como bien señaló un crítico, "mantener a flote en el mar del lenguaje a gente que siempre está en riesgo de hundirse". Mi convicción profunda en este psi radica en el hecho de que el psicoanálisis no es sin embargo un salvavidas sino un aprendizaje, un empezar a nadar a partir del lenguaje, del rudimento de la palabra. El lenguaje nos constituye y nos salva. Somos su creación. No únicamente los artistas -esos sintomáticos que sirven de fábula ejemplar a los neuroestudiosos-, sino todos quienes compartimos este mismo mar. No hay diferencias, lo compartimos en la alegría, la desesperación, la angustia, la ansiedad o los afectos profundos que nos animan a perseverar, a continuar braceando. Otra nota: la mitificación de la enfermedad en función del arte. Deplorable, encima sin clínica, alentados todos estos textos sobre cuasi biografías (todas las biografías son cuasi). Añadir algo así: "torpes aprendizajes de esa falta básica que es la vida". ¿Formas vulgares de la eternidad? (corregir esto último). Hay demasiadas, no son patrimonio del arte. Sí, por supuesto, a veces aparecen resultados bajo la forma artística; a veces -bajo otras formas- esos resultados son tan extrañamente bellos y desapercibidos que ni siquiera los consideramos, ni siquiera nos animamos a acortar distancias y mirarlos de cerca. Como le pasaba a Psique, que en la mitología griega era una diosa tan atrozmente hermosa, si es que cabe el oxímoron, que ningún hombre se le animaba. Todos la deseaban, pero nadie se acercaba a ella. Luego, Psique (alma) fue sintiendo voces, primero unas cuantas, luego otra. No era locura, era Amor quien le susurraba en pos de una reparación (ver lo del mito en Grimal, ajustar). Una coda: no es artística la enfermedad. Artistas enfermos, sí. Lo mismo que ingenieros, albañiles o costureras.

¿A quién se parece Adolfito?

La ultima novela del recientemente fallecido Norman Mailer, El castillo en el bosque (Anagrama), abre un interrogante sobre la esencia del Mal en la persona de Adolf Hitler. El libro toma los primeros años del jerarca nazi, desde su nacimiento hasta los dieciseis (cuando pintaba, leía e intentaba tocar el piano), pero en la visión del novelista este joven algo desagradable y ordinario ya ha sido inoculado. El Mal ha anidado en él. Incluso antes de haber nacido. ¿Cómo es eso? El demonio escoge y toma posesión. El Mal contra el Bien. El bebé de pecho que es Hitler, en no muchos años más regurgitará sangre de millones de judíos. Tiene padre (Alois) y madre (Klara) en un turbio árbol genealógico, pero su verdadero Pater es El Maestro. A él se le parece. Curiosa (o no tanto) la perspectiva teológica que asume Mailer en este libro que iba a formar parte de un proyecto mayor: Hitler hasta su muerte. "Ante la magnitud del genocidio y la destrucción de la que fue responsable el Hitler histórico, la comprensión humana retrocede impávida. Sin embargo, y de igual modo, nuestra comprensión queda sumida en la perplejidad cuando Mailer nos dice que Hitler fue responsable del Tercer Reich sólo en un sentido mediato, que en última instancia la responsabilidad recae en un ser absoluto y maligno que en la novela se nombra como El Maestro", comentó recientemente Coetzee en alusión al libro del norteamericano. ¿Simplificación del Mal? "La lección que nos enseña Adolf Eichmann —escribió Hannah Arendt en la conclusión de Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal— es la de la temible banalidad del mal, que desafía a la palabra y el pensamiento". Arendt la acuñó en 1963, y desde entonces el enunciado adquirió categoría propia. En el pasado Mailer manifestó una y otra vez sus sospechas en relación con la llamada "banalidad del mal". Y generó su réplica: "En su condición de liberal secular -dijo Mailer-, Arendt se muestra ciega a la fuerza del Mal en el universo. Pensar que el Mal es banal es dar muestras de una prodigiosa pobreza de imaginación". El Premio Nobel J.M.Coetzee recordó tanto esta discusión como la que algunos años antes, en 1946, la misma Arendt mantuvo epistolarmente con Karl Jaspers a raíz de tema vinculado. En ese entonces Arendt disentía con el filósofo y psiquiatra alemán por el uso de la palabra "criminal" que éste hacía refiriéndose a los nazis. "En comparación con la mera culpabilidad criminal -le escribió a Jaspers-, la culpa de Hitler y sus cómplices excede y frustra todos y cada uno de los sistemas legales". Jaspers se defendió: "Si se sostiene que Hitler fue más que un criminal -dijo-, se corre el riesgo de atribuirle la misma grandeza satánica a la que él aspiraba". Años más tarde, cuando escribió el libro sobre Eichmann, Arendt revalidó sus conceptos: aunque atroces, ninguno de los actos del nazismo reveló jamás ningún pensamiento profundo, ninguna inteligencia. La trivialidad del Mal, no obstante y por ello mismo, resulta abominable en la visión de la pensadora. La lectura que hace Coetzee puede zanjar algunas diferencias: "Más allá de la superficie -ha señalado a propósito de El castillo en el bosque-, se advierte que Mailer está en lucha con la misma paradoja que Arendt. Al invocar lo sobrenatural, puede dar la impresión de que las fuerzas que animaban a Adolf Hitler eran más que simplemente criminales". Más allá de reduccionismos o de enunciados absolutos, es probable que tanto Mailer como Arendt hayan tenido parte de la razón, lo mismo que Jaspers y que el propio Coetzee. La psicopatología del Mal, con toda la complejidad y trivialidad que entraña, acaso no rechace ninguno de estos dos conceptos, sino probablemente los asimile. ¿No será acaso que tanto lo trivial como lo complejo quizá actúen en mutua convivencia y connivencia, como una sola manifestación? ¿Y no será ésta también su intrínseca patología? Luego, ¿por qué lo banal debe renegar de otros atributos y condiciones, o al revés? Semanas atrás, Jonathan Littell, el neoyorquino hoy radicado en Barcelona y autor de la premiada Les Bienveillantes (Las Benévolas, RBA editores), señaló en una entrevista efectuada en España que "la cultura no nos salva de las peores atrocidades, la Historia lo ha probado". Recordé las palabras de Littell a propósito del último libro de Mailer y, como una coincidencia cercana y vinculante, días pasados leí un muy valioso texto sobre "Stalin en la biblioteca" en el blog Mosca Cojonera. Aquí el autor nos brinda rigurosas y convincentes razones para despejar lugares comunes en torno a la "vulgaridad" de los máximos jerarcas del nazismo, el fascismo y el estalinismo, así como de su presunta falta de formación. Redireccionando la afirmación de Littell: ¿Los salvó a ellos la cultura? ¿Los libró del Mal? Mosca Cojonera ofrece datos y pormenorizada investigación como para reflexionar en torno al tema, sin prejuicios ni lugares comunes. Vale la pena hacerlo acá.

Los chicos que se me aparecieron

Lo primero que sentí al ver la versión fílmica de Los chicos desaparecen fue rareza. Luego, extrañamiento. Aquellas imágenes surgidas de la imposición íntima del acto de escritura ya no estaban. Se habían ido. En su lugar habían aparecido otras. Diferentes, ajenas de una ajenidad sin embargo conocida. ¿Quién era ese personaje que se desplazaba en silla de ruedas intentando bajar tiempos desde una rampa con un cronómetro al cuello? Lo conocía, me era familiar, pero desde aquél lanzado por el lenguaje del libro a éste que descendía a través de la imagen, algo había cambiado. No digo mucho, algo: gestos, una mueca antes desapercibida, la manera aviesa de mirar desde la pantalla. En el cine hay una profundidad de campo de la imagen dada por la lente, en la escritura la profundidad de campo es patrimonio del lector. La profundidad de campo de la lectura no surge de una capacidad técnica sino imaginativa. Son distintas, ni mejor una ni peor otra, distintas. Aunque en el cine hay una profundidad de campo que también es patrimonio del espectador, ésta surge inevitablemente de la imagen que define un plano. Son las leyes. Las imágenes que se definen a partir del contexto del lenguaje son, bien se sabe, acaso más elusivas, ambigüas y hasta equívocas. Digo acaso porque tanto la psicología del espectador como la del lector ocupan un terreno difuso, objeto de discusión. Como sea, debo aclarar que siempre he tenido una relación polémica con el cine, afectiva. Y cada vez que me siento a mirar una película tengo la pésima costumbre de no detenerme tanto en las imágenes como en la historia. La verdad: me pongo a leer argumentos. Es una tara imperdonable, lo sé. Con Los chicos desaparecen versión cine me pasó algo infrecuente. Me detuve en las imágenes, perdí de vista la narración para fijar la atención en los encuadres, en esos recortes elegidos por el director. Creo que porque a esas imágenes distintas pero vagamente conocidas quería identificarlas, fijarlas, y hasta en algún sentido apropiármelas o que volvieran a mí. ¿Eran mías esas imágenes? Inconscientemente sentía que el cine le había robado el alma a mi libro y que, como el buen salvaje frente al daguerrotipo, mi lugar estático en la butaca lo ocupaba ahora un autor desalmado, no yo. La íntima extrañeza fue seguir las acciones de esos personajes desatados ya de toda pertenencia. Hablaban y remarcaban cosas lejanamente sabidas, pero como formuladas desde otra voz o en sordina. La película actualizaba formas de un pasado en tópico presente de disociación: el otro que era yo miraba la película de su libro que ya no era mío. En algún pasaje de la proyección alguien, desde atrás, me tocó en el hombro y me preguntó en un susurro, como afirmando: "Eso está en el libro, ¿no?". Dudé. Dije: "Creo que sí". Y, en verdad, no estaba seguro. ¿Cómo saberlo? En ese preciso instante caí en la cuenta de que de las casi mil personas que atestaban la sala del cine Rocha habría también mil versiones diferentes de lo que estaban viendo. Fue lo que me tranquilizó, lo que me hizo un espectador más, sin prejuicios ni falsas concesiones a la autoridad intelectual, en la que no creo demasiado. A partir de allí pude disfrutar, pero ya había pasado casi una hora de proyección. Hoy me digo que debería verla nuevamente, despojado de toda manía de identificación y un poco más almado. Como sea, fue raro reconocerse desligado de todo principio de autoridad. Sin dueño o tutor, al terminar, tuve que admitir que la fidelidad del film al libro era casi absoluta, por no decir rotunda. Eso lo percibí. Percibí también que durante esa hora y pico en la sala dos personas habíamos estado participando en una carrera de postas y que, sin quererlo, muy secreta y desapercibidamente, en medio de la oscuridad nos habíamos encontrado para un acuerdo tácito: yo le pasaba la trama de una historia que ya no me pertenecía y él la hacía suya para proseguir la carrera con mucho más aire y vigor. Así lo hicimos, con la complicidad del resto. Al marcharme, más de uno me dijo que quería leer el libro. Lo tomé como lo que era: un elogio a Marcos Rodríguez, el realizador.

For sale

En el backstage de un unitario y en dos o tres spots alertaban acerca del grooming en la web. "Empieza por el chat -decía una voz en off-, prosigue más allá de la web y hasta puede tener un final hard que nadie desea". El aviso aludía a la pedofilia. Las tandas que vinieron a continuación anunciaban strappless, soin complets contra las estrías, models must, chistes freaks para bubbles gums, gym, designs basic y casual para el verano, light food, set de compras y, ya en horario after office, development para inversores en countries. Luego los comerciales amontonaban paseos de compras con vidrieras for sale y personal trainers femeninas que transpiraban la skin care más vitamínica del mundo en super lofts. "For investors", repetía el anuncio que se movía al pie de la pantalla. Si uno abre un diario el panorama no varía: underwear, managment, step by step en calzados, lounge, living colors, make ups, deco news. Ya nadie va de compras sino de shopping y nadie anda en bici sino en bike.En cualquier profesión, rubro o actividad el idioma inglés asume cada vez más la ponderación del consumo como regla y escala social. Se anuncia en inglés, se consume en inglés y se piensa en inglés. Los productos deben tener marketing, es necesario el merchandising pero, finalmente, todo cierra con un buen packaging. Con el idioma -packaging de conductas- ocurre otro tanto. Hoy la life style impone que no sea lo mismo estar cerca que close ni bajoneado que down. Tampoco es igual un lobbie de resort que la entrada de un hotel, ni mucho menos un paper que un informe. En las oficinas públicas florecen los mailings sumados a la data vip con presentaciones de programas power point. Nadie usa archivos, todos tienen files, vínculos free y hasta las modelitos multiple choice andan con su book a cuestas. La chapucería idiomática reconoce sus rubros: en las consultorías laborales se exige profile en engineering, trainer programs y managment expert. También outplacement, y por supuesto coaching. Para las inmobiliarias hay que recurrir al sistema leasing, factoring, y, por cierto, para qué cerrar al contado si existe cash. Alquilar no va, for rent es mejor.Los ejemplos son tantos que resulta pueril intentar condensarlos en una sola nota, sin script imposible. Por supuesto, detrás de cada vocablo hay una intencionalidad y ni aun el progresismo más progre logra escapar al embate lingüístico, sobre todo en el terreno cultural, que es donde los modismos adquieren categoría top y donde la permeabilidad es más rápida. Asistir a una performance es un aspecto menor del síntoma, en el background de muchos discursos prevalecen otras voces, otros ámbitos. Las voces cool son decenas, centenas, el lector está en mejores condiciones de engrosar la lista. Anoto unas pocas más antes de que escapen: "¿Quiere un brownie con el café?". A la entrada de un obrador en ruta 2, se lee: "Trucks únicamente". Pero antes está el drugstore y el dinner. El chico al que la madre acaba de reprender, contesta: "Tranqui, motherfucker, don´t worry". La mujer sonríe halagada. Se terminaron las colas en los cines, ahora pasan trailers. Los comentarios son off the record y las ensaladas llevan dressing, nunca aceite y vinagre. Para cambiar el del auto hay que recurrir a un center oil. En la casa de venta de ropa de trabajo y de campo, se aclara: "Joggins, size 34 al 46". Las sábanas quedan más blancas en el laundry que en la lavandería y un bebé en el kinder es otra cosa. Outlet, outlet, repiten las vidrieras.Son demasiados los intercambios. Tantos que no entrarían en el Diccionaro del Argentino Exquisito de Bioy, ni, mucho menos, en El manual de zonceras criollas de Arturo Jauretche. Tampoco uno tiene la certeza de que tengan que anotarse allí. Tengo mis dudas ¿Tilinguerías de los hablantes? Italo Calvino a los manierismos de la lengua los ubicaba en el antilenguaje, así lo llamaba él. No lo soportaba. Pero hemos de ser amplios, cautos: el lenguaje cambia, muta, nunca es el mismo. No tiene por qué serlo, puede travestirse, de hecho lo hace. Del cocoliche a la globalización, sobran ejemplos. ¿Un bastión idiomático? No lo hay. Ni siquiera en los pibes chorros. La cultura villera guarda sus códigos, amigo, pero allí donde se pronuncia, se modifica. Rescatate, fierita, que por ahora paco es paco y un covani un covani. Por ahora. Menos neuronas aseguran en el salad bar, ante la wine option. Puede ser, pero ¿alguien contó las propias?. Martín Palermo está en el count down todos los domingos y el lenguaje ejerce sus violencias, nadie está libre. Quienes arremeten contra la influencia del inglés en el uso cotidiano tienen argumentos de sobra. Quienes lo defienden, también. No es privativo de los argentinos o de los hispanohablantes.En Estados Unidos hay un debate similar: el castellano avanza y hace "estragos", según los analistas más conservadores. Ya es la lengua de la primera minoría de los hablantes en todo el territorio. Como dijo un alcalde del Sur, arriando votos para su molino: "Seamos permitivos, el spanish es un linda idioma". La diferencia estriba en que allá es la comunidad hispanoparlante la que empuja la modalidad; aquí, la hegemonía de una cultura cimentada en grupos de poder. No es lo mismo. En los mapas lingüísticos esa sutil diferencia no aparece. Mientras tanto, para manejarse sin diccionario por la calle por ahora lo único que hay que recordar es que un loser es un perdedor y un looser una persona que utiliza anglicismos o palabras extranjeras para comunicarse en su propio idioma. Aunque uno esté repodrido y, no way, parezcan la misma cosa.

Una cola de Donoso

Cuando la lagartija se siente acorralada y en peligro de muerte, se desprende de su cola. Ésta queda saltando y moviéndose sola durante varios segundos, por lo que el depredador se lanza sobre ella y la lagartija logra escapar. En pocos días tendrá nueva cola y nuevo señuelo para enfrentar los peligros. Es lo que hace Armando Muñoz-Roa, el protagonista de esta novela que Donoso (1924-1996) escribió a comienzos de los setenta y luego abandonó definitivamente hasta que su hija Pilar la halló entre los escritos que el chileno años antes había vendido a la Universidad de Princeton, en EE.UU., donde dictaba clases. Muñoz-Roa es pintor fundacional del movimiento informalista y él también se automutila, excluyéndose y refugiándose del arte y de las nefastas consecuencias del éxito en su departamento de Barcelona para recordar y hacer un balance de su vida. El objeto más nítido de su memoria está en el pueblo de Dors, donde años atrás, en el comienzo de su carrera, inició su clausura y fuga del mundo artístico con Luisa, su prima y amante. El vínculo entre ambos fue breve pero intenso, y se desmoronó con estas palabras de la joven: "Todo esto es falso, todo lo que te he exigido para quererte es falso, postizo, no pertenece a tu esencia, te lo he fabricado y exigido yo...No resulta (...) y cuando se trata de una fama improvisada del hombre con que estoy, es un poder falso, tu fama es falsa, así como no es falso tu talento. Pero tu talento me interesa y no me produce amor".Puesto a recordar, Muñoz-Roa relata el viaje de Barcelona en dirección a Tarragona con Luisa, la visión decadente de los pueblos costeros de la costa catalana por obra del creciente turismo y la sensación de pérdida irreparable que ambos sienten frente al avance de la modernidad. "Esta afrenta comercial del gusto más vulgar al paisaje, a lo natural, y que los nativos creen que era progreso, bueno, era asqueroso, simplemente repugnante", dice. Escapan del camino costero y llegan al pueblo perdido de Dors, alejado de las hordas malolientes de bronceador, entre las montañas, donde Muñoz-Roa imagina ha de hallarse con la verdadera identidad del país. "Dors me hizo creer que me encontraba por primera vez ante la posibilidad de una vida total". El espejismo no tardará en esfumarse y el poblado -apartado y tradicional- también mostrará su vulnerable costado inmobiliario ante los emprendimientos edilicios y comerciales que están a punto de sitiarlo.Lagartija sin cola es una novela de melancolía creciente, una visión amarga y poco optimista de la España que pocos años más tarde, en los ochenta, se abriría con inusitado vigor económico al resto de Europa y al mundo. La parábola sobre la desvalorización del arte en el caso de Muñoz-Roa corre paralela a la mirada política de una España a punto de perder sus valores. Pero los valores de la España tradicional y replegada sobre sí, debe recordarse, ya conocían el impacto turístico en años previos, pues fue Franco quien comenzó a cimentar la economía de su régimen sobre las regalías que producían en el país los visitantes extranjeros. Inevitablemente, la mercantilización también toca al arte. La negativa del informalista Muñoz-Roa a plegarse a los cambios lo llevan a decir: "(...) si yo hubiera seguido pintando, pero no quise, preferí no hacerlo, y me suicidé: asco, asco, yo no estaba para producir para gente rica, para millonarios, yo era pintor, sí, era pintor, creaba cuadros, producía obras de arte, no materia prima para mantener en movimiento las grandes maquinarias burguesas y filisteas de las galerías, los marchantes, las exposiciones, los vernisagges, los aficionados, los coleccionistas, los decoradores, toda esa raza inferior, los chupasangre que terminaron por prostituir y liquidar a aquellos que fueron pintores..."¿Por qué Donoso dejó esta cola de novela sin terminar y hoy aparece brincando y moviéndose editorialmente como señuelo para lectores y críticos? No se sabe. La comenzó en el pueblo catalán de Calaceite, donde residía, en 1973, y la abandonó sin mayores explicaciones. El investigador y ensayista peruano Julio Ortega hizo una revisión del manuscrito, en particular de la prosodia -como señala- a fin de "aliviar reiteraciones o tropiezos y facilitar su extraordinaria fluidez", y ahora ha sido comercializada -valga la paradoja temática- bajo el sello Alfaguara. Aunque en su morosidad y encabalgamiento de las frases es un Donoso genuino, es casi seguro que al libro el autor de El obsceno pájaro de la noche y Coronación lo hubiera recortado un poco más. Casi, no seguro. Pese a la diestra mirada de Ortega, hay iteraciones, y aunque en los años apuntados el registro narrativo del chileno poseía algunos tics narrativos del setentismo, los hilos que quedaron sin anudar de esta historia se advierten. Argumentalmente no parece muy arriesgado suponer que la fábula de esta lagartija encuentre su mejor versión en El jardín de al lado, novela posterior y una de las más acabadas y mejor estructuradas del chileno. Con todo, las obsesiones donosianas subyacen y se materializan. Para quienes estimamos la obra de este Henry James de la literatura latinoamericana la aparición de este inédito es un acontecimiento, para las generaciones más jóvenes o quienes nunca accedieron a los fantásticos dominios de su prosa puede ser un señuelo, logrado, sí, pero señuelo al fin y no presa vital. Esperar antes de morder. Se sabe que donde mejor se reproducen las lagartijas es entre los papeles de un escritor muerto.