martes, agosto 07, 2007

Espera la primavera, John Fante

Por Juan Terranova


Si hoy los lectores del español podemos acceder a la obra de John Fante, esto se debe a, en primer lugar, la insistencia con que Charles Bukowski lo citó como su referente ineludible y, en una segunda pero no menor instancia, al oído comercial de Jorge Herralde, mítico editor del sello catalán Anagrama. Bukowski y Fante fueron, de hecho, contemporáneos y afines en muchos sentidos. Uno murió en 1994, el otro en 1983, y ambos pasaron sus vidas en la Costa Oeste. Insistir en sus coincidencias es, entonces, ir con el viento. Por otra parte, la diferencia sustancial de sus mundos narrativos es menos frecuentada.
Si bien ambos contaron su propia existencia con o sin alter egos, narraron historias simples y potentes, y son paradigma de la fusión de vida y arte en la desgracia, mientras Bukowski había nacido en Alemania y fue rápidamente emigrado por sus padres a los Estados Unidos, Fante era hijo de italianos. En él, la religión católica persiste como una duda –¿existe Dios?– y es estigma de una minoría en una nación protestante. En Bukowski, todo se funde en un único rechazo capitalista que destroza a los que no quieren o no pueden integrarse. De allí que Fante narre los cimientos agrietados de un mundo en descomposición, mientras Bukowski vuelve una y otra vez a las escandalosas hilachas de la descomposición.
Italoamericano. Al oeste de Roma, compuesta por la novela breve Mi perro idiota y el cuento largo La orgía, es un claro ejemplo de esta diferencia. San Jenaro, el patrón de Nápoles, aparece, por caso, en las dos historias tanto o más que la ciudad eterna. En Mi perro idiota, Roma resuena en la cabeza de Henry Molise –al igual que Fante, un escritor y guionista con problemas de inserción– como una fantasía erótica lejana que no se extingue. El fracaso profesional es llevadero con la ayuda del gobierno: “(...) directores huraños y agresivos, actores de carácter impecablemente trajeados, todos avanzando en las tres colas entre ingenieros electrónicos, agricultores y científicos deseosos de contar que habían participado en el proyecto Apolo”. Pero la familia, parada en la bisagra generacional de los años 70, es algo que el protagonista no termina de entender. Por un lado, cambiaría a sus cuatro hijos por “un Porsche nuevo, incluso por un MG TC”; por otro, cuando finalmente abandonan la casa californiana de Point Dume, su vida se vuelve vacía y sólo la relación con un perro vagabundo bautizado Idiota parece fondearlo en el mundo. Lejos de los solitarios y ácidos borrachos de Bukowski o Carver, entonces, la familia disfuncional de Mi perro idiota está más cerca de los gregarios borrachines de Cheever.
Por su parte, La orgía es un crudo relato de iniciación. El narrador tiene diez años, su padre es albañil y trabaja con otro italiano que es ateo. Un día heredan una mina de oro. Su madre odia al ateo y la mina de oro resulta ser la excusa de algo mucho más complejo que la promesa de una vida mejor. Esta vez, Fante describe la clase trabajadora en forma directa, sin la sombra de la lucha de clases, y arma un fino retrato de los años 20 donde el trabajo manual era la sal de la vida y el revés de la trama incluía borracheras condimentadas con el despunte de alguna perversión menor. Y entre el hormigón y los ladrillos, el interlocutor es el Dios cristiano que pone pruebas y acepta desafíos. La practicidad residual católica aparece todo el tiempo: “Alguien habrá ahí arriba con ganas de echar una mano a vuestro padre”, dice el albañil cuando piden que recen por el oro.
Tetralogía. Si Bukowski tuvo a su Henry Chinaski, cartero, apostador y, por supuesto, guionista de cine, Fante confeccionó, en Arturo Bandini, su reflejo biográfico que había llegado a California desde los Abruzos y odiaba la nieve. La saga de sus novelas incluye Pregúntale al polvo, Camino a Los Angeles, Sueños de Bunker Hill y Espera la primavera, Bandini, un título con música italiana. En la Argentina, el platense Gabriel Bañez fue uno de los pocos escritores que entendieron a Bandini y en darse cuenta de que Fante no sólo resistía la traducción al español sino que se enriquecía con los equívocos del traslado, porque su esencia estaba en otra parte y no en los remilgos del lenguaje.
No sería difícil recorrer el rosario de los escritores y poetas de la Costa Oeste que recibieron su influencia y terminaron por aceptar el mote de “realismo sucio”. Pero ¿quién fue John Fante? ¿Por qué su obra merecería ser leída hoy? Su virtud principal fue la austeridad y la capacidad innegable para retratar la vitalidad de los marginados sin caer en miserabilismos excesivos. Un día se cuenta en una página. Un encuentro amoroso en dos. Una discusión, en media. No hay más información y no se necesita más. En junio de 1979, Bukowski escribió un sentido prólogo a Pregúntale al polvo. Ahí decía que Fante hacía que las palabras fluyeran y que, lejos de la tramposa prestidigitación de los que escriben sin tener nada que decir, mezclaba el humor y el sufrimiento con una sencillez soberbia. No se equivocaba.

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