lunes, octubre 30, 2006

Islas -Acerca de Jardín de cemento de Ian McEwan-

Una isla estaba esperando a Robinson Crusoe para permitirle el pacto de la sobrevivencia. Parece claro que ella lo encontró a él. En el principio, la soledad del personaje gobierna cada uno de sus actos. Hasta que la isla náufraga es restituida por Crusoe debido a un montón de recursos: el territorio se torna habitable. William Golding hace otro tanto en El señor de las moscas, sólo que el número de personajes que reciben al pedazo de tierra en medio del mar ahora ha crecido: son varios. Y son jóvenes. No es que las islas tengan hélice, como la de Verne, es que el mundo se ha ido poblando. Las islas náufragas no se multiplican tanto como los hombres. Es una percepción extraordinaria: siendo idéntico, el mundo parece achicarse. Cada vez menos hay que salir: la aventura está adentro de nosotros mismos. En el Jardín de cemento, de Ian McEwan, el mundo ya es un suburbio, y las islas son tan inmóviles y limitadas que ocupan un pequeño espacio de tierra en el fondo de la casa. Cementarlas parece casi obligado. Esa acción fundacional la emprende el jefe de la tribu. Sin embargo, apenas se abre el texto, el padre muere. No mucho que lamentar: el clan sobrevive al moderno Crusoe. A su manera, como en anteriores naufragios. Lo que significa que el territorio insular de la familia podrá andar a la deriva, pero no se extingue. Asume nuevos rituales, privados, cada vez más restringidos. Los robinsones de McEwan están ahora tan emparentados que son hermanos. En este modelo de organización juvenil el territorio familiar reformula algunos códigos. Son otros, no podía ser de otra manera. Lo que sí queda claro es que a pesar de la muerte del jefe, eso llamado familia ni cede ni muere. Persevera bajo otras formas. La de Crusoe fue una familia insular; la de Golding, más nutrida y numerosa, también. La de McEwan no podía estar lejos de este concepto. Claro que para salvarse los jóvenes debieron construirla. Esta vez con cemento. De las mutas a los clanes, de los clanes a las tribus y de éstas a los centros urbanos, el principio de territorialidad no cede. Cambian las huellas, el espacio es otro. "Cuando agarré la tabla y me puse a alisar con cuidado la huella de mi padre en el cemento blando y fresco, mi impresión se había desvanecido". Es la última señal del paso por este mundo del padre de Jack, el joven de quince años que cuenta la historia de Jardín de cemento, la primera novela de Ian McEwan, la más desconocida del excepcional narrador inglés y, felizmente, con reedición bastante reciente entre nosotros. Los obreros acaban de descargar quince bolsas de cemento en esa casa de los suburbios londinenses, el padre las recibe, pero el proyecto de refaccionar el jardín queda trunco. Con la tragedia, el resabio de culpa parece hacerse presente en Jack: "Yo no maté a mi padre, pero a veces me he sentido como si hubiera contribuido a ello", confiesa el joven en la apertura del libro. Resabio temporal, sin embargo.El ritmo cotidiano de la casa prosigue. Hasta que enferma la madre y queda postrada en cama, escaleras arriba. La patrona no baja, y los cuatro hijos -Julie, Jack, Sue y Tom- deben afrontar tanto las obligaciones escolares como la realidad de la vida exterior y las situaciones que a diario se les presentan. El desafío parece intenso. Ya no hay protección en la isla, aunque tampoco límites ni restricciones. Los códigos del mundo infantil y adolescente invaden el territorio tradicional de la institución flia y la recién estrenada organización establece otros códigos, por ejemplo: el juego ya no representa un espacio de expansión temporal en la vida de los cuatro adolescentes, sino que se impone como un ritual común de sobrevivencia. Con el sexo ocurre otro tanto: descomprime restricciones y tabúes y se manifiesta sin estridencias ni sanciones. Pero esta otra forma de resistencia conoce sin embargo las reglas insulares y para desarrollarse y no decaer debe simular. No sólo chico es el mundo, sino estándar. Y, si se percibe un ambiente oclusivo, éste lo es por limitación argumental, no por clima espiritual. Hay momentos de intensa felicidad en medio del drama, lo que corrige invariablemente la experiencia del lector. No hay tampoco demasiados rituales en este modelo de organización, lo que sí se reflejaba en el clásico de de Golding. La sobrecogedora estructura de clan urbano que traza el autor de Amsterdam y Amor perdurable, traduce sin hipocresías lo más doloroso del mundo adulto: sus máscaras. Y algo más también: que en este mundo moderno quedan cada vez menos islas que nos rescaten.

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