martes, octubre 31, 2006

El gran marxista

Leer a Groucho Marx sigue siendo un placer del que se privan muchas casas de estudios y de enseñanza media. No puede ser de otra manera: ni el gag ni el absurdo o el disparate derivado del juego con el lenguaje entran en la currícula, en los módulos o -más modestamente-, en los programas. Y si entran, lo hacen por supuesto sin el autor. Es decir, de la mano de investigadores tan serios como canonizados y por la puerta de la solemnidad, a través de ensayos adustos que interpretan tal o cual enunciado en el marco de tal o cual modelo teórico. Las excepciones son rarísimas, o se dan por la vía del doble absurdo, como el de esa muchacha que analizaba la obra de Boris Vian a la luz de los ensayos del nonsense y de los planteos existenciales en la literatura francesa de posguerra, pero del autor nada. No había leído ni el Rompecorazones, ni La espuma de los días y ni un mísero poema. Es lógico: el humor no tiene planes de estudio porque, sencillamente, no se sabe qué hacer con él.
Groucho, más que un comediante, fue un adelantado a su tiempo. La clave para interpretarlo académicamente podría comenzar -ya que de él se trata-, por una irreverencia: la de su innato marxismo. "Quiero aclarar de entrada que no soy candidato a nada. Me gusta hablar claro. Esa campaña de Marx vicepresidente nunca contó con mi apoyo, ni ha llegado muy lejos". La burla política es la de un perdedor. En "Plumas de caballo" (Time, 31 de agosto de 1932), la inexacta biografía lo pinta así: "Si los miembros de administración de Princeton o de cualquier otra universidad en busca de decano se hubieran reunido el pasado mes para elegir a un nuevo director, con seguridad no habrían elegido a Groucho Marx. Le falta el estilo, el aspecto y la erudición que el puesto exige". Cierto, nunca dio el tipo. En "La filosofía marxista según Groucho" (Memorias de un amante sarnoso, Tusquets), una de las reediciones más cercanas junto con el ABC de Groucho, de Stefan Kanfer (Del Nuevo Extremo y RBA), el hombre, efectivamente, hace un repaso de sus postulados más serios: el no ser candidato a nada; la miserabilidad como arte divino (tan divino como la limpieza); la suerte como paradoja del éxito; el talento como una destreza de la ignorancia y la poligamia como un fin en sí mismo.
El modernismo retrasado de los tiempos le da a alguno de estos postulados una vigencia irreprochable, por ejemplo cuando cita a Schopenauer sin haberlo jamás leído. "No hay ni una sola palabra de verdad en la frase de Schopenauer, pero mencionarlo me da mucha más seguridad". En el último punto de su decálogo, sin embargo, se acerca peligrosamente a estos días. Allí se ocupa del cuerpo, punto central de su filosofía marxista. Y comienza por reconstruirlo en autopartes, como si se tratara de un vehículo de la industria de Detroit. De los dientes a los pies, del pecho a los brazos y de allí al pelo, la estética que propone su ideología es absolutamente actual. "Podría seguir enumerando indefinidamente los monstruosos errores de la naturaleza, pero tengo poco tiempo y, si mis lectores me examinan con honradez, podrán ver que me he quedado corto".
Aunque ha tenido y sigue teniendo un capital en sketches, el juego de las paradojas es el que más le gusta a este ideólogo, son tantas como inclasificables. Pero fue en la ironía donde jugó el mejor partido. Hablando de la cultura letrada, dijo muy sensatamente: "Fuera de los límites de la raza canina el mejor amigo del hombre es el libro; dentro de los límites del perro no hay suficiente luz para leer". El gag, el verdadero gag en Groucho, nace de su punto de vista. Jamás oteó desde un plano superior, siempre lo hizo desde abajo: el perfecto perdedor, el amante despechado y mal entrazado, el memorioso sin memoria o el artista sin ningún don. En sus cartas revela en profundidad esta perspectiva, poniendo al descubierto su verdadero sitio, el del artista de variedades eternamente ninguneado por productores. "Quieren que haga de clown, no los entiendo, me quieren sin máscara para que me presente ante el público y no haga nada, ¿puede alguien pagarme por lo que sencillamente soy?". Pero es en las cartas a los hermanos Warner donde se revela su mejor sentido del sin sentido, su humor como recurso ante la desesperación. En ellas no sólo y descarnadamente habla del dolor de ser un chiste caminando, sino de la condición del artista, siempre sometido a equívocos, constantemente perdidoso en un mundo material y nada transigente con la burla. Muy pocos interpretaron el arte de la entrevista, que Groucho estilizó como pocos; menos los dardos que sensiblemente le lanzaba a la industria. "Los Marx somos un grupo de desfachatados dispuestos a que nos utilicen, pero antes debemos firmar". Uno de sus tormentos, sin embargo, fue el lastre del humor: "Hay quienes imaginan que debo hacer reír de forma constante, no saben lo que supone acarrear con este chiste".
La obra de Groucho -sostenida tanto por Gummo, Harpo, Zeppo y Chico- debería leerse menos como una improvisación y bastante más como una teoría del arte contemporáneo: cruel, doloroso, perdedor, brillante y cercano siempre a ese mundo circense donde las máscaras son máscaras y no pretenden imponerse como un recurso actoral. Lo que escribía afloraba en sus gestos, nada de lecturas ni de subtextualizar. El dominio magistral de la escena fue su campo de atracción, el que lo hizo célebre; el otro, acaso el más intenso, anida en sus obras, en sus breves ensayos radiofónicos, en el tenor de algunos artículos y en el desorbitado enfoque de sus postulados. No es una ideología como para tomársela en pasatiempo. Es demasiado seria y profunda, nacida en tiempos de la gran depresión.
"Confío en que mi artículo estará lo suficientemente plagado de inexactitudes como para que lo publiques en tu pasquín".

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