A propósito de publicar, leer y trascender
En uno de sus más logrados textos, el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid habla sobre Los demasiados libros. Con este sencillo título el escritor alude tanto a la inutilidad del libro como objeto de exhibición del saber (del enciclopedismo a los Círculos de Lectores), como al concepto libro en tanto ícono de prestigio cultural. Pero Zaid va un poco más allá. Se toma algunos tramos del ensayo para hablarnos de un hecho sintomático de estos tiempos: la pasión expositiva de muchos por convertirse en escritores antes que en lectores. Ecuación de la modernidad que expresa un desplazamiento histórico: de refugiarse en la lectura al muy actual encanto de mostrarse, ser leído. Se prefiere escribir cualquier cosa antes que la tarea y el placer intelectual de leer a otros. Zaid menciona de paso la falta de autocrítica por las cantidades desbordantes de títulos que aparecen en el mercado sin la más mínima exigencia de calidad. De todos modos, bien sabemos que ni es ardua ni es pasiva la lectura, sino algo peor e imperdonable en este mundo de hoy: anónima.Se trata de una inversión de términos, de un salto. ¿Cuantitativo o cualitativo? Muchas son las razones por las cuales parece preferible escribir a leer. Una de ellas, acaso la más extendida en el lugar común del inconsciente colectivo, nos advierte que no dejaremos huella de nuestro paso por estas tierras si antes no hemos convalidado el aserto estúpido de haber plantado un hijo, escrito un árbol, tenido un libro. No importan las cláusulas ni el orden: en cualquiera es imbécil. Zaid ve en esta tendencia de "los muchos libros para nada" un síntoma compulsivo de la época de la imagen: necesidad de figurar, ansiedad por el protagonismo, etc.Recientemente, en Barcelona, el crítico Diego Gándara me acercó vía mail un magistral sustituto expresivo acuñado por su mujer para estos publicadores sin juicio demasiado exigente: "los tala árboles", les llama ella. La industria editorial vuelca millones de toneladas anuales en papel de celulosa que, convertido en libro, finalmente los propios autores terminan distribuyendo o regalando entre amigos y conocidos. Productos que no han pasado por ningún filtro de selección editorial o de asesoría crítica pero que cumplen con el ominoso encanto de satisfacer el ego de sus autores. Tan sólo eso. En la imagen de la mujer de mi amigo la compulsión resulta directamente proporcional: "A más árboles talados, más vanidad".Hace ya muchos años Etiemble publicaba registros de la cantidad de libros que se editaban sólo en Francia y traducía esos números en árboles hachados. Las cifras eran estremecedoras. El libro del pensador luego hacía hincapié en la depredación que "en nombre de la cultura" se estaba llevando a cabo en todo el mundo. Libros, decía Etiemble, que en cuestión de pocos meses pasan al olvido. Mientras el planeta se degradaba, las cifras de la producción y del consumo cultural revelaban -y revelan- un creciente y a veces falaz optimismo. Suicidio feliz que expresa la altiva singularidad de la cultura libresca, aunque son detalles que casi nadie se ocupa en registrar. ¿Objeción? Etiemble hacía su objeción desde las páginas de un libro.Por evolución tecnológica y no por suerte, la computadora y los sistemas digitales han abierto un panorama alentador. Ya no es necesario papel para imprimir libros horribles, malos, innecesarios. Tampoco para imprimir los buenos, excelentes y necesarios. Aunque las áreas destinadas a la producción de papel son hoy por hoy producto de la reforestación y no de la tala indiscriminada, las variedades rápidas que se emplean en reforestar -bien que se sabe-, acidifican los suelos y lo degradan a ritmo vertiginoso. Igual o peor que desmontar. Claro que en contra del maravilloso soporte informático y de la impresión virtual aun persisten quienes se aferran al objeto libro con romántica nostalgia. Seres sensibles y posesivos, anclados en la peor expresión Gutenberg: "Al libro tengo que tocarlo". ¿Las ideas son inasibles? El sentido del tacto dice que no.En una inteligente nota de contratapa de "Perfil", semanas atrás Damián Tabarovsky mencionaba a quienes sueñan con la posteridad y terminan olvidados entre los anaqueles de perdidas librerías. "Los escritores sueñan con la posteridad, es casi un lugar común. Pero la posteridad es fantaseada como un éxito, una relectura masiva de su obra, una influencia decisiva sobre las siguientes generaciones (...)". La nota culminaba con aleccionadora ironía: mencionando ese instante mágico, eterno, en que se produce no tanto el hallazgo del objeto libro en un anaquel oscuro, sino cuando se establece el diálogo entre dos escritores que hablan de ese libro olvidado en el anaquel oscuro. Instante sublime y fugaz que dura lo que la conversación: cuando los escritores pasan a hablar de otro tema, el libro desaparece.Luis Chitarroni, en uno de los capítulos de su libro inédito Ejercicio de Incertidumbre, cita a propósito una experiencia personal. "Cada vez con mayor asiduidad debo fruncir el ceño -dice-, ante la abundancia de gente que presenta originales de novelas". Y se pregunta si ese ejercicio superfluo de posteridad no tendrá que ver con el género novelístico. Es lo que sugiere la tendencia: de la enorme cantidad de libros que se escriben, el género novela -acaso el más arduo por extensión y tiempo de escritura- parece ser el preferido. El concepto del marketing novelesco abriga los sueños de trascender de muchos. Suponen, con probada ignorancia, que una novela es más importante que un libro de cuentos o que un solo poema; que doscientas páginas son más valiosas que una imagen exacta, que un buen parlamento o que una acertada definición. La cantidad y el formato rigen los ideales estéticos de algunos, como si una conciencia del packaging, no de Zeno, obrara sobre su escritura. ¿Absurdo?. "Publique usted su libro". No importa qué, publique. También en cuotas se puede ingresar al mundo de las letras. Lo que no está mal.Hoy -decía el mexicano Gabriel Zaid en tono de burla- es más la gente que escribe que la gente que lee. El placer de la lectura ya ha dejado de ser placentero: todos quieren demostrar aptitud, casi nadie está dispuesto a recibir conocimiento. ¿Es tan ardua la lectura de un solo y buen libro o es que han cambiado los modos de leer? ¿O será sencillamente que el hábito de la lectura no promete fama ni éxito? En todo caso, ¿a quién le importa expandir o corregir la experiencia personal cuando el mundo, a la vuelta de la esquina, nos ofrece la autoría, salir del anonimato?Todos sabemos las diferencias: una cosa son los publicadores, otra los autores y una muy distinta los escritores. En un ensayo de Pamela Paul aparecido semanas atrás en el Book Review del NYT, la autora hacía referencia a "la creciente fragilidad de ego" de la mayoría de los escritores jóvenes, más pendientes del "qué dirán de mí" que del "cómo he escrito mi libro". Y, aparte de los libros, hacía alusión a los blogs como el medio más eficaz y tentador para caer en la trampa del yo. Como sea, caben más preguntas. O una última: ¿se leen entre sí los escritores o únicamente lo hacen cuando alguien, otro escritor o crítico acaso, ha escrito sobre ellos en algún medio? Parafraseando un título de Cristina Peri Rossi: en el museo de los esfuerzos inútiles la necesidad de figurar ocupa un espacio relevante, de privilegio. A los costados de ese inevitable museo, los pasillos con las bibliotecas de los libros que jamás leeremos. La entrada es libre.
sábado, febrero 10, 2007
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