lunes, octubre 30, 2006

La mano que mece la tumba

En pleno siglo XXI, como tantos otros revivals, retorna Drácula, la gran novela gótica del XIX. En España, además de un proyecto teatral y uno fílmico, La historiadora, la novela de Elizabeth Kostova, es suceso de ventas y traducciones. El libro cuenta la historia de Vlad III, y de la búsqueda de la tumba del viejo vampiro en la Europa del Este. Pero es más un argumento de búsqueda filial y amorosa que un encuentro con lo espeluznante. Muy poco es lo que se conoce de Bram Stoker, el creador del personaje que terminó preso de una sola obra, siendo que había escrito más de diez. Su Drácula no sólo empañó su vida sino también, y acaso, sus más oscuros temores.



De chico tenía dos superhéroes: Frankestein y Drácula, quizá porque mi viejo trabajaba aplicando inyecciones y haciendo transfusiones de sangre en el Patronato del Leproso. De aquella época me quedó la palabra Patronato, que ya no se usa. Luego, con los años, entendí que la clave de mis dos amores estaba en la literatura freudiana, porque con una sola pero crucial pregunta (“¿Dónde están las madres?”), Mary Shelley había creado en 1818, su obra más celebrada: “Frankestein o el moderno Prometeo”. Aunque tanto los orígenes como los afectos son siempre ilusorios, hay que decir que para Bram Stoker esa misma pregunta fue innecesaria: su madre resultaba una presencia tan sofocante como omnipresente. Es que todas las mañanas, tardes y noches la mujer permanecía al borde de su cama, leyéndole cuentos fantásticos y de terror para que el pequeño superara una larga convalecencia que lo mantuvo postrado hasta los 8 años. Tuvo 7 hijos la señora, pero se ensañó afectivamente con Abraham (“Bram”, la voz maternal), el tercero, al que no sólo sobreprotegía sino que además le evitaba todo contacto exterior. Curioso, porque ella era una feminista tan recalcitrante como enérgica. Pero tenía sus neurosis, que su tercer hijo se contagiara era la más conspicua. La mujer se llamaba Charlotte Thornley, y de ella dijo alguna vez Bram a un compañero del Trinity College, donde se graduó en Ciencias Matemáticas: “me dio la vida, todo su amor incondicional, pero también me extrajo la sangre”. Por las vías elementales del parentesco cosanguíneo, es razonable: una sola hay madre.
El creador de Drácula había nacido en un suburbio de Dublín, Clontarf, en 1847, pero no haría mundialmente célebre su ciudad como Joyce, sino que, al contrario, padecería hasta su muerte, en 1912, el estigma del anonimato, la miseria y las erróneas interpretaciones. El tiempo, sin embargo, le daría a su personaje un lugar preponderante en el gusto masivo de los lectores y espectadores modernos, exactamente al revés de lo ocurrido con Joyce, más prolijamente citado que leído. Stoker tenía 64 años y estaba enfermo de sífilis cuando dejó este mundo, pero la noticia de su muerte apenas si apareció en los obituarios de la época. Algo más bien lógico, una catástrofe mayor ocupaba las planas de los diarios: el hundimiento del Titanic.
Drácula no fue la única obra que escribió el matemático irlandés, ni acaso el gótico el género que mejor le cupo. En 1878, se casó con Florence Balcombe, con quien tuvo un hijo llamado Noel y una sola pero ferviente recomendación para la joven madre: “Que no se entere en demasía de tu excesivo amor”. El lastre de la sobreprotección que él mismo había padecido de niño tuvo una expresión en su obra: “el más dulce y pernicioso de los venenos”. Después de casado, en Londres, escribiría “La dama del sudario”, “El desfiladero de la serpiente”, “Miss Betty”, “La joya de las siete estrellas” y “La madriguera del gusano blanco”, de 1911, su última, más ignorada y quizá más significativa obra. Algunos historiadores señalan que la escribió bajo los efectos de los narcóticos, a los que el escritor se volcó en los últimos años de su vida, pero su argumento bien podría valer un cursillo de posgrado freudiano: en unas grutas cercanas a Gales, cavadas por antiguos romanos, habita una serpiente gigantesca que seduce, paraliza y domina a sus víctimas. Esta enorme serpiente tiene la extraña particularidad de convertirse a voluntad en “una mujer demasiado hermosa, voluptuosa e irresistible”. Algunos críticos la consideran superior a Drácula. Pero no más intensa. En la castración el hechicero de Viena tendría consuelo.
¿Qué tiene este personaje que ha captado el gusto de tantas generaciones? ¿Por qué se ha convertido en mito, resistiendo tanto el paso del tiempo como las limitaciones expresivas de los géneros artísticos? El tema del vampiro, como su atavismo con la sangre o los temores del colectivo inconsciente no parecen alcanzar para explicar tanta persistencia y predicamento. Francis Ford Coppola, a raíz de su film, dijo una verdad tan irrefutable como zonza: “Drácula pertenece a la cultura popular”.
Stoker lo creó en 1897, a partir de cartas y documentos apócrifos. Se basó para ello en la historia real de Vlad Tepes, “el empalador”, un voivoda rumano del siglo XV, con castillo y anexos en Transilvania, inspirado sin duda en los relatos de terror gaélicos que le susurraba su madre en su lecho de enfermo. Hasta allí lo evidente. Lo que parece sin embargo menos visible es la recóndita historia de amor que anima a este personaje; la perfecta y estricta impotencia amorosa que, desde el vamos a la eternidad, deberá soportar el vulnerable conde en aislamiento. ¿Cuestión de sangre? ¿De lectura psicoanalítica? ¿O de cláusula ideal? A la luz del sol, y más allá de pulsiones o de pecaminosos deseos, Drácula es sin duda la más perfecta y sublime historia de amor prohibido jamás contada: la que nunca podrá concretarse. En términos edípicos, la moraleja del incesto nos dicta una eternidad congruente: la mano que mece la cuna es la misma que mece la tumba.

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