jueves, junio 01, 2006

Algo no alcanzó a salir en la foto

En el encuadre somos cuatro sonrisas al frente y la basílica por detrás, partes desnudas de árboles, gente al fono, un nublado. No sabía que vivía esta foto, no la recordaba. Uno nunca puede saber las cosas que existen, son tantas. Pero ahí estábamos y ahí seguimos estando, los cuatro: él, yo, mi madre y mi padre. Tenemos un gesto fotogénico, hace familia y frío. Más de treinta años. La escena existió, se hizo para este blanco y negro, para esta mirada de treinta años después. Nos tengo en la mano. Muevo la foto y todos nos movemos, estamos unidos en la rigidez. Ahora seguimos unidos en el recuerdo que nos conoce. Estas cosas las entiendo, seguro. Hace frío en el papel brillante, tenemos sobretodos y Jorge tiene una bufanda verde, y lo que antes se llamaba un paletó, cruzado, hasta un poco más arriba de las rodillas. Por sobre mi cabeza sube la curva final de la cúpula y un poco más arriba debe estar la cruz. Veo esa curva, pero en la foto no existe, la basílica es de líneas rectas. Será que uno se empecina en las cosas que no son. Lo pienso ahora, con la foto en la mano. Pero sigo sin entender, son tantas las cosas que existen por arriba de la mirada de uno. La felicidad nunca pudo hacer feliz a nadie, ¿no, Jorge? Eso le hubiera dicho. Pero no pude, llegué tarde. Siempre estamos tarde de todas las cosas, del mismo mundo estamos tarde. Como cuando descubrí esta foto que no sabía que existía. Es raro, yo la descubrí y él se suicidaba al otro día. Me dijeron que se sentó en un banco de la plaza central de la ciudad y que se mandó un tiro en la cabeza. Un tirito tendrían que haber dicho, pero el diminutivo lo pusieron al final: Fue a la nochecita. Así dijeron. Yo pensé: Por eso lloraba. Es que en el momento en que descubrí la foto me puse a llorar. Un llanto tranquilo, suave, como si una memoria se pusiera a llorar.
Ahora me empecino con la foto: la muevo, nos movemos; la giro y giramos. Pero el llanto no aparece. Tendría que venir esa apariencia. ¿Llovió aquella mañana en la foto? No me acuerdo. Las personas somos como las moscas: hoy estamos y mañana también. Pero no las mismas, otras. Lo que pasa es que las moscas vivimos tan poco. Nos tengo en la mano y nos pongo cabeza abajo. Las baldosas que rodean la basílica son el cielo. Nada sirve la pena. ¿Por qué fui a buscar esta foto y él se mataba al otro día? Marlene cree que puedo adelantarme a los hechos. A lo mejor. Pero no es adelantarse a los hechos, es quedarse quieto y dejar que los hechos vengan a uno. Los hechos: una foto, un gesto, un sonido, una sensación, un color, una silla, a la nochecita. Las cosas que están más cerca son sobrenaturales. Esto hay que entenderlo. Ahora lo miro cabeza abajo y me doy cuenta. Está mirando rápido a la cámara, es una sonrisa de arcada, un pudor justo en el clic. Siempre estaba apurado. Nos veíamos cada seis o siete meses, por oírnos, por buscarnos. Creo que así sabíamos que estábamos vivos. Tomábamos una ginebra y nos acordábamos de nosotros. Nos traíamos del barrio, de la infancia. ¿Te acordás? Siempre la misma pregunta. ¿Te acordás? Nos traíamos pero era para volvernos. Nunca más aquella ignorancia. Él me miraba desde el fondo del vaso y me mentía. Yo también. Nos contábamos mentiras para poder charlar un rato. Después se iba rápido, como con vergüenza, pero la vergüenza era mía: me sentía prófugo. Una tarde me lo dijo. Con esas palabras. Yo le puse más palabras, para calmarlo. Es ridículo largar palabras. A él no le sobraban y se suicidó. Tenía unas pocas que yo recuerde. Pero no las voy a decir, son sagradas, las mató él. Fue un crimen a la nochecita, los suicidas tienen esas burlas.
La foto crece. A la basílica le salieron dos torres: en cada una hay un reloj. Son las tres y cuarto de la tarde. En punto. Es la hora que nos pusimos para mirarnos. Los dos relojes tienen la misma devota exactitud. Es un milagro del tiempo. ¿A qué habíamos ido a la basílica? A agradecer. No es una ironía decir que la Virgen logró un milagro, que pudo concretar un milagro, que efectivizó un milagro. Los lugares comunes son objeto de culto. En las calles y en las palabras hay santeros, olores, gritos y el venerable escándalo de la fe. La capilla de Jorge era la militancia política. El biombo. La jerga le subía a los labios cuando menos lo pensaba. La jerga era para no pensar, para no estar triste. A mí no me engañaba: pensaba no y decía sí. Digo pensar: una palabra de fe. El pensamiento es ese altarcito. La religión política no basta. ¿Te acordás, Jorge? Toda la vida te esforzaste por ser ateo. No se puede, uno ve la foto y cree. Yo mismo, escucho a Marlene y creo. No hay salida con la fe. Tantos años de amistad y un solo comprobante: esta fotito de mierda, estos cuatro de mierda casi abrazados.
A veces me pregunto cómo será la vida desde otro cuerpo, si será la misma vida. Un poco más arriba de los relojes la foto termina. Hay aire. Pero yo veo dos agujas que tienen que existir, es forzoso que existan. Un poco más atrás de la foto ya estábamos en este momento. Si vuelco la foto el encuadre persiste, pero todos nos acostamos. Marlene es intelecto puro y odia las fotos. No tiene ninguna de cuando era más Marlene. Marlene: repito el nombre y se diluye, se va perdiendo. Los nombres hacen a las personas: las personas se van acostumbrando a sus raíces y desinencias, al significado arbitrario de cada letra y sonido. Hay nombres que terminan agotando a sus portadores. La cama es la letra de Marlene.
Con la mirada es al revés: se cansa pero no termina. Cuanto más mira más está. La mirada es un fervor. Y el fervor es lo que hace verdaderas a las cosas. Vos lo decís siempre, Marlene. Los cuatro que somos en la foto me miran en la emulsión. Yo mismo me miro desde el tiempo. El espacio se disuelve, no es necesario bajar los párpados.
Fue así: estás casi doblado, en el banco. Al lado hay un bolso azul. En el bolso veo cosas para la mirada de los demás: un jaboncito de hotel, una toalla rosa con una línea de pespunte rojo, un peine marrón, un revólver 22 corto. Lo que no veo es la bufanda verde, parecida a la que tenías hace treinta años atrás en la foto. Es raro, tiene que estar. También hay balas sueltas, balitas para pasar la noche, y un documento. La desesperación hace migas, pero si te pasaran un aviso dirían que es un kit de supervivencia. No te rías. Ahora viene cuando te apuntás la bala. No hay ensayo. El banco no tiene respaldo. El bolso va al suelo. Sí, es un tirito. No sé de qué te reís treinta años después.
La foto es un pudor. Tengo que agregar algunas palomas en la toma, dos o tres, picoteando por el piso. Las palomas son una prueba de fe turística. Los lugares importantes se hacen así. No es ciega la fe, son ojos que siempre creen. Pero hay algo más. Algunos hablan de intuición, otros de conciencia. Yo no: el aire de ese encuadre aparece por milagro. Y un temblor. Antes de que las cosas sean siempre hay un temblor de las cosas.
Ese temblor fue un viernes. Me cuesta explicarlo, fue tan natural. Me veo sentado, revolviendo compulsivamente en el viejo cofre de madera tallada. Ese no era yo, pero estaba ahí, en el borde, las manos rápidas entre papeles y alhajas familiares. La familia: Marlene, la madre de Marlene, la abuela de Marlene. El culto de la sangre pervive siempre en un broche, un camafeo, tres o cuatro perlas de un collar que vino de Bélgica y que se guarda para olvidar en un cofre. La familia es una vagina que no se rinde. No hay nada más peligroso que una familia. Prendedores, la memoria siempre estalla en prendedores.
Así me pasó a mí, esa noche, en la superficie de la cómoda, junto al cofre de madera tallada. Fue algo que me llamó a encontrar la foto, no sé qué, y en seguida esa sensación de apartarme. Me corrí, me parece, y guardé la foto. Era que quería salirme de aquella vez. Fui a la cama, Marlene dormía. Miré el reloj: doce menos veinte. Entonces empezó a llorarme la memoria sin ninguna explicación, por cuenta de ella, y yo empecé a ver, justo al lado del cofre, la figura de una familia que no se rendía. Intenté darme vuelta, pero no pude. Allí estaba, un espacio transparente buscando siluetas. No era un sueño, había eso junto a la cómoda y al cofre. Estaba de pie en un contorno. El tiempo debe ser un calco, en simulcop, ¿te acordás?; así me calcaban, desde el simulcop que una vez yo había prestado y que alguien me había roto. Sentí parto, pero no miedo. Digo parto porque es una palabra que no tengo. La familia que no se rinde me miraba desde la claridad de aquellos días, quieta, como parada sobre una sonrisa. Sacudí a Marlene y la escena avanzó. Por un instante pude ver el adentro: lo que vi fue un suicidio con versión de criaturita. En ese momento Marlene tiró de las sábanas y murmuró algo que no alcanzó a salir en la foto. (En: Mano a mano: narradores argentinos y aragoneses. Zaragoza, Ayuntamiento de Zaragoza, 1997)

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