Luz de agosto
Los zurcidos invisibles entre Faulkner y el caso de la chica austríaca
La reciente noticia de la joven austríaca aparecida después de ocho años, me devolvió a la memoria la noticia de otro secuestro, sólo que literario. No el que eficaz y editorialmente armó García Márquez, sino otro, uno mucho más lejano en el tiempo y pasional, furibundo y verdadero. El de Márquez fue un secuestro estrictamente planeado, tanto en su argumentación periodística como política. El que le tocó recrear a William Faulkner (1897-1962), tenía el sonido y la furia de una obra tumultuosa, febril y orgánica, genial en todo sentido. Sus derivaciones llegaron en título hasta agosto, como el mes de la noticia.
Los antecedentes son más o menos conocidos: cuando Faulkner publicó Santuario, en 1931, tenía una pretensión muy clara: ganar dinero. Cargaba con un par de deudas menores, algún que otro agujero financiero que le reclamaban desde hacía meses, y una sola obsesión: "Echarse a escribir sin sobresaltos", según sus palabras. La historia le venía rondando desde hacía tiempo, pero él la cargó de tintes melodramáticos por lo dicho, dinero. Su deseo más recalcitrante era que se leyera como agua de folletín. Los personajes: una muchacha estudiante de Oxford, Temple Drake, ávida de aventuras emocionantes; Goodwin y un grupo de matones; Popeye el psicópata; y luego, en orden menor pero no menos intenso, Horace Benbow, el abogado prófugo de su propio hogar; Miss Reba, la madama del cabaret; Red, y otros. A la acción: luego del accidente por culpa del salame del novio borracho, Temple cae en manos de Goodwin y sus boys y, posteriormente, en manos de Popeye. Una tragedia griega en el sur estadounidense, lo que ya se ha dicho. Un dato más: Faulkner deliberadamente quería trabajar el relato con mucho horror, cargando las tintas en la escena de la violación de Temple y en aquellas que correspondieran al burdel de Miss Reba y otras. Horror y sexo, degradación moral, violencia y un montón de conceptos más que nunca dicen nada si se mantienen en eso que son, conceptos.
Pero Faulkner no pudo con su genio y al melodrama lo bajó de categoría, subiéndolo a la épica de la novelesca más curtida; con los conceptos hizo otro tanto: los redujo a polvo de acción. Los personajes salieron entonces de sus maquetas y quedaron vivos. Contradictorios y reales. El resultado: una obra despareja, genial, invencible al paso del tiempo. Tanto es así que el reciente episodio de la joven austríaca -vaya uno a saber por qué, acaso por esos zurcidos invisibles que tiene la letra-, me la regresó a la memoria.
Desempolvando la novela, hay una escena en la que Temple, luego del secuestro de Popeye, queda sola en la camioneta mientras éste va a cargar, en mérito a la traducción, creo que gasolina. En ese preciso instante puede huir, pero reconoce a una compañera de estudios caminando por la vereda opuesta y no atina a nada. O sí: a sonrojarse. ¿Cómo es que no grita?, se pregunta uno. ¿Cómo no pide auxilio y escapa? Al contrario, la única e imprevisible reacción de Temple es sentir pudor, vergüenza porque su compañera la haya reconocido en esa situación, en la camioneta con un extraño. ¿Es lógica su reacción? Para nada. Es humana, parece que sí. Una de las cosas que enseñan las ficciones verdaderas es que las reacciones del alma humana pocas veces son razonables y que, por el contrario, casi siempre son contradictorias y hasta incomprensibles. Dostoievski ya nos enseñó que se puede matar por amor. Las páginas de policiales de cualquier diario también.
Para el caso de la joven austríaca, por estos días ha aparecido una batería de conceptos y teorías que intentan justificar su reacción, esa de llorar sensatamente al enterarse de que su secuestrador se había cancelado bajo un tren. Síndrome de Estocolmo es la más esgrimida. Touché, es probable. ¿Está embarazada la chica? A lo mejor. Tener una explicación razonable a la boca siempre tranquiliza. De todos modos, las obras de ficción más profundas nos iluminan acerca de las zonas más recónditas del alma humana, esas a las que la razón no siempre accede. La historia de esta muchacha es, por supuesto, novela y película para Hollywood, que engendra combos de burgerfilms. Sin embargo y por ahora, en Austria, ella no quiere hablar, intenta mantener su tristeza en intimidad. ¿Se comprende? Es humana su reacción. Tampoco a los padres quiere ver. ¿Es tan extraño? La historia de amor oclusivo de esta chica tiene costados tenebrosos y transparentes. Pero es amor romántico en el sentido generacional del término. Nos guste o no.
Después de Santuario Faulkner escribió Luz de Agosto, una reivindicación para esa otra protagonista llamada Lena Grove, bastante menos impulsiva que Temple pero con un carácter más comprensible en el reino de la lógica. ¿Una continuación de la furibunda Santuario? Algo así. ¿Una probable evolución de la agonista? Quizá. Dijo Faulkner de Lena: "Ella sí que es la capitana de su propia alma". Por eso, si alguien quiere saber cómo va a continuar la vida de la chica austríaca, a no conmoverse, no hace falta. Tampoco esperar demasiado. Basta con leer Luz de agosto, posterior a Santuario. Si no se encuentran zurcidos invisibles entre un caso y otro, no es Faulkner el culpable. Son estos pespuntes, las más de las veces chingados.
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