miércoles, enero 23, 2008
Los chicos que se me aparecieron
Lo primero que sentí al ver la versión fílmica de Los chicos desaparecen fue rareza. Luego, extrañamiento. Aquellas imágenes surgidas de la imposición íntima del acto de escritura ya no estaban. Se habían ido. En su lugar habían aparecido otras. Diferentes, ajenas de una ajenidad sin embargo conocida. ¿Quién era ese personaje que se desplazaba en silla de ruedas intentando bajar tiempos desde una rampa con un cronómetro al cuello? Lo conocía, me era familiar, pero desde aquél lanzado por el lenguaje del libro a éste que descendía a través de la imagen, algo había cambiado. No digo mucho, algo: gestos, una mueca antes desapercibida, la manera aviesa de mirar desde la pantalla. En el cine hay una profundidad de campo de la imagen dada por la lente, en la escritura la profundidad de campo es patrimonio del lector. La profundidad de campo de la lectura no surge de una capacidad técnica sino imaginativa. Son distintas, ni mejor una ni peor otra, distintas. Aunque en el cine hay una profundidad de campo que también es patrimonio del espectador, ésta surge inevitablemente de la imagen que define un plano. Son las leyes. Las imágenes que se definen a partir del contexto del lenguaje son, bien se sabe, acaso más elusivas, ambigüas y hasta equívocas. Digo acaso porque tanto la psicología del espectador como la del lector ocupan un terreno difuso, objeto de discusión. Como sea, debo aclarar que siempre he tenido una relación polémica con el cine, afectiva. Y cada vez que me siento a mirar una película tengo la pésima costumbre de no detenerme tanto en las imágenes como en la historia. La verdad: me pongo a leer argumentos. Es una tara imperdonable, lo sé. Con Los chicos desaparecen versión cine me pasó algo infrecuente. Me detuve en las imágenes, perdí de vista la narración para fijar la atención en los encuadres, en esos recortes elegidos por el director. Creo que porque a esas imágenes distintas pero vagamente conocidas quería identificarlas, fijarlas, y hasta en algún sentido apropiármelas o que volvieran a mí. ¿Eran mías esas imágenes? Inconscientemente sentía que el cine le había robado el alma a mi libro y que, como el buen salvaje frente al daguerrotipo, mi lugar estático en la butaca lo ocupaba ahora un autor desalmado, no yo. La íntima extrañeza fue seguir las acciones de esos personajes desatados ya de toda pertenencia. Hablaban y remarcaban cosas lejanamente sabidas, pero como formuladas desde otra voz o en sordina. La película actualizaba formas de un pasado en tópico presente de disociación: el otro que era yo miraba la película de su libro que ya no era mío. En algún pasaje de la proyección alguien, desde atrás, me tocó en el hombro y me preguntó en un susurro, como afirmando: "Eso está en el libro, ¿no?". Dudé. Dije: "Creo que sí". Y, en verdad, no estaba seguro. ¿Cómo saberlo? En ese preciso instante caí en la cuenta de que de las casi mil personas que atestaban la sala del cine Rocha habría también mil versiones diferentes de lo que estaban viendo. Fue lo que me tranquilizó, lo que me hizo un espectador más, sin prejuicios ni falsas concesiones a la autoridad intelectual, en la que no creo demasiado. A partir de allí pude disfrutar, pero ya había pasado casi una hora de proyección. Hoy me digo que debería verla nuevamente, despojado de toda manía de identificación y un poco más almado. Como sea, fue raro reconocerse desligado de todo principio de autoridad. Sin dueño o tutor, al terminar, tuve que admitir que la fidelidad del film al libro era casi absoluta, por no decir rotunda. Eso lo percibí. Percibí también que durante esa hora y pico en la sala dos personas habíamos estado participando en una carrera de postas y que, sin quererlo, muy secreta y desapercibidamente, en medio de la oscuridad nos habíamos encontrado para un acuerdo tácito: yo le pasaba la trama de una historia que ya no me pertenecía y él la hacía suya para proseguir la carrera con mucho más aire y vigor. Así lo hicimos, con la complicidad del resto. Al marcharme, más de uno me dijo que quería leer el libro. Lo tomé como lo que era: un elogio a Marcos Rodríguez, el realizador.
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