miércoles, enero 23, 2008
Suicidio
Mi mejor amigo -el de toda la infancia- se pegó un tiro hace no muchos años en un banco de la plaza Moreno, la más importante de mi ciudad. Fue a la noche, pero cada vez que lo pienso, lo pienso a la nochechita. Y corrijo también tiro y pongo tirito en la cabeza. No es raro: cada vez que pienso en mi mejor amigo, Jorge, escribo noche y tiro en diminutivo. Es que el suicidio es la letra chica del contrato con la vida. Casi nadie lee esa letra, a casi nadie le gusta y son más los que la evitan que los que se enfrentan a ella. Sin embargo, existe. Es letra latente en cualquier caligrafía. Para Camus, el problema central de la Filosofía -el que aún no había resuelto- era precisamente el del suicidio. Sigue siéndolo. Lo remarca en El mito de Sísifo (1942), cuando abre el ensayo diciendo: "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio". Y es muy perspicaz Diana Cohen Agrest al recordárnoslo en el acápite a Por mano propia (Estudio sobre las prácticas suicidas), recientemente editado por el Fondo de Cultura Económica. Lo que narra el mito: Sísifo hizo enojar a los dioses por su impertinente astucia y fue condenado por éstos a la ceguera y a la eterna tarea de cargar con una roca enorme hasta lo alto de una montaña para luego dejarla caer, descender, y volverla a cargar hasta el fin de los tiempos, sin solución de continuidad. La inversión del mito en el suicida muestra otra cosa: arrojar la roca es liberación. Por decisión propia se desprende de ella para jamás volver a subirla. Fin del castigo. ¿Fin?La trivialización en vulgata emocional del mito nos dice que son los deudos (debitus, en latín, aunque es debido no siempre es querido), los más cercanos afectivamente al suicida, en todo caso, quienes luego de su acción cargarán con el peso de la roca. Una imagen también vulgar nos cuenta que la roca es demasiado pesada porque tiene una materia sólida que la constituye: dudas, conjeturas, versiones, impotencia, culpas, interrogantes. Nunca o casi nunca certezas. Con esos minerales, es incertidumbre lo que arroja la sombra de la roca. Por supuesto, ya no le pertenece al suicida. "¿Por qué tomó esa decisión?", es una pregunta inevitable pero trivial. Impropia o ajena, quiero decir.El libro de Diana Cohen Agrest va siguiendo los contornos de esa sombra en un minucioso repaso histórico que abarca tanto las culturas primitivas -desde los rituales propiciatorios-, hasta las épocas posteriores en que por imperio religioso el acto de quitarse la vida fue primero desacralizado y posteriormente condenado. Sin embargo, como bien señala Cohen Agrest, hay un "enorme vacío historiográfico sobre los actos suicidas. La ausencia de certezas puede atribuirse, fundamentalmente, al hecho de que toda referencia al suicidio refleja las actitudes y prejuicios sociales inherentes a cada época".De las culturas de Oriente que enaltecieron la muerte voluntaria hasta los mandatos de la moral tradicional judeocristiana que imponen que nadie debe atentar contra su propia vida, el ensayo va mostrándonos con palpable objetividad el curso evolutivo del pensamiento en las diferentes sociedades hasta desembocar en cuestiones más recientes y polémicas, derivadas de los avances de la medicalización moderna: eutanasia voluntaria y suicidio asistido. La investigación recorre el discurso religioso, filosófico, cultural, psicoanalítico y médico, pero es por demás pertinente cuando se detiene en la franja etaria de mayor riesgo en la actualidad: niños y adolescentes. También lo hace en los mayores de setenta, otro sector de riesgo.Hay datos del estudio que se desprenden del imaginario social en torno al suicidio que son reveladores. Muchas creencias en torno al suicidio son fundadas. Por ejemplo, que ocupa los primeros puestos entre las causas de mortalidad. Que generalmente es la manifestación de un trastorno mental. Que el alcohol y las drogas incrementan el riesgo de suicidarse. Que los viejos se matan más que los jóvenes. Que la mitad de la gente pensó alguna vez en matarse. Que los hombres se matan más que las mujeres. Que los gays y lesbianas están más en riesgo frente a esta práctica. Que el trabajo y la relación de familia y pareja atenuan la ideación suicida. Que hay familias con clara tendencia al suicidio, etc. Estas aseveraciones surgen de las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud.Pero hay también muchas creencias falsas. Por ejemplo, que se trata de un hábito más arraigado en algunas naciones que en otras. Que el suicidio está necesariamente vinculado a decepciones del amor juvenil. Que el que trató de hacerlo alguna vez ya no volverá a intentarlo. Que la gente se mata más en invierno y de noche que en otras épocas del año o momentos del día. Que la gente se mata con sobredosis de medicamentos, etc.Hay cifras escalofriantes en torno a esta problemática siempre relegada, jamás asumida en su genuina dimensión: según la OMS, cada 40 segundos se produce un suicidio en algún lugar del mundo (la cifra supera el número de víctimas que provocan todas las guerras). La cifra global -en alarmante aumento- es de 877.000 suicidios por año (datos del 2005). En la Argentina se produce un suicidio cada tres horas, y si bien hay entre nosotros un notorio subregistro de datos, se calcula que la diferencia entre los suicidios registrados y los no registrados es del 20% o 25%. Algunas cifras que no incluye el libro pero que conviene recordar, pertenecientes al ámbito local: informes periodísticos recientes establecen que en La Plata, el gran La Plata y poblaciones aledañas se producen 5 suicidios por semana. Los intentos son muchos más y aparecen luego de multiplicar por tres o por cuatro ese número, depende de la época del año.¿Por qué, pese a estos datos fidedignos, el problema no es considerado a escala mundial? La subestimación surge -señala Cohen Agrest- por la enorme carga de prejuicio cultural y religioso que no sólo rechaza sino que fundamentalmente encubre, lo que determina que una gran cantidad de actos consumados se asiente con registro de "muerte accidental", como es el caso de caídas, envenenamientos incidentales, etc. Los "suicidios solapados", así se los llama, son el enigma de las estadísticas. Si bien las cifras son alarmantes y sirven para ubicar el problema en escala poblacional, conviene recordar que detrás de cada suicidio hay una historia particular, única, privada. Diferente de las del resto. Los números e informes no dan cuenta de los dramas en singular. Las sombras que arroja la íntima decisión final son tan intensas como imborrables. El peso en los otros suele ser el castigo mítico de la propia existencia. Recordemos que la condena de Sísifo era para ser cumplida a eternidad.El excelente trabajo emprendido por Diana Cohen Agrest -doctora en Filosofía en la UBA- arroja luz sobre esta roca difícilmente ocultable, pero persistentemente ignorada en el camino de la marcha de la Humanidad. La vida es un don único, preciado y extremadamente valioso y delicado en sus infinitos aspectos, y como tal debe ser valorada y preservada. Cierto. Pero, en el contrato tácito que hacemos con ella al nacer, las cláusulas del suicidio parecen estar dictadas bajo el pulso de la doble condena: no suicidarse, no saber. Prejuicios morales, culturales y religiosos multiplicados por dos. Acercar la lupa a la letra chica es parte de un debate pendiente. Acaso hay un poco de Sísifo en cada uno de nosotros, tanto en la ceguera como en negar la presencia de la roca. Nunca se sabe, nadie está del todo libre de arrojar esa piedra trágica algún día. Menos de volver a cargarla. Frente a la ignorancia, nada hace más a la defensa de la dignidad y de la vida misma que hablar, comunicar y exponer frontalmente el tema. En mi caso muy menor: escribir tiro, noche y mi mejor amigo sin diminutivos.
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1 comentario:
Brillante tu comentario del suicidio; lejos de reducir el problema, lo muestra en todo su esplendor y crudeza... Morir -con todo y sus tristezas- es tambien una libertad, es tambien un poder, una elección... quien sabe si tambien una vocación.
(y hay que agregar que vivir, con todas sus delicias, tambien es una esclavitud)
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