viernes, diciembre 19, 2008

Todas las mañanas somos Gregorio Samsa

Por Luis Chitarroni

Una de las pocas cosas que hoy podemos saber de la novela es que nos deben gustar en contra de las comodidades predominantes. No es el caso de hablar de los buenos servicios de relatos más aptos técnicamente –como los que ofrecen el cine o la televisión-, sino de los medios y recursos que la novela debe plantearse para competir con otras, a sabiendas de esta desventaja. Y encuentro la ocasión para hablar de una cuya planteo, estructura y desarrollo escapa por completo de las habituales, de una novela –La cisura de Rolando- que es toda una singularidad. La escribió un amigo, y la suerte no termina ahí: un amigo cuyos libros admiro. Y los admiro por eso, porque son distintos. Éste es muy distinto del anterior, que no sé si tuvieron la suerte de leer. Cultura exploraba la vida de un escritor en la atmósfera –o la órbita- impuesta por los ejercicios de sumisión de un organismo oficial. Distinto, muy distinto, porque si bien el anterior jugaba con la sátira hasta desmentir cualquier sospecha de situarlo en el ámbito que imponía el título, éste encapsula la cultura en su interior y no nos deja quietos hasta el punto final (que además es la licencia de un paréntesis).
Se trata finalmente de un mundo donde la cultura ha triunfado hasta el punto de imponer como apotegmas sus interpretaciones. Narrada por un individuo , quedo, afectado de una enfermedad que compromete cualquier posibilidad expresiva, podemos afirmar al menos que la elección del punto de vista y la perspectiva no podrían ser más satisfactorias. Tiene que moverse en un tablero de certidumbres insospechadas, debe darlas por ciertas a riesgo de recuperar esa escafandra que nos protege cuando la espontaneidad insufrible de la realidad nos deja a menudo con un desaliento parecido al de Gregor Samsa cuando a dormir se acostaba. Ya se sabe que es raro que el último pensamiento nocturno coincida con el del despertar, a menos que el insomnio munificiente nos provea de esa continuidad circular, aterradora. Lo que se ignora a menudo –o a menudo voluntariamente se ignora- es que despertar comporta un riesgo superlativo. Todas las mañanas amanecemos abovedados y entomológicos, con unas patitas delgadas que no nos instruyeron para qué sirven. Todas las mañanas despertamos siendo Gregorio Samsa.
Gabriel Báñez averiguó (y este descubrimiento merece un laurel científico) cuál es el método o la terapia aseguradora de que la ficción no siga su curso, de que el desarrollo subsecuente no cumpla con los requisitos de final de la vida consignados en “La metamorfosis” para que se nos elimine como élitros anecdóticos de un ayer abolido por la salida del sol. El protagonista de Rolando no es el narrador autónomo –o más o menos autónomo- que conocemos en la primera parte, sino alguien que tarda en sernos presentado y que es, como personaje, una de las creaciones más extraordinarias y perfectas de la narrativa local, argentina. El doctor Moran. Y lo es porque su terapia ha cambiado los términos con los que cada uno de nosotros, mortales autosuficientes dispuestos a olvidar en aras de la rutina las leyes indescifrables de la vida diurna, definíamos para consuelo o remordimiento posterior, cada uno de nuestros actos. Mediante un sistema misterioso, el doctor Moran pudo restablecer una especie de semántica inmanente, de acuerdo con la cual aceptamos –o nos negamos a aceptar- una armonía preestablecida.
Las semejanzas entre Moran y Leibniz merecerán sin duda una pesquisa académica que me excede, pero las que lo autorizan a protagonizar la segunda parte del libro alcanzan para esta ocasión. Moran es Lacaniano peronista. Así, sin medias tintas. Entre dos pronunciamientos de esos líderes de opinión tan vigentes (por lo menos para la vida social y cultural argentina) se extienden los límites de la existencia de Rolando. Entre dos proclamas estentóreas que canturreamos como respuestas ante lo absurdo, lo inverosímil o lo injusto: “La realidad está estructurada como una ficción” y “la única verdad es la realidad”. ¿Cómo saber, a esta altura de los acontecimientos, a quién corresponde cuál de estas consignas, de estos alardes? El propio Moran hace caso omiso, con una suficiencia pletórica que no es siquiera el eco de esa nimiedad atributiva, resultado sin duda de un desgaste nominal consecuente.
Con una modestia ajena por torpeza a esa elocuencia del pronombre “yo”, La cisura… cuenta “La metamorfosis” en un código dispuesto incluso a admitir un hechizo popular –público, mejor dicho- insignificante para quienes nos tomamos el recaudo de menospreciarlo: El código Da Vinci.
Antes y después de leer La cisura…Moran permanece por encima de cualquiera de las prevenciones dictadas por “la cultura”. Puede desintegrar con un sátori terapéutico las aspiraciones pequeñoburguesas de querer rehacer nuestras vidas y las omnipotentes de creer mejorarla. Reina el lenguaje, vale decir la cultura, vale decir el eufemismo, y entre las posibilidades que exige , la posibilidad de desobedecer pone en situación de accidente no nuestra vida (una de tantas) sino la vicisitud de exponerla como relato ingenuo, supeditado a esa ambigüedad oligofrénica que “nuestras propias palabras” adhieren a una lealtad sin progreso.
Rolando es el héroe del único relato que sobrevive después de las exequias miserables de Gregorio Samsa porque se anima a no dejarlo morir en esa confusión cotidiana y le permite despertarse como siempre, reanudar el día. Caminar unas cuadras en pos del consultorio. Apreciar los beneficios de la terapia. Admitir su condición a partir de un cadete de delivery literariamente necesario –Thomas Pynchon-, comer una porción de pizza con aceitunas y morir de verdad en una realidad atenuada –exacerbada- por todas las trampas del lenguaje.

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