Las cosas verdaderas no se suelen recordar hasta que han pasado varios años. "Transcurren varias décadas hasta que pasamos por una habitación a oscuras donde alguien murió, y entonces oímos el sonido del mar, las palabras de antaño". ¿Cuánto ha pasado desde que el capitán se marchó de ese coto de caza y castillo en Hungría, al pie de los Cárpatos, para volver a oír las palabras de antaño? Relativamente poco para la reacción del recuerdo del general, su ex amigo: cuarenta y un años y cuarenta y tres días. ¿Y qué los reúne después de ese espacio de tiempo? El sesgado recuerdo de una mujer, Krisztina, y el nunca emancipado enigma de una traición amorosa atravesado por un crimen que jamás se cometió.
Dos hombres -el general en su castillo, el capitán que regresa del extremo Oriente a ese castillo- se reencuentran en el escenario verbal de lo que fue un vínculo amoroso, Krisztina, para evocar palabras y las claves de una relación en sombras. El engaño y la duda lo mueven al general; el desarraigo y la convicción, en cambio, animan al capitán para volver a esa escena de caza que en mil ochocientos noventa y nueve no se produjo. ¿Quién debía matar a quién por amor? El capitán al general. Pero la presa siguió viva y ahora, cazador y presunta víctima engañada, se vuelven a encontrar en un duelo de confesiones cuya recompensa es existencial. Krisztina ya ha muerto y los dos hombres, en este último encuentro, libran la batalla coloquial de un instinto, un secreto, y, por cierto, ninguna posesión. ¿Hace falta? Más que Krisztina, el sentido último de sus vidas cobra relieve gracias a nombrarla en términos de una pasión. O de un fervor de memoriosos. Ese fervor puede ser un nombre femenino, un amor casi olvidado, o un instinto último y decisivo para la sobrevivencia. "No conocías esa extraña pasión, la más secreta de todas las pasiones de la vida de un hombre, la que se esconde más allá de los papeles, disfraces y enseñanzas en los nervios de cada hombre, en lo más recóndito, como se esconde el fuego eterno en las profundidades de la tierra. Es la pasión por matar. Somos humanos, para nosotros es ley de vida el matar. No podemos evitarlo...Matamos para defender, matamos para conseguir, matamos para vengarnos...¿Te ríes? ¿Te ríes con desprecio?...¿Te has convertido en un artista y se han refinado en tu alma todos estos instintos bajos y brutales?...¿Crees que nunca has matado a ningún ser vivo? No estés tan seguro (...)"
Cuarenta y un años y cuarenta y tres días atrás, quien habla, el general, estuvo bajo la mira del arma del capitán, amante de Krisztina, mujer del general. Por qué no disparó es parte del enigma que acucia al hombre para reunirse en una última cena con su ex amigo y rival. La otra parte del enigma, el secreto que se devela en los últimos tramos de la novela, es la misma evidencia del secreto: de haberse producido el disparo, no hubiera existido tal pasión. ¿Pero qué es lo que anima a toda pasión? Antes que nada, lo no formulado, el misterio. No una mujer o un hombre, no Krisztina en este caso, ni siquiera una voluntad o una convicción: el deseo, ese misterio irrefrenable, es lo que finalmente nos mantiene vivos, en estado de alerta y espera. Como en la ceremonia de una "cacería a la aguada", los rivales se han estado esperando y acechando durante más de cuarenta años para emboscarse en la ronda final de diálogos que estructuran la historia. El final provoca en el mundo concreto de ese castillo en decadencia al pie de los Cárpatos un único e imperceptible movimiento: volver un cuadro a su lugar. El general da la orden. Nini, la nodriza, obedece. "Ya no tiene ninguna importancia", dice el general. No hace falta saber de quién es ese cuadro.
Sándor Márai (1900-1989) nació en Kassa (ex Hungría, hoy Eslovaquia) y murió en San Diego, en los Estados Unidos. Vivió un tiempo breve en Alemania y Francia y en 1948, con la llegada del comunismo a su país, se radicó definitivamente en los Estados Unidos. Su obra estuvo prohibida en Hungría durante décadas. Eso hasta que a un sello editor italiano, Adelphi, casi cincuenta años después se le ocurre volver a colgar un cuadro en su lugar: fin del secreto, aunque póstumo. En Italia El último encuentro trepó a las listas de más vendidos y Márai fue reconsiderado mundialmente. Si la busca de la verdad es la causa eficiente de esta historia, mucho más lo es el pacto con el lenguaje, que hace que estos dos hombres se despidan con un apretón de manos después de haber dirimido palabras, frases, conceptos y vacíos de información acerca de un crucial instante en sus vidas. En la obra de Márai, los sucesos desconcertantes del pasado son motivo para que la memoria, principio y final, ejerza su tracción existencial. Sólo así se dimensiona, recuperando. Como si el presente fuera, antes que otra cosa, un eterno espacio sin olvido. Es aquí, sólo aquí, donde el pasado se dirime y se torna expresión. Pueden ser nimios esos sucesos, pero trascienden y se acrecientan en la estación del demorado reencuentro final. Algo similar ocurre en La herencia de Eszter y en La mujer justa. No son los triángulos amorosos del húngaro planteos emocionales sino, en todo caso, esquemas argumentales propicios para que diferentes versiones confronten. Nada más. En El último encuentro no demasiado ocurre después de la confrontación. O sí: el misterio de una pasión se ha consumido, como una señal, como un gesto mínimo sobre la frente del anciano. Ya no queda pasado, difícil proseguir.
La precisión es la riqueza idiomática de Márai, exquisitamente contenido y perturbador, probando, como buen narrador, que puede herir y revelar con lo justo, sin esfuerzos estilísticos, descubriendo los pormenores que entraman y dan sentido a una historia. "El lenguaje peculiar y simbólico de la vida nos habla de mil maneras distintas, todo sucede para llamar nuestra atención, lo único que falta es comprender cada señal y cada imagen", dice el general. Márai lo hace, es un descifrador avezado. Aunque se imponga la tarea con cierto énfasis grave, de afectación.
sábado, febrero 10, 2007
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