sábado, febrero 10, 2007

John Fante y Karl Kraus

Hilvanes y costuras pifiados

En una vieja Selecciones del Reader's Digest volví a la buena escritura. Digo escritura por lectura; digo escritura, no literatura. Es decir, la errónea, imperfecta y anárquica mueca que el lenguaje le dedica a la letra escrita, a esa norma de la imprenta consagrada por terceros. Raro: leyendo ese relato perdido de John Fante, recordé frases sueltas y aforismos de Karl Kraus ("La palabra tiene un enemigo: la imprenta. Le es a la idea orgánico no resultar comprensible a un lector de hoy. Si tampoco es comprensible para un lector de mañana, tendrá la culpa una falsa manera de leer...) El relato de Fante tiene más de 50 años, una traducción improbable (no se consigna traductor, ¿hace falta?) y, para mejor, es una condensación que la propia revista ha hecho de Full of life, relato desconocido del creador de Bandini. Algo así como el resumen Lerú de una ficción inhallable en castellano. Bien lejos del canon. La otra falla virtuosa asoma desde el título: el Reader's Digest tradujo Full of life con el encanto de la época: Rebosante de vida. Vuelvo a Kraus: "...También habría que pensar que las erratas, cualesquiera sean, son molestias nada importantes que no impiden la información del lector. Ni agujerean el tema, ni quiebran la tendencia..." La versión de Selecciones tiene la precaria belleza de las costuras rápidas y comienza con un agujero también, pero nada metafórico: cuando John Fante, escritor y autor de guiones, encuentra que a las 9.27 de la mañana del 18 de marzo, su mujer, Emilia, ha caído en un agujero gigante que se ha abierto en la cocina de su casa en Hollywood. El inmenso hueco lo han abierto las termitas. Que son termitas y nada más que termitas, eso. El escritor llama a su padre, Nicolás, que vive en San Juan, localidad del Valle del Sacramento, para que intervenga a fin de arreglar el desastre. Nicolás es el mejor albañil de toda California. El padre llega, jamás arregla el agujero, pero construye una tan imponente como inútil chimenea a leña en el hogar de John y Emilia. Mientras leía, Kraus seguía filtrándose al bies en algunos pasajes ("no hay original, si es mejor la copia") y tenía la sensación de estar leyendo un genuino Fante, de segunda o tercera mano quiero decir, tan vertiginoso como el guionista a sueldo que supo ser. Por los remiendos y costuras respiraba el mejor JF, superior incluso al de Sueños de Bunker Hill, tan fallido como intenso. El relato autobiográfico no cuenta gran cosa. O sí, pero el lenguaje va construyendo a través de la sostenida acción lo que decimos pensamiento porque, como advierte Kraus, "el lenguaje es la madre del pensamiento": el vínculo padre-hijo, el embarazo de Emilia, la felicidad de las cosas mal construidas o defectuosas, como la propia escritura. Retomando a Kraus: "Las termitas son las palabras, lo tienen que devorar todo". No hay duda: esta doble mención amorosa a Fante y a Kraus es una falla, un capricho personal o, mejor, una impostación. Pero hay demasiados engendros que no funcionan. ¿Con los zurcidos pifiados empieza algo distinto?. Ojalá. ¿Se notan los hilvanes?. Mejor. Es un despropósito zurcir Fante con Kraus. Termino con éste último: "A veces doy importancia a que una palabra me interpele como una boca abierta; y pongo entonces dos puntos. Me harto luego de esa mueca, y vuelvo a cerrar con punto final".(El relato de Fante lo obtuve de Soledad Franco, quien lo recibió de su padre, quien lo recibió de su abuelo Gabriel, vulgata de vulgatas inmejorable)

Kosinski y los fractales

Una anécdota irracional de mi padre

Casi tres semanas antes de suicidarse, Jerzy Kosinski le envió en respuesta a mi padre una carta de página y media en la que rechazaba de plano su teoría de los fractales aplicada a algunos de sus libros. Mi padre era ingeniero matemático y devoto de los fractales ya que, según él, reproducían matemáticamente "las hermosas anomalías del universo con certidumbre específica". Mi padre hablaba inglés correctamente y algo de alemán, pero su pasión eran los números, los conjuntos y aquellos símbolos matemáticos que permitían establecer secuencias dentro del caos. Los fractales eran un verdadero pasatiempo para él. "Las nubes son fractales, las montañas, los ríos", repetía, como si con ello pudiera dar una versión mensurable a una noción tan compleja. Después de su muerte -la de mi padre-, me interesé por los fractales. Fue entonces cuando llegué a corregir el término. Yo hablaba de fractales como si fueran números. No lo eran. En realidad, la dimensión de un fractal no es un número entero sino un número generalmente irracional, algo así como un ente geométrico infinito. Un Monstruo, en una palabra, nacido de iteraciones de funciones complejas. Eso que se repite, pero idéntico a sí mismo. No llegué a interpretar gran cosa, apenas que la geometría fractal brinda descripciones matemáticas adecuadas para fenómenos naturales.Mi padre había leído con mucho esmero un par de obras de Kosinski, en especial Pasos y El pájaro pintado, y por un inmigrante polaco radicado primero en Argentina y luego en Estados Unidos, logró vincularse con el escritor nacido en Lodz. El amigo de mi padre y Kosinski eran vecinos, ambos vivían en Manhattan. El asunto fue que por intermedio de este hombre, mi padre mantuvo un breve intercambio epistolar con el autor de Desde el jardín, breve pero intenso, ya que fueron tres cartas las enviadas y tres las respondidas. Con mucha cordialidad, mi padre le expuso al escritor su excéntrica teoría: según él, tanto Pasos como El pájaro pintado reproducían de forma sutil y convincente la noción de los fractales; es decir, la de modelos infinitos comprimidos de alguna manera en un espacio finito. En la primera, mi padre le subrayaba pasajes de Pasos en los que el modelo "bellísimo y matemático" se condecía con la estructura narrativa de la obra, "fragmentada, es decir, fractal", según le hacía ver. De las tres enviadas, dos cartas, casi idénticas, alcancé a leer. Del novelista llegué a leer sólo la tercera y última. En la segunda, relativa a El pájaro pintado, mi padre le reiteraba su hallazgo con estas palabras: "Los episodios del personaje en medio de los horrores de la Guerra constituyen y se replican infinitamente en un espacio topológicamente definido". Luego le planteaba su criterio exponencial del término "Guerra"y se extendía sobre su concepción matemática del Monstruo y de la mención que la novela hace de Jerome Bosch (Hyeronimus Bosch), en cuyo tríptico de "El juicio final" el pintor le dedica un fragmento al Monstruo con un cesto. A continuación hacía hincapié en consideraciones específicas de los modelos en la dimensión de Hanssdorf-Besucovic. Jamás alcancé a leer las respuestas a esas dos primeras cartas, pero sí la última, fechada el 12 de abril, del escritor. En ella Kosinski hablaba de la geometría fractal y del empleo del modelo matemático para ser aplicado tanto a complicadas formas de la naturaleza como a cuestiones más complejas, incluso. Rechazaba de plano que sus libros tuvieran alguna aproximación a esa geometría, pero, como al pasar, mencionaba en cambio la noción del suicidio, insoluble a nivel filosófico, según decía, aunque quizá derivada de una iteración de funciones que "puede gozar de autosimilitud a cualquier escala". Fue una alusión que me llamó la atención. Jamás alcancé a leer la tercera carta de mi padre, ¿había hablado en ella del tema del suicidio? Me pareció raro. Unos pocos días después Jerzy Kosinski se suicidaba. Eso fue el 3 de mayo de 1991. Mi padre murió tres meses más tarde, acaso replicando o reproduciendo el modelo empleado por el escritor para alejarse de esta teoría de conjunto llamada mundo. Fue una duda que siempre me quedó.En aquellos años seguí leyendo a Kosinski. Busqué en otras obras suyas -El árbol del diablo, Cita a ciegas, Cockpit y Pinball (la más floja, sin duda)- similitudes con la probablemente descabellada teoría de mi padre. Nada. Tampoco las encontré en las novelas en las que él decía basar el modelo fractal. Acaso el Chance de Desde el jardín, trivializado de tantas maneras comparativas, se acercaba módicamente a la idea paterna: la del Monstruo que se replica infinitamente con sus limitaciones terrestres a través de la pantalla. Pero era un poco tirada de los pelos.Los conjuntos matemáticos, tanto como la impostación, fueron las otras grandes pasiones de Jerzy Kosinski. También el polo. Se había graduado en la facultad de Lodz cursando estudios en Física y Matemáticas. Muchas y contradictorias versiones han circulado acerca de su vida y de su obra. Algunas oscuras. Ninguna tan irracional como la de mi padre.

El museo de los esfuerzos inútiles

A propósito de publicar, leer y trascender

En uno de sus más logrados textos, el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid habla sobre Los demasiados libros. Con este sencillo título el escritor alude tanto a la inutilidad del libro como objeto de exhibición del saber (del enciclopedismo a los Círculos de Lectores), como al concepto libro en tanto ícono de prestigio cultural. Pero Zaid va un poco más allá. Se toma algunos tramos del ensayo para hablarnos de un hecho sintomático de estos tiempos: la pasión expositiva de muchos por convertirse en escritores antes que en lectores. Ecuación de la modernidad que expresa un desplazamiento histórico: de refugiarse en la lectura al muy actual encanto de mostrarse, ser leído. Se prefiere escribir cualquier cosa antes que la tarea y el placer intelectual de leer a otros. Zaid menciona de paso la falta de autocrítica por las cantidades desbordantes de títulos que aparecen en el mercado sin la más mínima exigencia de calidad. De todos modos, bien sabemos que ni es ardua ni es pasiva la lectura, sino algo peor e imperdonable en este mundo de hoy: anónima.Se trata de una inversión de términos, de un salto. ¿Cuantitativo o cualitativo? Muchas son las razones por las cuales parece preferible escribir a leer. Una de ellas, acaso la más extendida en el lugar común del inconsciente colectivo, nos advierte que no dejaremos huella de nuestro paso por estas tierras si antes no hemos convalidado el aserto estúpido de haber plantado un hijo, escrito un árbol, tenido un libro. No importan las cláusulas ni el orden: en cualquiera es imbécil. Zaid ve en esta tendencia de "los muchos libros para nada" un síntoma compulsivo de la época de la imagen: necesidad de figurar, ansiedad por el protagonismo, etc.Recientemente, en Barcelona, el crítico Diego Gándara me acercó vía mail un magistral sustituto expresivo acuñado por su mujer para estos publicadores sin juicio demasiado exigente: "los tala árboles", les llama ella. La industria editorial vuelca millones de toneladas anuales en papel de celulosa que, convertido en libro, finalmente los propios autores terminan distribuyendo o regalando entre amigos y conocidos. Productos que no han pasado por ningún filtro de selección editorial o de asesoría crítica pero que cumplen con el ominoso encanto de satisfacer el ego de sus autores. Tan sólo eso. En la imagen de la mujer de mi amigo la compulsión resulta directamente proporcional: "A más árboles talados, más vanidad".Hace ya muchos años Etiemble publicaba registros de la cantidad de libros que se editaban sólo en Francia y traducía esos números en árboles hachados. Las cifras eran estremecedoras. El libro del pensador luego hacía hincapié en la depredación que "en nombre de la cultura" se estaba llevando a cabo en todo el mundo. Libros, decía Etiemble, que en cuestión de pocos meses pasan al olvido. Mientras el planeta se degradaba, las cifras de la producción y del consumo cultural revelaban -y revelan- un creciente y a veces falaz optimismo. Suicidio feliz que expresa la altiva singularidad de la cultura libresca, aunque son detalles que casi nadie se ocupa en registrar. ¿Objeción? Etiemble hacía su objeción desde las páginas de un libro.Por evolución tecnológica y no por suerte, la computadora y los sistemas digitales han abierto un panorama alentador. Ya no es necesario papel para imprimir libros horribles, malos, innecesarios. Tampoco para imprimir los buenos, excelentes y necesarios. Aunque las áreas destinadas a la producción de papel son hoy por hoy producto de la reforestación y no de la tala indiscriminada, las variedades rápidas que se emplean en reforestar -bien que se sabe-, acidifican los suelos y lo degradan a ritmo vertiginoso. Igual o peor que desmontar. Claro que en contra del maravilloso soporte informático y de la impresión virtual aun persisten quienes se aferran al objeto libro con romántica nostalgia. Seres sensibles y posesivos, anclados en la peor expresión Gutenberg: "Al libro tengo que tocarlo". ¿Las ideas son inasibles? El sentido del tacto dice que no.En una inteligente nota de contratapa de "Perfil", semanas atrás Damián Tabarovsky mencionaba a quienes sueñan con la posteridad y terminan olvidados entre los anaqueles de perdidas librerías. "Los escritores sueñan con la posteridad, es casi un lugar común. Pero la posteridad es fantaseada como un éxito, una relectura masiva de su obra, una influencia decisiva sobre las siguientes generaciones (...)". La nota culminaba con aleccionadora ironía: mencionando ese instante mágico, eterno, en que se produce no tanto el hallazgo del objeto libro en un anaquel oscuro, sino cuando se establece el diálogo entre dos escritores que hablan de ese libro olvidado en el anaquel oscuro. Instante sublime y fugaz que dura lo que la conversación: cuando los escritores pasan a hablar de otro tema, el libro desaparece.Luis Chitarroni, en uno de los capítulos de su libro inédito Ejercicio de Incertidumbre, cita a propósito una experiencia personal. "Cada vez con mayor asiduidad debo fruncir el ceño -dice-, ante la abundancia de gente que presenta originales de novelas". Y se pregunta si ese ejercicio superfluo de posteridad no tendrá que ver con el género novelístico. Es lo que sugiere la tendencia: de la enorme cantidad de libros que se escriben, el género novela -acaso el más arduo por extensión y tiempo de escritura- parece ser el preferido. El concepto del marketing novelesco abriga los sueños de trascender de muchos. Suponen, con probada ignorancia, que una novela es más importante que un libro de cuentos o que un solo poema; que doscientas páginas son más valiosas que una imagen exacta, que un buen parlamento o que una acertada definición. La cantidad y el formato rigen los ideales estéticos de algunos, como si una conciencia del packaging, no de Zeno, obrara sobre su escritura. ¿Absurdo?. "Publique usted su libro". No importa qué, publique. También en cuotas se puede ingresar al mundo de las letras. Lo que no está mal.Hoy -decía el mexicano Gabriel Zaid en tono de burla- es más la gente que escribe que la gente que lee. El placer de la lectura ya ha dejado de ser placentero: todos quieren demostrar aptitud, casi nadie está dispuesto a recibir conocimiento. ¿Es tan ardua la lectura de un solo y buen libro o es que han cambiado los modos de leer? ¿O será sencillamente que el hábito de la lectura no promete fama ni éxito? En todo caso, ¿a quién le importa expandir o corregir la experiencia personal cuando el mundo, a la vuelta de la esquina, nos ofrece la autoría, salir del anonimato?Todos sabemos las diferencias: una cosa son los publicadores, otra los autores y una muy distinta los escritores. En un ensayo de Pamela Paul aparecido semanas atrás en el Book Review del NYT, la autora hacía referencia a "la creciente fragilidad de ego" de la mayoría de los escritores jóvenes, más pendientes del "qué dirán de mí" que del "cómo he escrito mi libro". Y, aparte de los libros, hacía alusión a los blogs como el medio más eficaz y tentador para caer en la trampa del yo. Como sea, caben más preguntas. O una última: ¿se leen entre sí los escritores o únicamente lo hacen cuando alguien, otro escritor o crítico acaso, ha escrito sobre ellos en algún medio? Parafraseando un título de Cristina Peri Rossi: en el museo de los esfuerzos inútiles la necesidad de figurar ocupa un espacio relevante, de privilegio. A los costados de ese inevitable museo, los pasillos con las bibliotecas de los libros que jamás leeremos. La entrada es libre.

Depresión en espejo de tinta

A propósito de Esa visible oscuridad, de William Styron (1925-2006)

Hace un par de días, mientras andaba por nacionapache, me asomé a la ventana que Piro había abierto sobre la depresión. A la tarde de ese mismo día me enteré que William Styron (1925-2006) había muerto en Martha's Vineyard. Hice el vínculo de inmediato: Esa visible oscuridad. Es el texto menos conocido y difundido del norteamericano, célebre por La decisión de Sophie, La larga marcha y, en menor medida, por Tendidos en la oscuridad y Pabellón especial. Sin embargo, cuando lo leí a comienzos de los noventa, me impactó doblemente. Primero porque lo había encontrado en la biblioteca que había sido de mi padre en una casa abandonada. Segundo porque mi padre lo había marcado en aquellos párrafos con los que él creía identificarse. La creencia es marca de parentesco. Como fuera, hacía apenas unos meses que yo me había reencontrado con él -después de casi dieciocho años de no saber nada de su existencia o inexistencia-, y pasados esos pocos meses, nueve o diez, él ya había vuelto a desaparecer. Entonces definitivamente. Cuando me avisaron que había muerto, sentí al revés: que ya tenía padre para siempre. Al tiempo me enteré que durante esos dieciocho años en blanco había padecido de depresión. No una, sino muchas veces, aunque el animal interior de la depresión es siempre el mismo. Vuelve o vive agazapado.Buscándolo entre los libros encontré Esa visible oscuridad, con sus marcas y anotaciones. Lo leí de un tirón. Lo seguí leyendo al cabo de los años, lo releo cada tanto. Es brevísimo. Styron lo escribió después de padecer una profunda depresión que se le despertó a mediados de los ochenta. Estaba en París cuando empezó a sentir los síntomas: certidumbre por la enfermedad y extrañeza por un recuerdo que volvía a hacérsele presente mientras caminaba frente a un edificio de fachada gris. Lo que refiere luego es la crónica de una agonía, la despiadada y lúcida descripción de la patología en sus detalles más ínfimos: temor, inseguridad, dependencia. De los insomnios iniciales a la disgregación, Styron traza un arco hacia la caída de lo que él llama "el vórtice del sufrimiento". Estuvo a un paso del suicidio. Así cuenta su experiencia:"La depresión que a mí me postró no fue del género maníaco -la acompañada de cúspides de euforia-, que con toda probabilidad se habría presentado en una época anterior de mi vida. Contaba sesenta años cuando la enfermedad me atacó por primera vez, en la forma unipolar, que lleva directamente al derrumbamiento. Jamás sabré lo que causó mi depresión, como nadie sabrá nunca nada acerca de la suya. Es probable que el llegar a saberlo resulte siempre una imposibilidad, tan complejos son los entremezclados factores de química anormal, comportamiento y genética. En suma, intervienen componentes múltiples -quizá tres o cuatro, muy probablemente más-, en insondables permutaciones. Por eso la mayor falacia en lo que respecta al suicidio está en la creencia de que hay una respuesta única inmediata -o tal vez respuestas combinadas- en cuanto a la causa de su perpetración. La inevitable pregunta de ¿por qué lo hizo? conduce por lo general a extrañas especulaciones, en su mayor parte falacias también".Este párrafo lo había marcado mi padre y, al costado, un signo de admiración. Otro que había subrayado dice así: "No cabe duda que cuando uno se aproxima a las penúltimas profundidades de la depresión -que es cuando se comienza a poner en obra el suicidio-, el intenso sentimiento de pérdida se relaciona con una clara noción de que la vida se escapa de las manos a paso acelerado". Esa visible oscuridad lleva por subtítulo "Memoria de la locura". El testimonio del escritor es tan despiadado como magistral. Pocos libros deben dar cuenta de la enfermedad con la percepción y sensiblidad con que lo hace éste. Styron no se suicidó, lo sabemos, pero entre los autores que menciona en el texto cita a Camus, para quien el suicidio es el único tema trascendente que la Filosofía jamás logró resolver. Una llave acompaña la siguiente frase del capítulo seis, y al lado dos signos de admiración: "Un fenómeno que ha observado cierto número de personas al pasar por estados de depresión profunda es la sensación de hallarse uno acompañado por un segundo yo: un observador fantasmal que, no comprendiendo la demencia de su doble, es capaz de mirar con desapasionada curiosidad mientras su compañero lucha contra el desastre que se le avecina o decide asumirlo".Dos días antes de morir, mi padre me llama por teléfono y después de algunas trivialidades se despide teatralmente, parafraseando el título de otro libro, uno que jamás encontré en aquella biblioteca: "Es la ceremonia del adiós", dice, y larga una carcajada.La verdad, nunca terminé de creerle: siempre fue un tipo demasiado irónico mi padre. El libro de Styron lo editó Grijalbo hace ya más de quince años. La colección es "El espejo de tinta".

Viejitas bomba

Muchos se asombraron con el caso de la mujer de 80 años que se ofreció en Gualeguaychú como abuela-bomba para interceder en el conflicto de las papeleras con el Uruguay. No es el primer caso. La historia de la humanidad registra varios episodios relacionados con la actividad de ancianas-bomba, la mayoría de ellos prácticamente desconocidos. El primero del que se tienen algunos antecedentes es el de Anna Van Oreth, de 78, que se inmoló durante la guerra anglo-boer al pie del monumento a la Confraternidad en Church Square, Pretoria. Van Oreth era de Egoli (Ciudad del oro), hoy Johannesburgo, y su acción tuvo como objeto llamar la atención de las autoridades por el comercio ilegal de oro y la trata de blancas que tenía lugar en el puerto de Vredenburg-Saldanha. Con esos dineros se financiaba el militarismo creciente y la guerra que entonces desangraba al país. Anna Van Oreth se suicidó haciendo explotar varias cargas de dinamita cosidas a su falda. Hoy una pequeña placa en Church Square recuerda a la dinamitera con la leyenda: "Por la paz". En sus memorias, Alfred Nobel le rinde tributo.Otra de las ancianas que se hizo volar por entero fue Mèlitova Ajmárina, anciana estonia de 86 que llevó a cabo su cometido en disidencia con el "gobierno-títere" de su país ante las exigencias y restricciones que imponían a la población los representantes del gobierno sueco en Tallinn, la capital de Estonia. Mèlitova se estrelló contra la sede parlamentaria de la ciudad de Pärnu en un accidente que costó la vida de 4 personas. Al igual que Anna Van Oreth, la octogenaria también empleó dinamita, pero Nobel -probablemente por desconocimiento, no por desinterés- nunca la consignó en sus memorias. En Pärnu, la "ciudad amable" de Estonia, una de sus principales avenidas hoy lleva su nombre.La actividad de las abuelas-bomba casi no ha sido tenido en cuenta por sus semejantes, a no ser por las volátiles crónicas policiales de la época. Y aún, pese a ello, pronto han pasado al olvido. Incluso en sus respectivos países de acción ¿Por qué? Acaso por lo avanzado de su edad, quizá por prejuicio, ignorancia, o tal vez porque muchos consideran que inmolarse a una determinada altura de la vida no es tanto un hecho heroico o de entrega, sino un acto de lisa y pura senilidad. Nada más erróneo ni tendencioso. En Tirana, capital de Albania, Zelma Tolek, con 96 años, se convirtió en antorcha humana frente a un nutrido grupo de turistas japoneses en abril del 94 para protestar contra los últimos resabios del sistema comunista en su país. Zelma se roció con fueloil en la bella plaza Skandenber y al sofocado grito de "Albania libre" se prendió fuego abrazada al monolito fundacional de Tirana. Tardó en consumirse por el combustible empleado, pero en la ciudad de Vöre, en el distrito central del país, de donde Zelma Torek era oriunda, hoy su ejemplo es recordado a cien metros de la Torre del Reloj con una leyenda que reza: "Z.T., al calor de la libertad". Sus últimas contorsiones fueron captadas por las Minolta de los turistas japoneses.No son los únicos casos conocidos. Una gran variedad de viejas-bomba, en lugar de tejer mañanitas o de adormilarse frente a la televisión, ha optado por entregarse a la causa autoexplosiva con total esmero y dedicación. Muchas, por la edad, han fallado a último momento. Eso es sabido. O han demorado el trámite o se les ha confundido el color de los cables o, es comprensible, por el temblor no han podido activar el detonante. Cosas de la edad. En nuestro país, por cierto, casi no hay antecedentes. Casi, porque si uno rasca un poco enseguida llega la duda: ¿no hubo un jubilado allá por los noventa que protestó por sus condiciones de vida ahorcándose a la vista de todos? ¿En una plaza? ¿Y fue uno o más de uno? La memoria falla cuando se aplica a la tercera edad. De todos modos, nadie o muy pocos los recuerdan. Son casos aislados. Senilidad, por supuesto. Es lo que pasa con los más viejos. Como sea, dicen que la vocación bomba en el sector pasivo de nuestro país está cayendo en desuso. Mejor. Nadie quiere eso para los abuelos. Para peor, Pami jamás llegaría a cubrir los gastos.

Fenomenito

Dieciséis años después de su muerte, la obra del cubano Reinaldo Arenas continúa creciendo en prestigio. Recientemente, el director cinematográfico Manuel Zayas realizó "Seres extravagantes", un documental sobre la vida del escritor tomando como eje del film la voz del propio Arenas. "Mi nombre es Reinaldo Arenas. La primera novela que yo escribí se llama Celestino antes del alba..." Así comienza esta biografía fílmica del creador de El mundo alucinante, Antes que anochezca, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar, El color del verano, El portero, acaso su obra menos conocida, y otras. Hay aspectos difundidos de la vida del escritor que la película retoma con el agregado de nuevos testimonios, como cuando tuvo que huir de Cuba como un "marielito" o cuando fue encarcelado por el régimen castrista en "El Morro" por sus ilícitas "actividades inmorales y contrarrevolucionarias" . En el documental lo recuerda su tío, Carlos Fuentes, homónimo del hollywoodense aunque campesino él, un hombre sencillo que frente a cámara admite que su sobrino "siempre tuvo inclinación sexual distinta". Fuentes señala también que "Reinaldo ya de chiquito tenía la costumbre de escribir en los árboles, ésa era una manía en él" (muestra un árbol, pero desde la lectura se pueden ver todavía las marcas en Celestino antes del alba, también las hachas en abismo tumbando esos mismos árboles), aunque su gran búsqueda fue la de su padre. "Un hombre apuesto, alto, trigueño", a quien Reinaldo sólo vio una vez en su vida y a quien finalmente localizan en la película. La madre del escritor, Oneida Fuentes, brinda por cierto un testimonio tan sincero como parcial al confesar: "Yo nunca lo comprendí a él ni él logró comprenderme a mí", y añade: "En la familia no hay nadie que haya leído sus libros, no les gustan sus libros, no es lo que ellos esperaban que escribiera". Según la mujer su hijo llevó una vida muy amargada y "no fue capaz de entender la revolución, que lo ayudó mucho". La ayuda que le brindó la revolución fue encarcelarlo por su orientación sexual, instándolo a "reeducarse moralmente" y obligándolo a convertirse, como ha dicho Arenas en más de una oportunidad, en "una no persona".El documental nos recuerda la inicial adhesión del novelista a la causa revolucionaria y su casi inmediato desengaño. Reproduce en este sentido un discurso de Castro en el que habla de "cierto fenomenito extraño que se está dando en La Habana, sus protagonistas son elementos que atentan contra la obra del pueblo ya que hacen ostentación de sus desvergüenzas y son seres extravagantes...Que no digan luego que no estaban advertidos". La amonestación en tono de amenaza le sirve a Zayas para titular el film. Algunos de estos "extravagantes" participan en la película, como los escritores Antón Arrufat y Delfín Prats. Una intervención final de Prats, señala: "Para Oneida, la madre de Reinaldo, fue más duro leer su autobiografía que recibir la noticia de su muerte". En Antes que anochezca, por cierto, mejor que las anécdotas se leen el dolor filial y la segregación sexual que Arenas padeció toda su vida. Lo más significativo es que ambas cicatrices responden a una misma herida.Cuando Arenas fue expulsado de Cuba llegó a Miami. El régimen se liberaba de un grueso contingente de indeseables. Sus vínculos, sin embargo, estaban en Caracas. Por ese entonces La editorial Monte Avila, orientada por Juan Liscano, le publicaba alguno de sus textos, entre ellos el muy transparente y anárquico Celestino antes del alba. El sello también le brindaba ayuda económica. Arenas escribía febrilmente, en una letra caótica y desmembrada. En una de sus tantas cartas (hoy conservadas y fechadas en Princeton), dice: "Son tantas mis furias, que a veces se me vuelven en contra, son tantas mis furias que tengo que desplegarlas". El ímpetu para la bronca fue otro de sus acompañantes. Con sus inclinaciones sexuales el progresismo moralizante hizo una leyenda: la palabra políticamente correcta con la que lo designo fue "promiscuo". De Miami, Arenas fue a Nueva York, donde terminó sus días, suicidándose en 1990. En El portero retrata a modo de fábula sus sentimientos y rechazos hacia la gran ciudad. Algunos de los habitantes de ese edificio donde Juan, el cubano exiliado, hace de portero, sintetizan sus rechazos: cafiolos impotentes, seudo científicos, propagandistas marxistas desde las comodidades del capitalismo, etc. La fábula -suerte de revolución en la granja-, la encarnan los animales. Son las mascotas las que llevan la voz contante de la novela. Hay sin embargo una obra en la que Reinaldo Arenas depositó enorme intensidad y ternura, Arturo, la estrella más brillante (Montesinos) nouvelle prácticamente no distribuida en nuestro país en la que desde los elefantes regios a los que apela en sus primeros movimientos hasta las últimas imágenes, traza la parábola de la escritura y el lenguaje trópico para ahuyentar los temores y encierros en una prisión que convierte la promiscuidad sexual en cláusula liberadora. Es uno de los libros más bellos de Arenas, uno de los más sentidos de este "fenomenito" que brilló y pasó fugazmente entre nosotros. Había nacido en Holguín, Cuba, en 1943.

La memoria nos vuelve pasión

Las cosas verdaderas no se suelen recordar hasta que han pasado varios años. "Transcurren varias décadas hasta que pasamos por una habitación a oscuras donde alguien murió, y entonces oímos el sonido del mar, las palabras de antaño". ¿Cuánto ha pasado desde que el capitán se marchó de ese coto de caza y castillo en Hungría, al pie de los Cárpatos, para volver a oír las palabras de antaño? Relativamente poco para la reacción del recuerdo del general, su ex amigo: cuarenta y un años y cuarenta y tres días. ¿Y qué los reúne después de ese espacio de tiempo? El sesgado recuerdo de una mujer, Krisztina, y el nunca emancipado enigma de una traición amorosa atravesado por un crimen que jamás se cometió.
Dos hombres -el general en su castillo, el capitán que regresa del extremo Oriente a ese castillo- se reencuentran en el escenario verbal de lo que fue un vínculo amoroso, Krisztina, para evocar palabras y las claves de una relación en sombras. El engaño y la duda lo mueven al general; el desarraigo y la convicción, en cambio, animan al capitán para volver a esa escena de caza que en mil ochocientos noventa y nueve no se produjo. ¿Quién debía matar a quién por amor? El capitán al general. Pero la presa siguió viva y ahora, cazador y presunta víctima engañada, se vuelven a encontrar en un duelo de confesiones cuya recompensa es existencial. Krisztina ya ha muerto y los dos hombres, en este último encuentro, libran la batalla coloquial de un instinto, un secreto, y, por cierto, ninguna posesión. ¿Hace falta? Más que Krisztina, el sentido último de sus vidas cobra relieve gracias a nombrarla en términos de una pasión. O de un fervor de memoriosos. Ese fervor puede ser un nombre femenino, un amor casi olvidado, o un instinto último y decisivo para la sobrevivencia. "No conocías esa extraña pasión, la más secreta de todas las pasiones de la vida de un hombre, la que se esconde más allá de los papeles, disfraces y enseñanzas en los nervios de cada hombre, en lo más recóndito, como se esconde el fuego eterno en las profundidades de la tierra. Es la pasión por matar. Somos humanos, para nosotros es ley de vida el matar. No podemos evitarlo...Matamos para defender, matamos para conseguir, matamos para vengarnos...¿Te ríes? ¿Te ríes con desprecio?...¿Te has convertido en un artista y se han refinado en tu alma todos estos instintos bajos y brutales?...¿Crees que nunca has matado a ningún ser vivo? No estés tan seguro (...)"
Cuarenta y un años y cuarenta y tres días atrás, quien habla, el general, estuvo bajo la mira del arma del capitán, amante de Krisztina, mujer del general. Por qué no disparó es parte del enigma que acucia al hombre para reunirse en una última cena con su ex amigo y rival. La otra parte del enigma, el secreto que se devela en los últimos tramos de la novela, es la misma evidencia del secreto: de haberse producido el disparo, no hubiera existido tal pasión. ¿Pero qué es lo que anima a toda pasión? Antes que nada, lo no formulado, el misterio. No una mujer o un hombre, no Krisztina en este caso, ni siquiera una voluntad o una convicción: el deseo, ese misterio irrefrenable, es lo que finalmente nos mantiene vivos, en estado de alerta y espera. Como en la ceremonia de una "cacería a la aguada", los rivales se han estado esperando y acechando durante más de cuarenta años para emboscarse en la ronda final de diálogos que estructuran la historia. El final provoca en el mundo concreto de ese castillo en decadencia al pie de los Cárpatos un único e imperceptible movimiento: volver un cuadro a su lugar. El general da la orden. Nini, la nodriza, obedece. "Ya no tiene ninguna importancia", dice el general. No hace falta saber de quién es ese cuadro.
Sándor Márai (1900-1989) nació en Kassa (ex Hungría, hoy Eslovaquia) y murió en San Diego, en los Estados Unidos. Vivió un tiempo breve en Alemania y Francia y en 1948, con la llegada del comunismo a su país, se radicó definitivamente en los Estados Unidos. Su obra estuvo prohibida en Hungría durante décadas. Eso hasta que a un sello editor italiano, Adelphi, casi cincuenta años después se le ocurre volver a colgar un cuadro en su lugar: fin del secreto, aunque póstumo. En Italia El último encuentro trepó a las listas de más vendidos y Márai fue reconsiderado mundialmente. Si la busca de la verdad es la causa eficiente de esta historia, mucho más lo es el pacto con el lenguaje, que hace que estos dos hombres se despidan con un apretón de manos después de haber dirimido palabras, frases, conceptos y vacíos de información acerca de un crucial instante en sus vidas. En la obra de Márai, los sucesos desconcertantes del pasado son motivo para que la memoria, principio y final, ejerza su tracción existencial. Sólo así se dimensiona, recuperando. Como si el presente fuera, antes que otra cosa, un eterno espacio sin olvido. Es aquí, sólo aquí, donde el pasado se dirime y se torna expresión. Pueden ser nimios esos sucesos, pero trascienden y se acrecientan en la estación del demorado reencuentro final. Algo similar ocurre en La herencia de Eszter y en La mujer justa. No son los triángulos amorosos del húngaro planteos emocionales sino, en todo caso, esquemas argumentales propicios para que diferentes versiones confronten. Nada más. En El último encuentro no demasiado ocurre después de la confrontación. O sí: el misterio de una pasión se ha consumido, como una señal, como un gesto mínimo sobre la frente del anciano. Ya no queda pasado, difícil proseguir.
La precisión es la riqueza idiomática de Márai, exquisitamente contenido y perturbador, probando, como buen narrador, que puede herir y revelar con lo justo, sin esfuerzos estilísticos, descubriendo los pormenores que entraman y dan sentido a una historia. "El lenguaje peculiar y simbólico de la vida nos habla de mil maneras distintas, todo sucede para llamar nuestra atención, lo único que falta es comprender cada señal y cada imagen", dice el general. Márai lo hace, es un descifrador avezado. Aunque se imponga la tarea con cierto énfasis grave, de afectación.