domingo, noviembre 05, 2006

La cisura de Rolando

Novela inédita (adelanto del capítulo 1)


"Se leer, pero no llego a ver el texto. Si tuviera los brazos un poco más largos, podría hacerlo. ¿No tendrá usted un chimpancé para que me ayude?".

Groucho Marx

1



Escribo porque no puedo hablar. A los 11 años me detectaron en el lóbulo anterior del cerebro una mancha apenas visible que me alteró el habla. De aquel momento recuerdo la voz del médico que mencionaba "una zona adyacente al área de Broca". Al lugar lo ubiqué después, por mis lecturas. En aquel momento escuché área de Broca y pensé en un barrio. Luego el médico habló de la materia gris con toda tranquilidad y dijo algo de una "cisura de rolando". Eso sí me impresionó. La voz me llegó con defectos de ortografía, pero unos meses después pude corregirla gracias a un libro de medicina de mi padre. Es una rara enfermedad, casi extraordinaria, que se manifiesta en unos pocos en todo el mundo. Yo soy uno de esos pocos. Progresivamente y en pocos meses se pierde el habla y con ello las habilidades fonéticas: es como si el cerebro enviara órdenes incompletas a los músculos que producen la voz. Uno no llega a articular palabras. Apenas se pueden alcanzar unos pocos sonidos guturales, muy finitos, como de chillidos de chimpancé. "Cisura de rolando", repitió el médico esa mañana en el hospital.
Mi madre se había tomado del borde de la camilla y sollozaba mirando hacia una ventana que daba a una casa de jardín extraño, con cemento en las áreas donde debería crecer el césped y pequeños senderos verdes que comunicaban con una gran plataforma gris a los costados. Una media docena de círculos con pedregullo se abrían en el cemento para dar lugar a troncos de árboles jóvenes sostenidos por tutores. Desde arriba, el jardín parecía un barco en un dique seco. Mi padre se frotaba la calva y sonreía con una mueca burlona. "Y qué se puede hacer", preguntó sin signos de interrogación, como entregado. El médico dijo un par de frases que no llegué a entender y luego se quedaron hablando a solas, en un rincón. Enseguida mi madre me señaló la puerta y nos marchamos. Mientras aguardábamos a mi padre en el pasillo, ella me emprolijaba los mechones de pelo y no dejaba de acomodarme el gabán azul a la altura de los hombros. Creo que en esa época a los gabanes se les decía paletó. Cuando salió mi padre, hizo un gesto con la cabeza y caminamos hasta el fondo del corredor. Bajamos los dos pisos de la clínica en silencio. Yo hubiera preferido el ascensor. En la vereda, él comentó algo relacionado con la sabiduría y el silencio. Pero le salió en forma de chiste. Mi madre no dejaba de llorar y de frotarme el remolino de la cabeza. Por aquel entonces yo tenía miedo de quedarme calvo.
El consultorio del médico estaba en un segundo piso y al salir a la calle, casi sin querer, reconocí la ventana desde donde había visto el extraño jardín. Pero al jardín no se lo veía: daba a los fondos de una vivienda que tampoco alcancé a ubicar. Durante el viaje de regreso a casa, ninguno de los dos dijo nada. Ese mediodía almorzamos en silencio, hasta que al final de la comida mi padre arrojó un plato contra la pared y mi madre me arrastró hasta el dormitorio. Luego hubo una gran pelea que escuché con el oído pegado a la puerta. Es raro, tengo un oído poderoso y puedo escuchar conversaciones a gran distancia, aún en medio del tránsito y las bocinas. Pero cuando me pongo nervioso llegan los acúfenos y es como si se me deslizara nieve por los tímpanos. Mi madre me ha dicho que su madre los tenía y que ella también. También me ha dicho que tengo que acostumbrarme y aprender a ignorarlos, a pensar en cosas lindas, porque ella ha sabido de gente que terminó suicidándose por los acúfenos. Hay gente que los siente como taladros eléctricos o como silbidos interminables, con agudos en muchas escalas, y hay quienes los padecen como grillos, pájaros, tambores largos o amoladoras contra el metal. Hay muchas clases de acúfenos. Yo siento nieve bajando por los oídos. Será por eso que la detesto, aunque nunca la vi ni la toqué. Mi madre pronuncia acúfenos, como palabra esdrújula, pero hay gente que se contenta diciendo acufenos, sin acento.
Yo le doy importancia a esas cosas: las comas, los acentos o los puntos pueden hacer una gran diferencia. Las comillas también. En el cuaderno de notas repaso cada frase que escribo, luego corrijo. Prefiero el cuaderno al idioma de las señas. La mímica de los sordomudos me repugna. Hace años hice una lista con las cosas que me repugnaban, pero después me di cuenta de que lo que había hecho era una tabla de resentidos, con varias escalas según la falla. La anoto en presente porque creo que sigue teniendo importancia: el primer lugar es para los rengos, no hay nada más resentido que un rengo. Son irrecuperables. Después están los petisos, que tapan el resentimiento con prepotencia y soberbia. Siguen los sordos, que tienen un resentimiento disimulado en el mal humor, y después vienen los sordomudos, un poco menos resentidos porque el resentimiento lo disimulan entre varios. Si uno les presta atención va a notar que los sordomudos casi siempre andan en grupo, por eso parecen más sociables. Pero no. Hay que saber desconfiar. Los resentidos del quinto lugar son los paraliticos, que se hacen los amables pero son controladores y dominantes, de lo peor. Los ciegos vienen después. Son cálidos y babosos, pero siempre traicioneros. Un baboso que no ve es doblemente baboso. A los mancos de nacimiento nunca los anoté porque es una variedad rara, pero yo conocí a uno con el brazo esmirriado y reseco que era puro rencor. Robertito se llamaba, aunque al diminutivo se lo pusimos por temor. El temor se vale de los diminutivos. La escala de resentidos funciona si no hay lástima, si hay lástima se viene abajo. No sirve. En los cuadernos yo anoto estas cosas para no tenerme lástima. En los mudos solos me anoté yo: Rolando puse y nada más. Algunos cuadernos son más importantes que otros.
El primero que recuerdo no era mío, lo traía a casa la Chica Avón, con las fotos de los productos que había que encargar y el precio por debajo. La Chica Avón venía una vez por mes y mi madre la esperaba siempre arreglada, con el pelo firme por los ruleros de la noche anterior. A la mañana se lo retocaba con spray. Se sentaban en el recibidor y conversaban y reían. Mi madre hojeaba la revista y yo permanecía de pie, espiando detrás del contramarco del dormitorio las piernas electrificadas de la Chica Avón. Esperaba el momento en que las cruzara o las descruzara, el roce de sus medias producía unos segundos de estática. Hace poco leí que la costumbre de cruzar las piernas es una costumbre de las mujeres árabes, en ese entonces no sabía. Tampoco sabía que existían los amperímetros. Mi madre entonces se levantaba y me tironeaba de los pelos, la Chica Avón reía con unos ojos brillantes y renegridos mientras me despedía con un beso en el aire. A la noche yo soñaba con ella. Después me llevaba el cuaderno Avón al baño, me encerraba, y me tocaba. La Chica Avón no estaba en el cuaderno, pero con las fotos de los perfumes y las cremas a mí me alcanzaba. Mi padre una vez me descubrió con el cuaderno Avón en el baño y algo debe haber imaginado porque se puso a reír a carcajadas mientras le comentaba a mi madre que era por la edad. "Lo hace por carácter transitivo", repetía entre risotadas. Después busqué transitivo en el diccionario, pero no lo encontré. Esa noche mi madre se sentó en el borde de la cama y me habló. No recuerdo qué me dijo, pero sí que era importante dormir con las manos afuera de las sábanas. Incluso en invierno.

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