miércoles, abril 08, 2009

Mejor decir las cosas en silencio

Texto de Juan Becerra para la presentación de La cisura en El Ateneo de La Plata

Lo único que tiene sentido es lo que no funciona, lo que falla, lo incompleto, lo que no se entiende. Es un principio bañeciano que sostiene una idea general sobre la literatura: la literatura es imperfección. Se hace con la imperfección y su horizonte –no importa dónde esté-, es lo imperfecto. La cisura de Rolando es la prueba de este principio. Pero aquí la falla es biológica. Hay una cisura en Rolando, una rotura de la perfección funcional (una abertura imperceptible que en los hechos se manifiesta como un abismo) a la que Gabriel Báñez le da u tratamiento artístico.
La habilidad del habla, una habilidad naturalizada por el hábito, se pierde de golpe mientras se va construyendo una habilidad mayor: la de la escritura, un artificio más refinado que el de hablar (hablar, habla cualquiera), un arte, que a si vez comienza a naturalizarse de un modo monstruosos. ¿Qué ocurriría si todos fuésemos mudos? Sencillamente, evolucionaríamos hacia un nuevo arte del sentido, un arte del silencio en el que todos los hombres del mundo serían escritores, por lo que el sentido no se daría por supuesto: habría que buscarlo.
Lo que ocurre con Rolando es que siente el silencio. Lo siente como un expresionismo luminoso pero incomunicable. El arte de la escritura se convierte en un arte de la introspección, una lectura de la profundidad personal y, al mismo tiempo, en una refutación del habla como instrumento del sentido.
Pero pasemos a las máquinas que fallan. En la máquina que falla, Gabriel retoma un tópico desdeñado de la literatura argentina: el de los inventos bizarros de Roberto Arlt, fórmulas impracticables, desechos mecánicos, en los que se apoya un sueño tristísimo de gloria: el que antecede (y lo antecede toda la vida) al batacazo, es decir al milagro como producto de la voluntad.
Pero de La cisura de Rolando no nos importan las relaciones entre las máquinas que fallan respecto de las máquinas que andan –no nos importan sus rendimientos, ni sus consumos ni prestaciones-, sino entre aquellas que lo hacen para los otros y estas otras lo que hacen para uno. Los inventos de Báñez son moralmente superiores a los de Arlt porque allí donde los últimos persiguen la gloria (y, ni qué decirlo, fracasan), los primeros son dispositivos románticos de supervivencia individual (y triunfan a medias).
Frente a la megalomanía del invento propio pensado para la posteridad, los recursos tecnológicos que utiliza Rolando ya han sido inventados. ¿Cuál es la gracia, entonces? ¿Hay muchas gracias? ¿No hay ninguna? Hay una sola: el tipo de uso. Porque así como reconoce las propiedades de esos recursos: amperímetros, antenas, radios, baterías, trasmisores de código Morse (un lenguaje sonoro que sin dudas emula el de una arritmia cardíaca), ese reconocimiento solo sirve para producir un malentendido, un desvío y una fuga hacia una zona de comprensión donde cada máquina fallida, colocada frase de la novela, solo tiene sentido por lo que, aún y sobre todo funciona mal, puede decirle a su usuario de sí mismo.
La cisura de Rolando es una novela, encantadora, acerca de dos esferas de sentido irreconciliables: el interior y el exterior, pero no del mundo sino del cuerpo, el único mundo en el que verdaderamente vivimos. Sus dos bloques son muy claros. Se trata de dos experiencias complementarias de escritura, una incursión y una excursión, dos mitades de una misma materia narrativa que libran una guerra íntima menos para decidir un dominio sobre la historia que una identidad sobre el narrador. Hay dos Rolandos: el que habla (el Rolando superado) y el que solamente escribe. ¿Son los herederos más bien melancólicos que, como vimos, terminaron formando un solo esquizofrénico?
La enfermedad de Rolando es un misterio que, mientras dura, es un arte virtual narrado en el tono de una comedia de aprendizaje. Si el vacío ontológico que consiste en vivir pierde el ruido-placebo del lenguaje hablado (si un accidente o una cisura destapa ese hueco) esa verdad se manifiesta como lo que es: un silencio mortal, una música de nada. Por lo tanto la cura, automática, insondable, es un falso regreso que Rolando experimenta como quien regresa de una guerra que ha perdido para preguntarse: ¿hablar? ¿Para qué?
Hay muchos grandes momentos en La cisura de Rolando, cuya división separa cada vez con mejor definición visual y verbal sus dos bloques narrativos en una primera parte artística –allí vemos el arte insuperable de escribir sin saber-, y en una segunda que se repliega o regresa hacia las vulgaridades del habla, lo que no necesita del arte para ser dicho sino de la decisión de decir. Elijamos uno: aquel en el que Rolando siente que puede haber algún progreso en él y que su rotura podría soldarse con el empleo más o menos sostenido de una voluntad. Entonces, intenta pronunciar su nombre. Aquí la transformación, contra las expectativas de un principio modesto de cura, no es la de un avance sino la de un retroceso brutal que va del lenguaje hablado (la palabra) a la interjección preverbal, es decir al hombre bestia: Rolando, Rolando, yeee…Más se quiere decir, menos se dice. Mejor decir las cosas en silencio.

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